Cuando conocí a José de la Colina lo que más me impresionó fue cuán coqueto podía ser: galante, en un sentido casi medieval. Creo que fue eso lo que me permitió hablar con él tan irresponsablemente, sin pensar que sentarme a la misma mesa era, ante todo, un privilegio y un honor.
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No sabía cómo hablarle e intenté “el maestro”. Su mirada era una advertencia, y desistí. Pero nunca pude llamarlo Colina. Ni don José, que no hacía juego ni con él ni con las tertulias. Ni Pepe, que habría sido un atrevimiento. De modo que opté por no dirigirme a él más que cuando me veía. Ni emitir opiniones que hicieran que me viera con esa mirada, parte sorna y parte impaciencia, que no disimulaba cuando uno decía una barbaridad. Sin embargo, le gustaba hablarme en francés, y aunque sentía un reto en sus preguntas, también supe que me abría una puerta.
Era juguetón, generoso, sencillo: decía de buenas a primeras algo imposiblemente erudito, y luego, sin más, una broma que le restaba importancia. Pero lo que más me llamó la atención, lo que más me gustó siempre, fue cómo hablaba de María, su mujer, su compañera, su amor.
Porque fue al hablar sobre los hijos —sobre la falta de ellos— cuando, sin que ninguno de nosotros fuera explícito o sentimental, sentí esa conexión que hace que uno recuerde para siempre el tono de una voz, la intención de una mirada o la posición de unas manos. Algo me dijo, algo le contesté, no nos oíamos bien, me hinqué junto a su silla para quedar más cerca y así, como si estuviera confesándome, hablamos de eso que nos había faltado, y de cómo esa falta hacía de la cercanía con nuestras parejas una complicidad, más que un salvavidas.
Sus manos descansaban sobre sus piernas. Yo veía sus venas y su piel suave, transparente de blanca y de edad. Lo veía hacia arriba y oía en sus palabras la misma nostalgia tristona y resignada que compartía con él. Y es así como me gusta recordarlo: un hombre que habla del amor de toda una vida con palabras que parece que acaba de inventar.
AQ