Con una obra exigua pero verdaderamente notable que se reduce a dos novelas, un libro de memorias y un largometraje, la escritora y cineasta australiana Julia Leigh (1970) ha cosechado el aplauso de colegas de la talla del historiador británico Simon Schama, quien llegó a calificarla como una de las más grandes autoras vivas. Me sumo al entusiasmo: Leigh es, por mucho, uno de los talentos más interesantes en el panorama actual de la literatura en lengua inglesa. No olvidaré la grata impresión que me causó la lectura de The Hunter (1999), su espectral debut novelístico, que sigue las andanzas de un hipotético naturalista dispuesto a cazar el último tigre de Tasmania y que fue llevado al cine por Daniel Nettheim en una digna adaptación encabezada por Willem Dafoe. Desde que leí ese libro no he dejado de recomendarlo, así como tampoco he dejado de estar pendiente de la carrera de la autora, que en 2011 se estrenó como directora con Sleeping Beauty, una cinta inquietante y misteriosa protagonizada por la hermosa Emily Browning que explora un submundo de deseos prohibidos similar al que aparece en La casa de las bellas durmientes (1961), el clásico erótico de Yasunari Kawabata que Leigh admite como influencia esencial junto con Memoria de mis putas tristes (2004) de Gabriel García Márquez.
Brillante y perturbadora novela corta que debe no poco a ciertas estrategias narrativas de Henry James, empezando por Otra vuelta de tuerca (1898), Disquiet (2008), el segundo libro de Julia Leigh, acude a una voz en tercera persona sumamente nerviosa, sumamente desasosegada para estar a tono con el título, que refiere la historia de Olivia, una mujer que abandona Australia huyendo de una relación no sólo tóxica sino violenta —tiene el brazo derecho fracturado y el cuerpo convertido en un sembradío de magulladuras— en compañía de sus hijos Andy y Lucy y que busca refugio en el hogar materno, una finca señorial localizada en un rincón de la Francia rural que cumple a la perfección con el perfil de los ámbitos patentados por la literatura gótica. A ese sitio pródigo en estancias habitadas solo por muebles fantasmales y cargado de una suerte de electricidad ominosa que eriza el vello de la nuca llegan también Marcus, el hermano de Olivia, y Sophie, la esposa de este, quien se niega a desprenderse del cadáver de su hija Alice, transformada en “el bulto” al cabo de morir estrangulada por el cordón umbilical durante el parto. Con estos personajes descolocados, arrojados por sus circunstancias de vida a una deriva psíquica que se dibuja en viñetas iluminadas por una luz que remite a un crepúsculo intermitente o a un mediodía neblinoso, Leigh urde una indagación sobre el duelo mal asumido, los acertijos de la niñez y las grietas de la maternidad que resulta aún más escalofriante y poderosa por la contención lírica del lenguaje que la relata pero sobre todo por la mirada oblicua que el narrador arroja sobre los hechos que nos invita a observar. Con apenas un centenar de páginas Disquiet es no obstante una enorme lección de escritura, una nueva evidencia de que el acto de contar también implica saber callar.
Leigh publicó su tercer libro, el último que ha dado hasta ahora a la imprenta, en 2016, es decir ocho años después de Disquiet: prueba fidedigna de que nos encontramos ante una autora que no sucumbe al vértigo editorial. Avalanche: A Love Story tiene a Leigh adentrándose con fortuna en el terreno de la no ficción para crear un testimonio duro, generoso y sobre todo intensamente honesto sobre el proceso de fecundación in vitro (IVF por sus siglas en inglés) al que se sometió entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años después de separarse del hombre con quien había planeado fundar una familia. Minuciosa e implacable no solo con las múltiples aristas del procedimiento sino, lo que es aún más loable, consigo misma y con los temores y esperanzas que fue abrigando a lo largo de un trayecto cada vez más arduo, Julia Leigh entrega el estudio descarnado de la maternidad frustrada y sometida a los designios de una ciencia que no puede garantizar la dicha y la seguridad de las mujeres que anhelan concebir en la edad madura. Conmovedor y desolador por partes iguales, Avalanche: A Love Story es un grito sofocado que evidencia la paradoja de la vida que se niega a germinar en quien quiere darla por encima de todas las cosas. Un libro que derrocha un valor luminoso y triunfal contra viento y marea y que en México halla eco en In vitro (2021) de Isabel Zapata, otra muestra encomiable de arrojo humano y literario.
