Sueños de un cinéfilo adolescente

Memorias

El ritual que aquí evoca José de la Colina tuvo alguna vez la consistencia de un placer que las generaciones jóvenes desconocen. Las grandes salas, con sus pantallas, parecen ahora tan mitológicas como las sirenas o los unicornios.

Sala del viejo Cine Lido, hoy el Centro Cultural Bella Época. (Archivo)
José de la Colina
Ciudad de México /

1945

Viviendo la familia en República de El Salvador, en pleno meollo del mercado de frutas y verduras de La Merced, muere Ramonín, el hermano más pequeño: había sido muy enfermizo, el pobre niño era retraído y dulce, el aliento le olía siempre a medicamentos, siempre distintos porque los médicos no daban con su mal. Un día ordenaron que se le hicieran radiografías, mi madre lo llevó a un hospital del Seguro Social y cuando lo sometieron al tosco, enorme, ruidoso aparato de rayos X de aquel tiempo, el niño, tendido en una plancha, viendo descender del techo aquel monstruoso aparato, tuvo un sobresalto y murió allí mismo de un ataque cardiaco. Lo que tenía, lo que los médicos nunca encontraban y confundían con otras cosas, era un corazón enfermo.

La guerra mundial había acabado, las naciones se reunían para deliberar sobre el panorama aún mutilado y humeante de una Europa que se iba liberando territorio por territorio, y los refugiados inclinaban el oído a los aparatos de radio, leían los discursos, en la flamante ONU, de quienes, habiendo vencido en todas partes a la bestia fascista, estaban decidiendo la realidad del viejo continente. Por un instante la esperanza amplió el vuelo, lo levantó más, se mantuvo planeando muy alto con las últimas fuerzas, con la última credulidad. Este año sí, este año sí comemos las uvas en España… Y luego credulidad y esperanza se vinieron abajo, casi silenciosamente, como si tras desplomarse verticalmente hubieran sido tragadas por las inmensas e indiferentes aguas que se cerraban sin apenas ondas, mientras una voz de nadie decía que aquí no ha pasado nada.

Ya no quedaría en los padres de los chicos del exilio sino un eco o reflejo casi abstractos del gran sueño de una España liberada. Decíamos ayer… No quedaba sino el fantasma del sueño, la monótona y exangüe terquedad del sueño a través de días y años, mientras se seguían echando débiles raíces en el país amparador, mientras los hijos iban perdiendo la ce y la zeta, silbando menos las eses, hablando menos alto, olvidaron las escasas imágenes que hasta entonces habrían tenido del país natal.

Ahora se podían comprar los muebles, como intuía la sabiduría femenina. Ahora, como diría Otaola*, a estrenar calva y enterrar al exiliado muerto de cada día, porque los exiliados habían empezado a morirse de todas las enfermedades del catálogo y sobre todo a morirse de la común enfermedad, a morirse de destierro. Se contaba que un tal Buendía, sin oficio conocido, explorador de tertulias, además especializado en asistir a entierros de refugiados, después de dar el pésame y susurrar el ritual No Somos Nada a la familia llorosa, se inclinaba a ver el último rostro del exiliado amigo, o conocido o aun desconocido, y decía, no siempre en voz baja: “En esta altiplanicie nos va a llevar la chingada a todos”.

En el edificio de República de El Salvador, en el abigarrado corazón de La Merced, Raúl y José tenían un amigo judío al que llamaban Chito y con el que hacían y elevaban cometas (papalotes) en la intrincada, laberíntica azotea. Por aquellos días se inauguró el cine Regio al final de República de El Salvador, cerca de La Ampudia, el mercado de dulces. José recuerda haber visto allí el film mexicano Conga roja, con Pedro Armendáriz y María Antonieta Pons, que se convertiría en uno de sus fantasmas eróticos de entonces. Frecuenta el grupo de chicos refugiados españoles de la cerrada Prolongación de Las Vizcaínas, en el centro de la ciudad, frente a San Juan de Letrán, donde están los Solar, Roig, Muñohierro. Empieza a tener pasión por el cine, a coleccionar recortes de periódicos y anuncios relacionados con la cinematografía, a emplear todo su dinero en asistir a las salas de segunda corrida y frecuentemente en la localidad más barata, el “gallinero”, en México llamado “galería” o gayola.

En una librería del Centro, quizá situada en Uruguay y regentada por un refugiado español, compra y lee varias veces, hasta casi sabérselo de memoria, el Pinocho de Collodi, edición ilustrada, argentina o quizá española, que pasará a su mitología personal, y se “enamora” de la heroína fantasmal: el Hada de los Cabellos Azules, aparecida, desaparecida, reaparecida a lo largo del libro.

