Diálogo con el tiempo

José Emilio Pacheco, a 80 años

La lectura es una forma de diálogo, y es la que ha elegido Laura Emilia Pacheco para conversar con su padre.

Todas las lecturas y experiencias de José Emilio Pacheco quedaron plasmadas en las páginas que escribió. (Foto: Rogelio Cuéllar)
Laura Emilia Pacheco
Ciudad de México /

El tiempo es materia deleznable, dice Borges. Nunca es suficiente, se nos escapa entre las manos, nos atemoriza y nos recuerda nuestra insignificancia con su paso; nos reta con su soberbia y nos plantea un desafío del que siempre salimos derrotados.

El tiempo fue para José Emilio Pacheco una de sus más grandes obsesiones, intentó lo imposible: detenerlo. Esperaba con gran ilusión su cumpleaños número ochenta quizá porque pensó que, para entonces, le habría dado tiempo de terminar otro libro, ahondar en sus lecturas, trabajar en su poesía, aprender más, vivir. No ocurrió así. El paréntesis está cerrado de manera permanente. No así su obra.

Todas las lecturas y experiencias de José Emilio Pacheco quedaron plasmadas en las páginas de su poesía, narrativa, ensayo, crónica. “¿Por qué no le consulté esto? ¿Cómo no le pedí que me contara aquello?” Me hago esas preguntas con frecuencia. La vida cotidiana es implacable, es la vida. Los días no pueden transcurrir como en una entrevista permanente, un examen perpetuo, una simulación antinatural. Vivimos lo mejor que podemos.

La literatura todo lo sortea. Tiene algo de quiromancia, de pozo de los deseos. Ahí están reflejadas verdades y mentiras, senderos y abismos, resentimientos, fobias, respuestas esenciales. Todo tiene que ver con todo y está ahí, en la página… donde sucede aquel íntimo encuentro/ que hace de otras palabras tu mismo cuerpo/ y te vuelve uno solo con lo que dicen sus letras.

La lectura es una forma de diálogo. Algunas de nuestras conversaciones más profundas las sostenemos con quienes nos revelan otras maneras de pensar y mundos distintos al nuestro; con aquellos que nos oponen una visión distinta a lo que tenemos enfrente y no atinamos a advertir; con quienes nos abren los ojos, aunque no siempre resulte placentero. Son interlocutores fundamentales, habitan en nuestra mente, los llevamos dentro. Ahí se suceden pláticas sin límite de tiempo, diálogos sin censura, intercambios que pueden colmarnos de dicha o arrojarnos al abismo del infierno.

Ninguna conversación está nunca completa. Vivir es tan impresionante, escribió Emily Dickinson, que no queda tiempo para mucho más. La existencia pasa volando pero deja su sombra. El tiempo nace/ de alguna eternidad que se deshiela. El futuro llega y no se anuncia. Veo los estantes de libros y pienso —como lo hacemos todos— que en algún volumen debe estar la respuesta.

Conforme avanzo en el tiempo el mundo me parece cada vez más difícil de entender. Mi orfandad se multiplica. En un país de fosas y desaparecidos, en un planeta que con cada grado adicional de temperatura nos recuerda que no formamos parte de su transformación, ¿cómo entender? Entre el porvenir y el pasado están los libros, están sus libros. Me acerco a ellos y en cada ocasión la experiencia es distinta porque con cada lectura soy distinta. Quiero pensar que en esos versos, en esas líneas, está la continuación de las conversaciones que tuvimos y de las que quedaron pendientes. Tengo dudas, quisiera hacerle una y mil preguntas sobre mí, sobre él, sobre los seres humanos, sobre el mundo, la vida y la muerte. Pero todo esto se lo plantearé cuando nos volvamos a ver en un futuro que empezó hace mucho tiempo.

​ÁSS

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