Cuestionado respecto a cuál libro consideraba olvidado o insuficientemente atendido por la crítica, Borges respondió que era “toda la obra de Conrad”, y añadió: “No diré que ha sido olvidada, ya que ha sido traducida a todas las lenguas, pero creo que no ha sido justipreciada. Se lo lee en función del mar y de la aventura. En él hay tantas otras cosas. Hay el sentido del honor, las variedades del alma humana, el destino, el amor y la soledad. Es acaso el único novelista que hereda las virtudes de la epopeya, madre de la novela”.
Sucinto juicio que, además de enunciar las virtudes de Joseph Conrad (1857-1924), resume una situación familiar a toda ponderación tras su muerte. No es precisamente una simple falta de aprecio porque, como señalaba Borges en esa entrevista de 1979 publicada en La Prensa, ha sido traducido a infinidad de lenguas y sus obras continúan siendo leídas y citadas, lo que atestigua una vigencia de la que pocos de sus contemporáneos podrían presumir. En su caso, se trata de algo más, tan escurridizo y difícil de cifrar como los acontecimientos que sustentan la trama de sus novelas.
Cuando su centenario luctuoso se avizora como la franja de tierra que vislumbran los gavieros, se diría que esta reserva crítica continúa. Como esos navíos precedidos por uno más vistoso y rimbombante, para el cual el muelle se ha ataviado con flores, enseñas y fanfarrias, la efeméride conradiana llega después del centenario de la muerte de Franz Kafka, que pareció concentrar la mayor parte de la atención de la prensa cultural. Nada de esto es sorprendente. Aun cuando desde sus primeras novelas mereció encomios, incluso llenos de admiración, todavía en vida, cuando el anciano novelista era ya una figura establecida dentro del panteón inglés, afloraron los reparos y los elogios aviesos. Poco antes de su muerte, dos importantes figuras de la nueva sensibilidad lo menospreciaron. Leonard Woolf y E. M. Forster coincidieron en el juicio de que “no tenía nada que decir” (Forster) o que sus creaciones eran un fruto hueco (Woolf). Ciertamente, a partir de la década de 1940 se asentó como un maestro indudable de la novela moderna; un adelantado, en la connotación de los exploradores renacentistas, de la transformación de la forma novelesca como igualmente pionero de temas cuya trascendencia solo se reconocería décadas después.
Para celebrar su centenario y valorarlo como merece, cabría exponer argumentos para configurarlo como uno de los titanes del siglo XX. Si pensamos en vanguardia y en transformación formal, su nombre no está entre los primeros, pese a que, más allá de su lugar dentro del canon occidental por la crítica académica anglosajona —de Edward Garnett a Edward W. Said, de F. R. Leavis a Terry Eagleton—, ha sido una presencia constante en las letras hispanoamericanas, y sin duda más influyente y decisivo que el propio William Faulkner, Joyce o Scott Fitzgerald. Detrás de La vorágine de José Eustasio Rivera —publicada el año de la muerte de Conrad—, de Alejo Carpentier (Los pasos perdidos), de Mario Vargas Llosa, de Álvaro Mutis, de Sergio Pitol, de Ricardo Piglia…, y de un gran número de autores cuya enumeración sería prolija y cansina, se advierte la pequeña, pero imponente, figura de este viejo marino, cuyas maneras principescas delataban la nobleza de su carácter. Esta prosapia hispanoamericana, esta alta estima por algunos de nuestros mejores escritores, me parece una mejor muestra de su grandeza que todos los estudios críticos y tomos académicos. Bien pudo F. R. Leavis afirmar que era uno de los más grandes escritores de lengua inglesa o de cualquier lengua porque su elogio, por sentencioso y majestuoso que fuera, no puede opacar la modesta ponderación que hizo Borges, más convincente y consagratoria: “yo diría que para mí, el novelista —aunque no haya ninguna razón para elegir uno, habiendo muchos— sería Joseph Conrad”.
