¡Ahí viene don Luis…!: El primer encuentro de José de la Colina con Buñuel

Memoria

En esta entrega de La mar en medio, el autor recuerda su audición para actuar en Los olvidados, motivado por el deseo de conocer el cine desde dentro.

El realizador Luis Buñuel. (Archivo MILENIO)
José de la Colina
Ciudad de México /

En 1949, a los quince años yo parecía de once y llevaba uno y medio de dizque asistir a las clases de la Prevocacional 5 del Politécnico, en el llamado Casco de Santo Tomás, pero en realidad de vagar por la Ciudad de México y leer de todo en el bosque de Chapultepec y en los parques, e ir al cine y hablar de lecturas y películas con los amigos Arturo Pérez Hortigüela y Guzmán Cueto. Cuando mi deserción de la escuela fue descubierta, hubo nosecuántas semanas de broncas diarias con mi padre, súbitamente desilusionado por haber estado ilusionado de siempre con que mi hermano Raúl y yo abrazaríamos (¿como a una hermosa muchacha o como a una tabla de salvación?) la ingeniería o la arquitectura, es decir que estudiaríamos una de esas carreras que los españoles de su generación llamaban liberales y que los obreros deseaban para sus hijos como una puerta de salida de la condición proletaria; y cuando finalmente, con una voz que el calor del regaño había vuelto casi afónica, con una falsa calma que denotaba la ira retenida y acumulándose para volver a estallar, me preguntó: Bueno, si no vas a estudiar más, ¿quieres hacer el favor de decirme qué vas a hacer?, yo no me atreví a responderle que escritor o pintor o actor, ya me tenía más que sabido lo que él pensaba de abrazar esas no carreras, sino quimeras, pues, como me había dicho él muchas veces, ni las letras ni las artes solían dar para ganarse la vida, antes que nada había que hacerse de una profesión seria, fruto de estudios serios, que llevaran a trabajos regulares y decentemente pagados y por tanto igualmente serios, y luego, solo después de logrado eso, ya podía uno en sus bien ganados ocios abandonarse a la veleidad de ser escritor, pintor, violinista y hasta cómico o torero (aunque para mi padre la de cómico, es decir actor, era una ocupación tan baja, casi, como la de torero), y dije que pensaba buscarme un trabajo, y él suspiró buscando con la mirada la de mi madre como para hacerla cómplice de su desilusión.

Casi no tuve que buscar trabajo: una vecina que era taquimecanógrafa en las oficinas de la planta embotelladora de la Pepsicola me facilitó entrar en ellas como recadero interno, oficio que resultaba aún menos glorioso bajo la designación de office boy y que consistía sobre todo en aburrirse en espera de acción en el hall de recepción, donde me pasaba la mayor parte del tiempo conversando con la recepcionista Marta, una rubia de 19 años, de carita de niña angelical, de bonito cuerpo ya muy de mujer, sin novio a la vista, que todos se los espantaba una mamá posesiva.

Mi puerta de salida de aquel empleo, mi despedida de la rubia y dulce Marta, serían motivadas en 1948 o 1949 por dos sucesos de diverso modo relacionados con el cine.

La mañana en que acompañada de un fotógrafo de cine y un agente de publicidad llegó a visitar la Pepsicola una actriz de cine, Lilia Michel, me ordenó la secretaria ejecutiva de uno de los kublaikanes del piso superior que me pusiera el uniforme rojo de office boy, la oprobiosa librea de la servidumbre que mediante incontables excusas y artimañas yo había logrado evadir hasta entonces, y subiera con una bandeja de pepsicolas para ofrecerlas a los visitantes y se nos tomara en tal circunstancia unos metros de película para las notas de publicidad de los noticiarios del cine. Sintiendo que aquel dudoso honor que iba a recibir no compensaba la escena servil y humillante de presentarme en atuendo y gesto serviles ante la bella Chica del suéter, así nombrada por lo bien que llenaba esa prenda, dije a Sofi que sí, ahora mismo, y me disparé a buscar el uniforme y el bonete con la intención de patearlos, quemarlos u orinarlos, pero no: me fui definitivamente del hall de recepción, del edificio, de mi empleo, de la nómina laboral de la Pepsicola, de la cercanía de Marta.

