Para D.A.M. y G.S.P.
“Siempre existe un momento de la infancia en que al abrir una puerta dejamos entrar el futuro”, dijo José Emilio Pacheco en una conferencia ofrecida en 1966. Allí, al referirse a quienes lo influyeron para dedicarse a la literatura, mencionó a “un maestro excepcional: Enrique Moreno de Tagle”, que en los años de preparatoria “nos hizo descubrir a nuestros autores, leerlos, comentarlos”.
A los 17 años, Pacheco escribía cuentos y obras de teatro que asestaba a Moreno de Tagle y “con saña particular a mi primo Carlos Ancira, víctima además de mi compañía en sus ensayos y programas de televisión”. El futuro escritor conoció entonces a Emilio Carballido “y el estímulo de su severidad fue decisivo”. Carballido le sugirió que hiciera ejercicios rimados, no poemas libres. “Al mismo tiempo concluí una pieza sobre la ‘Decena Trágica’. Luisa Josefina Hernández opinó, con justa razón, que no funcionaba para la escena: podía llevarla, en cambio, a la Editorial Novaro, que gustosamente iba a incluirla entre sus cómics. Así enterró a perpetuidad mis intenciones dramáticas”.
Gracias a Hugo J. Verani sabemos que dos obras teatrales de aquel bisoño escritor fueron publicadas: el monólogo La reina apareció en 1958 en un suplemento del periódico El Nacional y, en 1969, fue incorporado como cuento a El viento distante y otros relatos, en tanto que El pasado lo guardan las arañas, pieza en un acto, fue publicada en la revista América (núm. 74, marzo-abril, 1960), dirigida por el editor Marco Antonio Millán (1913-1999).
Como es imposible ofrecer, íntegras, las 19 páginas de América, brindamos la glosa de tan desconocida obra.
Del hastío provinciano
Dos escenarios comparten el foro: uno es una pequeña miscelánea, propiedad de las hermanas María y Lupe Palacios. La primera, de 48 años, posee el “sello de la soltería y el hastío provinciano, hay un sedimento de lejana belleza que el tiempo y el tedio han acabado”. Lupe es mayor que María por dos años, “usa lentes y participa de las características de su hermana, solo que fue, y es, ostensiblemente más fea”. Ambas llevan muchos años encerradas ahí, en un minúsculo puerto del sureste de México.
Además de las ventas y de remendar medias, tienen un teléfono público que les da pequeñas ganancias económicas y vasto material para el chismorreo al permitirles asomarse a las historias privadas de los usuarios. No es extraño entonces que, por vestir perpetuamente de negro, estar siempre tejiendo y por ejercer el canibalismo desde la murmuración, sean conocidas como Las Arañas.
La otra mitad del escenario representa un hotel de segunda clase, aún a medio construir. Sus dueños son Silvia, de 36 años —“de vasta e impúdica belleza que comienza a marchitarse, pero que procura retener por medio de vestidos provocativos y esmero en el tocado”—, y Sebastián —“delgado, moreno, de 25 años”—. La pareja lleva apenas unos meses instalada en el lugar.
Esa tarde de agosto, la cháchara telefónica de una adolescente detona en las hermanas Palacios las ganas de hablar sobre sus romances no consumados. María rememora a un atractivo joven: Alejandro. Lupe, animada, confiesa: “Todas andaban locas por él. Nunca te lo había dicho, pero hasta a mí me gustaba”. La otra, añorante, pregunta: “¿Dónde andará Alejandro? Ya van a cumplirse treinta años desde que se fue”.
Para frenar la ensoñación, Lupe sugiere que encienda la radio y escuchen la hora de las complacencias. Conciliadora, propone que pidan una canción de aquella época y eligen “Pompas”, que equipara la corta vida de las pompas de jabón con la fugacidad del amor.
En el otro escenario, Silvia y Sebastián, con frustración creciente, reconocen que no fue buen plan intentar poner un hotel. En tres meses los huéspedes han sido escasos. Para empeorar la situación, Sebastián agrega que hace unos días supo que en el puerto un policía anduvo fisgoneando. La noticia alarma a Silvia. El secreto que guarda la pareja es revelado: el esposo de Silvia fue asesinado y su pequeña fortuna ha permitido a la viuda lanzarse a esta insulsa empresa con Sebastián, su amante en turno. Silvia intenta distraerse y dice: “Oye, pon la radio. Es la hora del único programa más decente de la estación de aquí… Voy a pedir una canción, dame un veinte”. Y va con Las Arañas para usar su teléfono.
María y Lupe están en sus tareas habituales. Silvia entra y utiliza el teléfono para solicitar al programa de radio el bolero “No sigamos pecando”. Regresa al hotel y le expresa a su pareja el desdén que siente por las Palacios. Aparece en escena “la criadita”, una niña de trece años, que es enviada por Silvia a comprar jabón en la tienda.
Por su parte, las hermanas ya están atizando su versión de los hechos: “¿Te fijaste qué canción pidió? Creo que la gente tiene razón. No es la esposa sino la querida del joven ése”. La criadita entra sin ser vista y escucha los diretes hacia su patrona: “Es muy grande para él. Podría ser su mamá. Dicen que mataron a su esposo y se robaron el dinero”. La muchacha regresa al hotel y entrega su no solicitado informe. En consecuencia, Silvia vuelve tempestuosamente a la miscelánea: “¡Óiganme, viejas desgraciadas! ¿Qué andan diciendo de mí?” María niega la acusación. Silvia explota: “¿Cómo que no? No se hagan tontas, ratas de confesionario, arañas asquerosas, viejas quedadas. ¿Por qué no me lo dicen en mi cara? ¿Qué les importa mi vida? Placeras chismosas”.