La primera de las razones para izar las velas a fin de que el navío que es su obra cobre nuevo impulso en el curso del siglo posterior a su muerte es su aportación formal, la cual fue también la primera de las razones por la que sus contemporáneos reconocieron su singularidad. Su gran amigo y mentor, Ford Madox Ford, escribió:
Conrad vino a Inglaterra, un isabelino con una prosa que continuamente producía efectos polifónicos de órgano… y Conrad es el poeta más importante de hoy en día porque, más que ningún otro escritor, ha percibido que la poesía consiste en la representación exacta de los acontecimientos concretos y materiales en las vidas de los hombres. Es evidente que, como cualquier otro escritor, tiene el secreto anhelo de producir, en algún momento u otro, una escritura abstracta, una escritura que debe estar desprovista de significación material, como una fuga de Bach lo está de un programa, y que aun así debe tener la belleza del sonido puro.
En el prólogo de la versión castellana de El espejo del mar —en la excelente traducción de Javier Marías, conradiano confeso—, Juan Benet —otro conradiano— proclamó que era esta una obra escrita “con una prosa exacta, acabada, perfectamente trabajada, ensamblada y estanca como los cascos de los buques que describía”. Pese a que tanto Conrad como Ford Madox Ford buscaron transformar la prosa inglesa gracias a una admitida admiración por Guy de Maupassant y Gustave Flaubert, herederos de la angustia por la frase exacta, la palabra justa, que sería el gran legado de Flaubert no únicamente a la novela sino a la escritura misma, el legado formal de Conrad estriba actualmente menos en la elegancia y verberación de las sensaciones que en el legado del cuestionamiento de la forma narrativa. Hemos pasado del aprecio a la virtud del estilo al aprecio por el distanciamiento con respecto a los hechos. Un movimiento —diríase— de cámara. Mientras aquel implicaba acercarse al plano de la manifestación, el segundo mueve a alejarse, como si observar detenidamente un suceso solo contribuyera a desenfocarlo, a volverlo irreal. Sin estas lecciones y elecciones de focalización, tanto en el uso del punto de vista —que aprendió de Henry James— como de la refracción y distanciamiento narrativos —un aporte exclusivo de Conrad—, otros habrían sido los derroteros de la novela —o incluso la ficción— posmoderna. Si sus contemporáneos, a medida que avanzaba el siglo, lo consideraron obsoleto es porque consideraban la revolución formal como la imposibilidad de narrar unitariamente, con la parodia y el fragmento como la única alternativa para escapar al laberinto. Aquellos que vinieron después —e incluso antes: sin la obra de Conrad no existirían los antihéroes de Fitzgerald ni su obra cumbre, El gran Gatsby— apreciaron, por el contrario, en esa dificultad para enfocar los acontecimientos, para precisar una explicación o una verdad, una virtud. Este exiliado, un hombre capaz de leer una ruta en las estrellas, había encontrado la técnica adecuada para enunciar la relatividad del conocimiento. La novela dejó de ser un doble especular, un cosmos particular, para convertirse en el espejo empañado por la niebla y azogado por tal cantidad de reflejos que no es posible conocer realmente los hechos. Por estos narradores poco fiables, por esta proliferación de miradas y de voces narrativas que convierten al relato en un eco de otro, en un distanciamiento de muñecas rusas y construcciones en abismo, Conrad continúa siendo uno de los maestros del arte de la narración, al menos para aquellos cuya ambición trasciende el aprendizaje de una artesanía sin mérito.