La manzana podrida

Así que volvía a estar sin trabajo y eludiendo la mirada paterna cuando un periódico publicó la noticia de que el célebre realizador Luis Buñuel, afincado en el país desde hacía cinco años, en los que había hecho dos películas comerciales, Gran Casino y El gran calavera, se proponía hacer La manzana podrida, un drama sobre la niñez desamparada de la ciudad, y que para cubrir el reparto de este film emplearía de preferencia chamacos de los ocho a los dieciocho años que no fueran actores profesionales, por lo cual la compañía Ultramar Films convocaba a personas de los dos sexos y entre esas edades a presentarse en sus oficinas de Paseo de la Reforma, arriba del cine Chapultepec, llevando certificado de estudios primarios y dos fotografías tamaño pasaporte.

Yo, tenía entonces tres nebulosas vocaciones: la escritura, el dibujo y la actuación, y las tres las practicaba: escribía cuentos y poemas, dibujaba retratos, paisajes e historietas, y actuaba con la sola voz en los dominicales apólogos dramatizados del programa radiofónico para niños La Legión de los Madrugadores, en los que, no sé por qué, solían darme el papel de Jesús niño (acaso porque me sabían nacido en España y era costumbre en el cine dar el papel del Mesías a actores españoles, como José Cibrián, Enrique Rambal y Luis Alcoriza; seguramente pensaban que la pronunciación de espesas cés y silbantes eses “ennoblecía” al personaje). Actuar para los oídos era, sin embargo, cosa menos ardua para mí que actuar para los ojos. Ser actor visible era algo que yo sentía incompatible con una enfermiza timidez que me impedía, por ejemplo, atravesar con naturalidad cualquier espacio cotidiano si me sentía mirado con alguna atención por otras personas. Pero respondí a la convocatoria porque eso podía suponer un trabajo pagado (aun si mi padre no lo consideraría suficientemente serio) y prometía, para el cinéfago insaciable que yo era, la oportunidad de conocer el cine desde dentro y ver trabajar a un gran cineasta maldito, autor de obras fulgurantes y extrañas como Un perro andaluz y La edad de oro, que por supuesto yo no había visto pero de las que sabía por los libros sobre cine.

Cuando una semana después, en el primer telegrama recibido en mi vida, Ultramar Films me avisó que había sido elegido como aspirante a una prueba fílmica, fui a las oficinas de la empresa, me dieron dos hojas con indicaciones de acción y diálogo para el personaje Pedrito y me indicaron que debía presentarme al día siguiente a las ocho de la mañana en los estudios Tepeyac “vestido de niño pobre”.

Allí estaba yo ese día a esa hora, ya metido en unos pantalones vaqueros previamente manchados y desgarrados en las rodillas, un suéter raído y unos casi deshechos tenis, indumentaria que a mi juicio sería la de un niño en efecto pobre y con la que había recorrido las calles y el frío mañanero hasta la parada del autobús y aguantado durante el viaje las miradas que yo sentía suspicaces y burlonas de los otros pasajeros que a su vez debían sentir, infería yo, la falsedad de mi “caracterización”.

Y allí, en un lote trasero de los estudios Tepeyac, ahora existentes sólo en los créditos de algunos films, me encontré con una veintena de aspirantes a personajes. Había rostros ya vistos en el cine mexicano: las niñas Alicia Rodríguez y Alma Delia Fuentes, que competirían para el papel de Meche, y de las que me enamoré inmediata y equitativamente por el solo hecho de verlas “en persona”, y un joven bailarín ya profesional de teatro de revista, Roberto Cobo, y una mayoría de absolutos novatos igual que yo: un muchacho con aspecto de gitano, llamado Eugenio Olmedo, que competiría con Cobo para el Jaibo y habría de trabar amistad conmigo; Alfonso Mejía, con quien competiría yo por Pedrito; Mario Ramírez, un niño de real origen campesino, como bajado del cerro a tamborazos, a quien todos, de tan auténtico que se le veía, acertamos en preverlo ganador del papel del Ojitos, y unos cuantos chicos huéspedes igualmente auténticos de una granja reformatorio de menores...