1946

Dos novelas de Verne lo impactan, Veinte mil leguas de viaje submarino (de la Biblioteca Mundial Sopena y comprada en una miscelánea de Isabel la Católica o 5 de Febrero, en tiempos en que vivía en Izazaga, por un peso dado de “domingo” por la tía Carlota), que lo fascina con el héroe casi anarquista Capitán Nemo, con sus infinitudes y flora y fauna submarinas, y Viaje al centro de la Tierra, que lo angustia deliciosamente cuando el héroe joven se pierde en las laberínticas galerías subterráneas, a kilómetros y kilómetros de la superficie. Su afición al cine se alimenta de las idas al Estrella, el Mundial, el Alcázar, etcétera, y sobre todo al Lido. Cuenta en su libro Viajes narrados:

“El Lido, inaugurado en las navidades de 1942 con una flamante y hoy resistente arquitectura californian style, semibarroca y algo delirante y con torre-taquilla fálica, sala que fue mucho tiempo exclusiva de la Metro Goldwyn Mayer, la MGM, o más familiarmente la Metro, la marca del león que ruge o que rugía ofreciendo más estrellas que en el cielo y a la que debo los primeros pasmos y espasmos ante un género tan placentero como la comedia musical, acaso la mejor perla de la corona Metro.

“Fue en el Lido (y luego en sus frecuentes vasos comunicantes, el Magerit, el Lindavista, y los más económicos Estrella y Roxy) donde vi mis primeras comedias musicales Metro, las de los años cuarenta, que no eran aún las obras poéticas de la altura de Cantando bajo la lluvia o Bandwagon, que aún se sometían a una cierta condición de show teatral o de biografía de compositor con números ilustrativos, pero ya ejercían una principal seducción, la de mostrar bellos cuerpos de mujer liberados en la danza, la música, los vastos colores pastel o caramelo muy Metro, y cuando no era la danza era la, sí, la natación, en aquellos gloriosos y muy kitsch carnavales acuáticos filmados con una cámara que se movía en extensión, profundidad y altura siguiendo a una Esther Williams escultural, maxfactorizada, bella como una lograda flor artificial (una especie de encarnación colorida y brillante de la reiterada, siempre distinta y siempre la misma, girl espléndida, aerodinámica, entre atlética y sofisticada de los calendarios de Vargas), sumergiéndose, nadando, emergiendo, volviéndose a sumergir, sonriendo, burbujeando, brotando chorreante sobre la azulísima alberca y alzándose en un trapecio ascendente hasta la vertiginosa altura desde donde su cuerpo brillaba elástico y fuerte y mojado y nuevamente se lanzaba al agua en un clavado perfecto, imagen de una mujer norteamericana a la vez deseable y mítica y supuestamente accesible en cuanto multiplicada, estándar, “fabricada en serie”, la gringuita ideal emitida por la casa de moneda hollywoodense, visual fetiche del adolescente que no sólo sentía que la vida se vive mejor con el cine sino que además el cine es una segunda vida, una vida paralela donde la realidad no está, ay, pobre Cernuda, divorciada del deseo.


“Y ese sueño estaba al alcance de los ojos por el solo precio del boleto, y a veces ni eso costaba, porque a finales de los años cuarenta mi hermano Raúl y yo nos colábamos en el Lido todos los sábados, y a la segunda de las tres funciones, en compañía de los hermanos Solar, los hijos de una familia amiga que era dueña o encargada del restaurante alátere al cine, desde cuyo retrete y luego a través de un estrecho corredor estorbado de trastos viejos pasábamos por entre unas cortinas espesas de color vino a la sala de butacas ya oscurecida, rito de pasaje que yo no podía ejecutar sin un gozoso estremecimiento que habría de sentir otras muchas veces aun pagando el boleto, pero que entonces se intensificaba por la ilusión de la pequeña aventura, del riesgo de ser descubierto […], y ahora que he hablado del estremecimiento del cinéfilo adolescente pasando entre las cortinas a la sala de butacas, no puedo menos de relacionar ese reiterado momento con el íncipit de Aurelia de Nerval (‘El sueño es una segunda vida.

“Nunca pude cruzar sin estremecerme esas puertas de marfil y de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son la imagen de la muerte, una morosidad neblinosa apresa nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante preciso en el que el yo, bajo cualquier otra forma, prosigue el afán de la existencia, es un subterráneo vago que se ilumina poco a poco, y del cual se desprenden de la oscuridad y la noche las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan los limbos. Luego el cuadro se forma: una claridad nueva ilumina y anima esas apariciones extrañas: el mundo de los espíritus se abre ante nosotros’) y pienso que ese placer de ir al cine y entrar en la sala y hallarse antes las vivas imágenes gigantes, ante los materializados rostros míticos vertidos en la pantalla para muchos y para uno solo, ese placer va haciéndose cada vez más infrecuente para una generación de espectadores que deserta de las salas cinematográficas, la generación de la televisión y las caseteras, y lo lamento por ellos, que no vivieron aquella bella época del cine que no se tenía en casa y uno salía a buscarlo como al unicornio y a las sirenas y a las bellas épocas”.

*Simón Otaola (1907-1980). Escritor, autor de la biografía novelada 'Tiempo de recordar', fue fundador de la revista 'Tertulia' y de la editorial Aquelarre.

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