Esta consideración de la importancia que poseen las herramientas y estrategias narrativas —que para el crítico Lubbock constituirían el problema del método de la novela— se complementa con la actualidad de la temática, o más que ello, de la cosmovisión que articula el corpus conradiano. Desde sus primeras novelas, como El negro del Narcissus, patentizó su desconfianza en los valores metafísicos, en la fe en la razón. Atrapado en sus íntimas contradicciones, este escritor, el último de los románticos y el primero de los modernos, al tiempo que trazaba figuras heroicas, configuraba individuos despreciables, cuyas ideas, dimanadas de la Ilustración, incubaban nociones destructivas, como Donkin, el marinero cockney que a su pereza y malevolencia añade la agitación política. Este motivo, que se insinúa en esa novela, alcanzará su mayor despliegue en Corazón de las tinieblas, no casualmente considerada la mejor de las obras de Conrad, aun cuando este juicio amerite al menos escepticismo —al menos para mí, que prefiero Lord Jim—. El nihilismo con el que podemos asociar el legado del escritor oriundo de Berdichev, hoy Ucrania —un nihilismo nacido no de un cuestionamiento radical a los valores ilustrados, como el que sostiene Nietzsche, sino cimentado en una visión conservadora, reaccionaria y antimoderna—, refulge con su luz negra en esa equiparación del progreso con la barbarie, de la razón con el salvajismo, y finalmente del descubrimiento –de nuevo, mérito todo del novelista— de que los extremos se tocan y de que el idealista Kurtz entraña ya al mismo individuo enajenado que propicia su ruina al entregarse a la barbarie; una descomposición moral que presagia el gran mal del siglo XX, como bien lo vio Hannah Arendt en su obra seminal Los orígenes del totalitarismo. En esa compañía comercial anónima, devoradora, codiciosa y totalitaria para la que trabaja Marlow, el narrador, se encuentran asimismo las semillas de la burocracia, indiferente a la dignidad humana, que exploraría Kafka.
Si las repercusiones de ese relato dantesco –las alusiones mitológicas e intertextuales no son veladas– plantean una temprana denuncia de la expoliación colonialista y desnudan los ideales ilustrados –principio del pensamiento de la posmodernidad, como el punto de vista narrativo y la estructura de narradores anidados–, temáticamente, el problema del mal y de la irracionalidad de la creación más extrema del orden civilizatorio, la burocracia, apunta ya a una desconfianza de la razón y de sus frutos. No solo se tocan el progreso y la barbarie, sino también los opuestos ideológicos: lección de El agente secreto tanto como de Bajo la mirada de Occidente. Como en la saga de Batman, no hay sujetos puros, y así como el Hombre Murciélago comparte mucha de la sicopatía de sus grandes enemigos, en los antagonistas de Conrad hay elementos comunes que los convierten en encarnaciones de una misma obsesión, con lo cual nos enfrentamos a ese relativismo ético que caracterizará la obra de Patricia Highsmith, o, entre nosotros, a Sergio Pitol, y mucho antes al Borges del “Tema del traidor y del héroe”. Por si fuera poco, en esas obras se intuye la bárbara racionalidad que sustenta las doctrinas terroristas por lo que no es sorprendente que Michael Ignatieff, en su estudio El mal menor, ponderara la manera visionaria en que Conrad advirtió cómo detrás de esas supuestas acciones encaminadas a la liberación se ocultan el resentimiento y la envidia, la codicia y la sevicia, el entusiasmo criminal por la violencia.
Nos representamos a Conrad de pie ante una carta de navegación sujeta con tachuelas sobre una mesita de torneadas patas y con el lápiz enhiesto para clavar con una puntillosa cruz la ubicación de la travesía en medio de los polígonos que indican las corrientes, los abismos. Estampa acaso bañada por la luz amarilla de una linterna sorda amarrada a un puntal de cubierta abriendo apenas un hueco en la espesa negrura. Incluso podríamos percibir el olor salobre, a yodo, del insondable océano nocturno y el embriagador aroma del tabaco que el marino de guardia exhala mientras su mirada escudriña ese otro océano sobre su cabeza. Tanto nos complace esta viñeta que hemos relegado las varias facetas de Conrad. Como héroe de la expresión, como un auténtico campeón de la búsqueda de lo inefable a través de un estilo cuya precisión es difusa; como moralista que refiere el fracaso de las ilusiones de los hombres y de la fragilidad de nuestro abrigo ético cuando se prueba contra la furia de los elementos y la vida silvestre, feraz. En este centenario, es hora de corregir la injusticia y saludar su arribo al siglo XXI con un reconocimiento a su inconmensurable grandeza.
AQ