Cuando en la mañana nublada, fría, el fotógrafo Gabriel Figueroa y sus ayudantes tuvieron dispuesta la cámara y otros artefactos en un escenario de terreno baldío cuyo horizonte era un muro de ladrillos, cuando algunos bostezábamos repasando nuestras líneas y alguien dijo Ahí viene don Luis, llegó un hombre robusto, en los cincuenta años, de “cabeza de estatua de excavación” (dijo Ramón Gómez de la Serna), con avanzada calvicie delantera, mandíbula boxeadora, párpados pesados sobre la mirada levemente bifurcada, voz gruesa y tono aragonés jaspeado de algún tonillo francés, un hombre que yo no podía creer que fuese Buñuel, que pensé que debía ser un asistente suyo, acaso un guardaespaldas o algo así, porque al “cineasta maldito” lo tenía yo identificado, por las fotos de Un perro andaluz vistas en los libros, con el rostro delgado y pálido y románticamente atormentado del actor Pierre Batcheff, y casi creí que Figueroa y los técnicos estaban haciéndonos una broma cuando decían a aquel hombretoro: Listo, don Luis, Cuando quiera, señor Buñuel, pero luego “me rendí a la evidencia” y desde entonces creo que he conocido a pocos hombres que, en el rostro, en la mirada, en la voz y el gesto, en todo lo que habría que llamar la presencia, llevaran tanto su identidad y biografía, que hayan sido tan cabalmente ellos mismos, tan vivas medallas de buena ley, tan irrepetibles.

Ahora, después de las pruebas a cuatro o cinco aspirantes, aquel Buñuel desconocido, imprevisible, todavía inverosímil, dirigía hacia mí una mirada que se diría tranquilamente feroz, mientras la cámara me filmaba y yo, torpe, aterrado, desembuchaba mis líneas de Pedrito ante el Jaibo, es decir ante un Roberto Cobo que ya, y no sólo por contraste conmigo, estaba ganándose el papel. Era el momento en que los dos tan distintos amigos, el niño inocente aunque descarriado y el canallita callejero, se encontraban y se enfrentaban pidiéndose cuentas:

¡Jaibo, a qué vienes!

Como la gente le saca a uno todo, cuando supe que te habían traído pacá, me vine corriendo pa ver si te veía. ¿Pero cómo andas suelto?

Voy a un mandado.

Está medio raro eso de que te tengan tanta confianza. ¿Qué, no habrás soltado la lengua?

¡No soy ningún soplón!

¿Ni les dijiste nada de mí?

Nada.

Me alegro por ti, ¡camínale!, ya me conoces cómo soy cuando me juegan a la mala.

En cambio, cuando me agarraron por lo del cuchillo, tú te callaste como un Judas.

¿Y quién se acuerda de eso? Te fue bien, ¿o no? Ya ves, andas en la calle... Oye, ese billete es de cincuenta pesos, ¿no? ¿Quién te lo dio?

El señor director.

¡Hazme el favor! Pos el señor director no lo vuelve a ver más... Ora vámonos.

¡No! Yo me regreso a la escuela.

¿Estás loco tú o qué?

Como quieras, pero yo me regreso.

Pos dame el billete.

Aquí Roberto Cobo, es decir el Jaibo, me torcía la muñeca, me arrebataba el billete y salía corriendo y yo debía quedarme dolorido y atónito viéndolo alejarse, pero sin juramento se me puede creer que en ese mismo momento, lúcidamente, me supe nulo como actor, tan falto de aptitudes como de verdadera vocación, más deseoso de ver cine que de ser visto en las pantallas y más soñador de llegar algún día a Hollywood y conocer a mi amadísima Greer Garson y a mi deseadísima Esther Williams que de seguir siendo examinado por cámaras cinematográficas que aunque tuertas, Polifemos sin alma, eran críticos implacables. Pasada la prueba volví a la ciudad caminando desde los llanos del Tepeyac hasta las calles del Centro, y tal vez me metí a ojear libros en las pérgolas de la Alameda y hacer tiempo hasta que abrieran los cines de programa doble, no sé.

