A Choni y a José María,
por su calidad humana, su amistad y su cariño
I
Lo invisible no es aquello que no existe; es solo lo que no se ve.
Murilo Mendes
Caer de lleno en el espacio y tiempo de lectura donde Locuaces gorriones (Vaso Roto), de José María Muñoz Quirós, se vuelven el blanco, el tenso cuero de resonancia, es entrar, definitivamente, en un río paralelo, en un camino que sigue la ruta, el paisaje de una vida que se desarrolla por praderas y montañas, por valles y laderas. Prefiero nombrarlo una cadena de accidentes que nos van trazando la línea por donde avanzamos, no siempre seguros, no siempre indefensos. Un poema, hay quien lo dice, soporta dos niveles de lectura. La explícita, la que se cuenta y muestra; pero también, la implícita, la que se revela, la que se canta y está sobre o debajo del texto, pero que impacta y afina el punto de quiebre del hacer que nos convoca. Diría entonces que Locuaces gorriones son aves que acompañan nuestro transitar. Obviamente, no son aves nocturnas, tampoco pertenecen exclusivamente a un soleado jardín con una fuente cristalina donde se adivinan los ojos deseados que tenemos en las entrañas dibujados. No y sí. Estos gorriones habitan en la luz, pero también en la sombra, en los días luminosos, en las horas grises, largas y desnudas. No son las erinias clásicas, sino la posibilidad de cobrar conciencia de lo vivido, de acercarnos a ese continente que se dibuja en el soneto “Correspondencias”, de Charles Baudelaire. Es decir, las esencias, los colores, las texturas, los ecos que no tienen un código de expresión. La sensación del beso, no el beso; el silencio que precede a la última frase, no la frase en sí. La habitación que se ilumina, no la luz; el frío que se siente cuando ya no se siente en el cuerpo, sino más profundo, en el más secreto centro. De ahí ese río paralelo, el que encuentro en estos poemas que integran los Locuaces gorriones, de José María Muñoz Quirós. Río que humedece cuanto toca, y todo lo toca. Me explico. La vida anecdótica no cesa de pasar, de transcurrir, pero no todos vemos la misma película ni leemos el mismo libro ni caminamos el mismo parque ni tocamos la misma piel. El río paralelo que se revela en los poemas de esta bandada, agrupada por José María Muñoz Quirós, nombra aquello, precisamente, que no tiene expresión, aquello que vivimos y sufrimos, pero que el silencio social nos arrebata. Ante este despojo, el lenguaje del poeta da la cara y asistimos al registro de la sensación, de la repercusión de lo vivido. Así me parece que sufrimos la lectura de estos poemas, huellas de vida que resuenan en las consecuencias del acto vivido. Locuaces gorriones es una crónica del día a día desde el espacio de la ebullición del sedentario. Nos movemos, pero la conciencia de ello se da en el tiempo detenido cuando se saborea la luz y el silencio; y el silencio puede descansar en la cresta del bullicio, y la luz surge de los brazos de la ausencia, en esa tremenda luz que nos despoja de todo artificio, de todo engaño para permitirnos el paso a la contemplación.
II
Ibas
hacia donde no llega
ningún camino.
Rafael Cadenas
Y ya entonces aquí, en este sólido y a la vez vaporoso estado; de tan sólido que se toca con las manos, de tan vaporoso que se vive como ofrenda: el espejo, el reflejo impecable e implacable al que, en algún momento de nuestra vida, asistimos. Se trata y, a la vez, no se trata, del oráculo, del recodo del camino donde la esfinge nos sale al paso, del altar en el templo, del templo de vida que es nuestro cuerpo. Llega ese grave y tenso momento donde lo vivido va sumando el cúmulo de la experiencia y la noche, con toda su luz, nos revela el entorno; cuando los densos manchones de oscuridad horadan el día y la pausa se convierte en arco, en cuerda que impulsa la flecha que habrá de atravesar todas las capas del escudo. Nos hemos bañado en esas aguas calmas del temblor, de lo padecido y gozado. Pero la superficie no basta, no basta llegar a la otra orilla, no basta acompañar a Pasternak, en Nostalgia, de Tarkovsky, con su vela encendida. No es Pasternak, es cierto, pero sí es ese momento en que debemos cruzar el Aqueronte en vida. No hay un después, sólo un durante. Entonces, ante lo inevitable, José María Muñoz Quirós, en Inalterable luz (Vaso Roto), escribe:
La fría historia,
la que deshoja el fruto desnudo,
la que desata la dureza del hambre en sus contornos de metal.
La oscura voz de los vencidos en el descenso del deshielo
del insensible espacio de la muerte.
La fría madrugada donde nos da la mano el desaliento.
El frío, siempre el frío.
La presencia de la muerte está ahí subrayando la potencia de la vida. Seferis escribió que el tema de la Comedia, de Dante, no era la muerte, sino la demasiada vida. En Inalterable luz, José María Muñoz Quirós, toma la estafeta y canta y celebra a la vida desde la dura conciencia de la muerte, de lo efímero, de lo que pasa y, tercamente permanece, como cantara Quevedo. Ya no se trata de tocar la superficie, de verse reflejado en las calmas aguas. Ahora la urgencia es otra, el peso de lo vivido nos clava y sumerge. El entorno se multiplica. El beso sigue siendo el beso, pero después de lo vivido ya es otro. Y saberlo, constatarlo, nos hace multiplicar los caminos, aquellos senderos que se desdoblan y nos llevan y nos traen, y siendo los mismos ya somos otros, y el mundo, donde posamos los ojos nos devuelve el duro testimonio del recuerdo, y el recuerdo es esa capacidad tremenda de leernos sin los otros entre los otros. Leemos:
La dura voz
del desaliento.
El dominio vacío. Tú
en sus signos cerrados
sobre un campo desnudo.
Tú cayéndote
al fondo sinuoso donde el tiempo
toca un fondo de nieve.
Lo demás es lo blanco, el canto del poeta, el sonido de lo que no tiene sonido, pero que todos los espectadores del teatro Kabuki, cuando lo escuchan, saben que la nieve está pronta a caer sobre lo yermo de la tierra.
AQ