Lupe y María le responden con argumentos moralistas y Silvia replica: “Lo que pasa es que son unas envidiosas. Se están cayendo de viejas y ahí andan de calientes. Me tienen envidia porque en su mugre vida se les ha acercado un hombre”.
Las Palacios la echan de su local. Repuesta, pero también triste, Lupe reconoce la puntería del dardo arrojado por Silvia: “¿Sabes qué es lo peor de todo?”, le confiesa a María, “que es verdad”.
La reyerta salpica ahora la endeble relación de Silvia y Sebastián. Se acusan mutuamente de sus fallidas decisiones y ni ánimos tienen para escuchar la canción solicitada. La discusión sube de tono.
Inesperadamente, entra Alejandro, el único huésped en el hotel. El autor lo describe como un hombre de 50 años, “con vestigios de antigua apostura, y ahora solo un Don Juan obeso y pueblerino que viste guayabera y pantalón descolorido”. Su presencia obliga a los anfitriones a suspender el pleito y portarse amables. En la charla, el recién llegado va soltando información que lo define: treinta años tenía de no llegar a este puerto en el que ahora no reconoce a nadie. Trabajó varios años en asuntos marítimos y hoy posee una casa de contratación. Ha regresado a este poblado de paseo y para “recordar viejos tiempos”.
Sebastián hace mutis. Al estilo del cine noir, donde un diálogo breve puede llevar a dos desconocidos a volverse cómplices, Silvia comienza a mostrar interés, no exento de coquetería, por Alejandro, mientras que él, galante, secunda cada opinión de ella. A él se le acaban los cigarros e interrumpe la plática para salir a comprar más.
Entra a la miscelánea, donde María está ocupada cosiendo una prenda. El encuentro perturba a la hermana menor. Ha reconocido al hombre. Su nerviosismo la paraliza. Le obsequia una cajetilla de Casinos porque “son de propaganda”. Alejandro le da las gracias y, aunque intenta salir, es detenido por la marchanta que, turbada, le pregunta si se aloja en el hotel, si lleva muchos días allí, etcétera. Cuando Alejandro le dice que es la primera vez que está en ese poblado, María, decepcionada, lo libera del interrogatorio.
Alejandro regresa al hotel y le comenta a Silvia que los cigarros le salieron gratis. La charla lleva a la anfitriona a reconocer que los chismes son una de las adversidades que hay allí: “Ni la gente ni el lugar me gustan. A cada rato pegan nortes, las casas se llenan de arena, no hay agua entubada, la luz es malísima”. Le pregunta él: “¿Por qué no se va?”. Ella responde que lo hará cuando pueda. Alejandro, decidido, lanza sus cartas: “Mire. Así muy sinceramente, usted está perdiendo aquí su tiempo. Además, no se lleva bien con el señor; cuando llegué estaban peleando. Y la otra noche los oí gritar. Nada de lo de aquí le gusta, no sé por qué quiere quedarse”. Silvia alega que no tiene dinero y cuando va a extender su alegato, Alejandro la interrumpe y pasa al tuteo acentuado por el deseo.
“—Vente conmigo.
“—¡Qué bárbaro! Si lo estoy conociendo apenas.
“—Qué le hace. ¿Aceptas?
“—¿Cómo sé que me dice la verdad?”
Alejandro no necesita esforzarse para disuadirla y le ofrece partir de inmediato. Necesitan llamar a un taxi. Alejandro inquiere: “¿Y tu amigo?” Ella, liberada, responde con voluptuosidad: “Que se muera, ¿no?”. Se acerca a Alejandro y se besan.
En la tienda, María, intrigada, contempla unos antiguos retratos. Entra Alejandro con un maletín y la maleta de Silvia en la mano. Un poco atrás le sigue ella. Con prisa, María oculta las fotos bajo un montón de medias. Alejandro toma el teléfono y pide un vehículo. La pareja denota nerviosismo. Furtivamente, María mira el retrato de su exnovio y lo compara con el hombre frente a ella. Alejandro percibe su agitación. Lupe entra de prisa y, sin reconocer a Alejandro, está a punto de reiniciar el pleito con Silvia, cuando por la radio el locutor dice: “Y ahora para complacer a Alejandro Cervantes y hermanas Palacios, la nostálgica canción ‘Pompas’”.
Alejandro, que ha escuchado la insólita dedicatoria, ve su retrato. Todo está clarísimo. María, al borde del llanto e impotente para detener a Alejandro, solo alcanza a decir el nombre de él. Silvia pregunta: “¿Se conocen?” Al pasmo de todos se suma la música gradualmente descompuesta. El toque de un claxon rompe el encanto. Silvia urge a su compañero a salir. Éste sólo alcanza a decir: “Sí. Espérate. Adiós, María”.
Las hermanas quedan solas. María apenas puede hablar. Fingiendo indiferencia, Lupe lanza imprecaciones a la fuereña y corta el pasmo de su hermana menor: “Mira, ahí está el norte. Uff, nos va a ensuciar toda la casa. Bueno, ven a ayudarme que hay mucho qué hacer, y lo pasado, pasado. ¿Qué nos importan los demás? ¿Estás llorando?” María responde: “Es la arena”.
Se sientan. Empiezan a coser. Suena el tema musical mientras cae el telón.
AQ