Ocurrieron las semanas y, ya que Ultramar Films no me llamaba, volví a la radio: logré algunas actuaciones de paga en los programas infantiles de la radioemisora XEB, programas que empecé a escribir con frecuencia a partir del día que su escritor titular, un sesentón con algún lejano y turbio pasado de poeta modernista y aficionado a extraviarse días enteros en morosas cantinas, empezó a su vez a no escribirlos... Cuando Los olvidados (ya no La manzana podrida, título que Buñuel, cuando años más tarde, Tomás Pérez Turrent y yo hicimos con él una serie de entrevistas, decía no recordar) se estrenó en el cine México, estuve entre el público, un público tan ralo que no haría durar la película más de una semana, y vi el film con admiración y horror, viví cada instante de la tragedia de Pedrito que Alfonso Mejía hacía por mí, me renamoré de Alma Delia Fuentes, temblé ante el sinuoso y fatal Jaibo de Roberto Cobo y ante el cabrón mendigo ciego poéticamente interpretado por Miguel Inclán. Al cabo de esa semana Los olvidados ya estaban olvidados por todos, menos por una prensa que empezó a zumbar contra el más bello romance callejero del cine mexicano tildándolo de panfleto antinacional, acusándolo de denigrar a los pobres, a las sufridas madrecitas mexicanas, a la ciudad, al país, al cine, a la humanidad, a la bondad, a las costumbres, al buen gusto, y se llegaba a pedir la expulsión de México para quien había cometido aquel agravio. Erigiéndome en campeón de Buñuel, escribí a uno de los periódicos dominicales que se mostraban más agresivos contra el film (¿Claridades, El Redondel, México al día?) una carta de defensa en que sacaba a relucir el neorrealismo y el surrealismo y Cervantes y Goya y Benito Juárez y la entregué yo mismo a la redacción, donde al ver mis dieciséis años que aparentaban once se quedaron asombrados de verme tan niño y ya tan pedantito. Mi especie de manifiesto apareció a la semana siguiente aunque precedido de una nota en que el anónimo redactor decía más o menos que respetando la libertad de expresión se publicaba aquello como una prueba de la influencia del cine más inmoral y ofensivo en los espectadores de la más tierna edad, etcétera.

Una carrera bien quebrada

Volvería a ver a Buñuel unos cinco años más tarde en una función del cineclub del Instituto Francés de América Latina —al que tanto deben las primeras verdaderas generaciones cinéfilas de México— en que el cineasta presentó una pequeña antología suya compuesta de Un perro andaluz, el rollo final de La edad de oro, algunas secuencias de sus películas mexicanas rodadas hasta entonces: Los olvidados, Subida al cielo, Él, La ilusión viaja en tranvía, Ensayo de un crimen. Lo saludé pero no me reconoció, y cuando el escritor Max Aub le dijo que yo era el autor de aquella carta publicada en defensa de él y de Los olvidados, Buñuel, que ya se llevaba una mano a la oreja, en cuenco para oír mejor, primero se asombró, no pensaba, dijo, tener un defensor tan jovencito, aquel escrito le había parecido que era de alguien contemporáneo suyo, y de pronto recordó: Caramba, pero si yo lo conozco a usted, usted iba a ser Pedrito ¿no?, y más tarde me contaría que tras ver las pruebas me había elegido para el papel pero el productor me descartó porque a su entender no daba yo tipo de niño mexicano. ¿Ha seguido usted actuando en el cine? No, don Luis, nunca he actuado en el cine. Lo siento, parece que le quebramos a usted la carrera. Bien quebrada, don Luis.

​AQ | ÁSS

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