Conocí al escritor español Jon Bilbao (1972) gracias a su tercer volumen de relatos, que leí celebrando que, en un momento en que el mercado editorial procura centrar la mirada del consumidor de literatura en la sobreproducción de novelas con una miopía que se torna cada vez más alarmante, haya voces así de afinadas y potentes que se decanten por la práctica del cuento, un género que podría tener un auge insospechado ahora que la atención humana se dispersa en inagotables direcciones y por ende parecería privilegiar la brevedad. Integrada por ocho textos que representan otras tantas lecciones guiadas por un pulso estético en el que se advierte la huella de la gran narrativa anglosajona, Estrómboli (2016) es una de las colecciones cuentísticas en lengua castellana que más he disfrutado en los últimos años. Este elogio no es una hipérbole sino el reconocimiento sincero de un ingenio escritural que hace pensar tanto en James Joyce —los finales abiertos y aun abismales patentados en Dublineses— como en J.D. Salinger —la intranquilidad psíquica gestada en atmósferas de calma aparente— y Raymond Carver —la cotidianidad que se fractura para dar cuenta de las grietas que la conforman—, influencias que se han digerido con sagacidad para engendrar un universo propio en el que campean la agilidad en deuda con ciertas técnicas cinematográficas, la dosificación casi nabokoviana de información y la minuciosidad en los detalles que se acumulan para generar una sensación de irrealidad en medio de atmósferas realistas. Si la pasión por la ficción estadunidense se hace patente en “Crónica distanciada de mi último verano” y “Siempre hay algo peor” —una de mis piezas favoritas—, la tragedia se materializa en “El peso de tu hijo en oro” —estremecedor como pocos cuentos contemporáneos—, mientras que el horror asoma en “Una boda en invierno” para luego manifestarse en todo su macabro esplendor en “Avicularia avicularia”, por mucho la joya más oscura del libro, donde se revela en clave la aracnofobia que padece el propio autor. El relato que titula y cierra el volumen, por su lado, es un retrato exacto de las fisuras amorosas que se enmarca en un paisaje cuya belleza siciliana oculta una amenaza ancestral: “En ningún momento imaginarían la existencia, a tres kilómetros de profundidad, de la cámara magmática del volcán, un espacio donde la catedral de Notre Dame ofrecería el mismo aspecto que una burda construcción de bloques de madera en la habitación de un niño […] El volcán era siempre preciso. Aliviaba su presión, indiferente a las fotografías de los excursionistas y las exclamaciones de asombro y toda aquella cháchara”.
El silencio y los crujidos. Tríptico de la soledad (2018) es el segundo libro de Jon Bilbao que he leído con admiración y que a mi juicio lo confirma como uno de los escritores más estimulantes del actual panorama literario en nuestra lengua. Y voy más allá: El silencio y los crujidos es una de las obras narrativas de mayor calado y originalidad con que me he topado en años recientes dentro de la literatura española, tan reacia a veces a desmarcarse del realismo estricto que la ciñe —y aun cabría decir que la asfixia— desde hace tiempo. Con una libertad radical que festejo máxime porque es ejercida con un poderío prosístico que se aparta de las modas editoriales al uso, Bilbao se entrega a la tarea de examinar la experiencia del aislamiento extremo desde tres relatos largos o novelas cortas que representan otras tantas perspectivas existenciales planteadas desde sendos puestos de observación que implican una suerte de visión aérea sobre el ajetreo terrenal: una columna erigida en una hondonada cercana a la Constantinopla de Constantino I donde un estilita busca aislarse de las tentaciones mundanas, un tepuy alzado en el corazón de la selva amazónica venezolana donde un biólogo establece una peculiar simbiosis con una anaconda gigantesca a finales de los años sesenta y una torre construida en la isla de Menorca donde se recluye un misterioso magnate tecnológico que en un futuro no muy distante da un giro siniestro a la sexualidad humana mediante el hallazgo de una nueva vertiente pornográfica. Los tres textos de El silencio y los crujidos, geniales e infalibles, han sido diseñados como cámaras de resonancia a través de las que se expande una idea central (“Cada solitario es un enigma”) y donde los nombres de Juan y Una se repiten para aludir a dos personajes principales que podrían ser los mismos en distintas reencarnaciones y situaciones: una estrategia que coloca a Jon Bilbao por encima de los narradores de su generación, en un nivel de maestría que mueve a la fascinación permanente. Esta fascinación se refrenda merced a la mezcla explosiva con que el autor hace saltar por los aires la autoficción y algunos de los géneros mal llamados menores —la ciencia ficción, el western— en Basilisco (2020), Los extraños (2021) y Araña (2023), sus títulos más recientes, que componen otro tríptico ambicioso que amerita y necesita su propio espacio para ser analizado. Baste decir por ahora que, al igual que Disquiet de Julia Leigh, Los extraños es una muestra depurada de novela corta que además constituye todo un ejercicio de ruptura cotidiana: Jon Bilbao acude al tópico de los visitantes que trastocan la domesticidad para darle una jamesiana vuelta de tuerca con ayuda de una atinada fusión de paranoia alienígena y terror insidioso. La inquietud que anima Los extraños es fruto de una escritura peligrosa, dispuesta siempre a aceptar y proponer riesgos, que se asemeja a un cuchillo recién afilado: “La creación literaria, tal y como yo la entiendo, es un continuo proceso de búsqueda: nunca te tienes que detener, nunca aprendes lo suficiente. A mí me gustan los autores que te sorprenden con cada libro”. Que no haya duda: Jon Bilbao es uno de esos autores.
AQ