Los destellos de la noche oscura

Literatura

La poesía de JEP nos revela un presente en agonía, un mundo en decadencia que no termina de caer. Y es precisamente en este mundo agónico donde el amor y la belleza, la fidelidad y la amistad, brillan intensamente.

La poesía de José Emilio Pacheco está traspasada por la flecha de la conciencia social, de la rebeldía y de lo efímero. (Foto: Lizeth Arauz)
José Javier Villarreal
Ciudad de México /

De pronto, de tanto avanzar, de explorar las diferentes capas de la lectura, de ejercitar la escritura: una retórica, una manera de caminar y respirar, se impone.

La poesía puede ser la creación de algo que antes de expresarlo, de decirlo, no existía. También puede ser aquello que ya hemos sentido, padecido o gozado. Pero que no tiene una forma que lo delate y comunique. La poesía, dice Aristóteles, es aquello que no tiene nombre. No se trata de una vaguedad, tampoco de algo inasible. Borges la califica de inexplicable. Y esto, al decir de Bashō, sucede en el presente del poema.

He leído con atención la obra poética de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939–2014). Lo escuché decir sus poemas, escribí, en diferentes momentos, sobre ellos. La justeza de sus versos, la contundencia de sus aseveraciones, el lenguaje conversacional, sus giros cotidianos, cercanos al habla; sus referentes tan actuales, aun cuando versara sobre los clásicos y sus implicaciones con nuestro tiempo, me sorprendieron. Una poesía —la suya— traspasada por la flecha de la conciencia social, de la rebeldía y de lo efímero. El mundo se está acabando, pero es fecha —escribe— que no termina de hacerlo.

Podría pensar que su poética atiende a un tiempo cifrado por la agonía. Sus aproximaciones son pródigas en presencias. Nos regaló a Beckett y a Eliot, también a Herbert y a Wilde. Su perspicacia estableció una perspectiva y un lenguaje directo y austero. Muchos de sus poemas colindan con la máxima y el aforismo. Su ritmo es limpio; no desacelera en medio del vértigo, no abre su compás a una ola melódica de tiempo amplio. Es recogido, de rienda corta; más cercano a un paso vigilado, que a un galope propiamente dicho. Todo esto, soy consciente, es discutible. Son reinos del oído donde lo lírico establece sus reglas y las plurales apreciaciones de las mismas.

Su imaginario apela a nuestro tiempo. Pero nuestro tiempo, en su poesía, está señalado por la descomposición; un cuerpo que no termina de fenecer. Gutierre de Cetina cantó, con tremendo ímpetu y novedad estilística, a las ruinas. Las vimos como monumentos y testimonios de un mundo que nos advertía de nuestra finitud. Catulo se creó en sus poemas. Inventó un personaje, un alter ego de sus pasiones. Marcial, a finales del imperio, pintó una intimidad que vino a representar una colectividad desprovista de valores, agotada por los excesos de la civilitas. El joven Ernesto Cardenal abrevó de las mismas aguas fundacionales que mojaron los labios de un joven José Emilio Pacheco. Pacheco, a diferencia de Cardenal, siguió fiel a una línea cuya rebeldía le llevaba a cantar el desmoronamiento de un siglo, el XX, que se imponía como lección moral, como testimonio de la fortuna del hombre sobre la tierra.

Me jala la frase: “la voz de la tribu”, o aquella otra que presenta al poeta como un pararrayos. Puedo añadir la imagen del poseso o la del emisario, el ángel que, al traer noticias, hace las veces de puente entre dos mundos que, de alguna manera se reflejan y, en algunas ocasiones; en Dante, por ejemplo, se continúan. Sé que estoy tocando ángulos diferentes de un mismo rostro. La figura social del poeta, del bardo, del druida. José Emilio Pacheco asumió, en su quehacer lírico, el papel del poeta moral. Hablo de un ejercicio de la inteligencia, de un compromiso asumido con su tiempo y con sus contemporáneos. Pienso en tres poetas ejemplares que leyó y tradujo: W. H. Auden, Czesław Miłosz y Wisława Szymborska. También está Shakespeare, la Epístola moral a Fabio y los monólogos de Luis Cernuda. Ya no es la figura del poeta como héroe; aquélla que desarrolló Thomas Carlyle, sino la del poeta como conciencia de su tiempo. Saint-John Perse, en su discurso de aceptación del premio Nobel, dijo que ya era mucho para el poeta ser la mala conciencia de su tiempo. Aquí, lejos del adjetivo, el poeta asume su rol de ser la voz moral, el pararrayos de su generación.

Abro el compás y me encuentro con los poetas que, por su manejo del lenguaje, por sus referentes y preocupaciones, por su poética cercana a la tradición anglosajona, han sido identificados bajo el marbete peruano de “al británico modo”. Podría incluir, junto a José Emilio Pacheco, con todas las reservas del caso, a poetas como Enrique Lihn, Heberto Padilla, Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros.

José Emilio Pacheco, dentro de la poesía mexicana, a lo largo de su obra, da testimonio, canta la crónica social desde una intimidad sumamente atenta. Hay excesos, hay una retórica que por momentos se nos vuelve fórmula, pero también hay numerosos aciertos que nos delatan y presentan. José Emilio Pacheco fue un poeta de “fin de siglo” que no cesó de cantar una caída, un desmoronamiento, desde una dimensión ceñida por el desencanto, pero también por un rendimiento coronado por la nostalgia, y azuzado por el amor.

Ahora, que repaso su corpus poético, admiro su claridad, su inteligencia, su trazo rápido e imaginativo, su accionar lírico; por qué no decir, escritural. Sus poemas obedecen a la voluntad de la historia de un tejido social visto y juzgado por la voz poética. El poeta es un censor, un moralista, que delata, desde una intimidad sorprendida, a una colectividad que se mueve agrediéndose, haciéndose la vida —literalmente— de cuadritos.

Muchos de los poemas de José Emilio Pacheco son piedras pulidas por la obsesión. Quiero decir con esto que encontramos vetas, preocupaciones, a lo largo de su obra que, tanto estilística como conceptualmente, subrayan un tono, una atmósfera, donde lo coloquial, la imagen cotidiana, el ingenio, descubren un mundo próximo que va envejeciendo junto con su lector; la otra mitad del poema, la voz que lo dice.

Cuando releo sus poemas pienso en el Quevedo que ve los muros de su patria y no encuentra “cosa, en que poner los ojos, / que no fuese recuerdo de la muerte.” Y esta alta tensión, esta conciencia de lo efímero, donde todo pasado fue mejor, nos revela un presente en agonía, un mundo en decadencia que no termina de caer. Y es precisamente en este mundo agónico donde el amor y la belleza, la fidelidad y la amistad, brillan intensamente. El poema, entonces, es el destello; pero también, el punto ciego, sin retorno, de la visión, del milagro que nos habla de un paraíso que se nos pierde una y otra vez. La crónica de un fracaso, de una terca ambición por ver el cielo. El sentimiento trágico de la despedida: “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. / Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia: // Eso me pasa por intentar lo imposible.” Intento que da sustancia y forma a buena parte de la poesía mexicana.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.