Julian Barnes dio una pincelada del gran inconveniente de sobrevivir al fin del mundo: la mente puede amotinarse y desarmar la psique pieza por pieza y revolver su contenido. El asunto no es tan grave, si consideramos que ese aparato tan complejo se puede volver a ensamblar, el gran problema radica en que el armado sea incorrecto y los tornillos se coloquen en orificios inexactos y conecten partes incompatibles, o de plano, que compongan un dispositivo diferente.
En “La superviviente”, uno de los mejores relatos de Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Barnes cuenta la historia de Kath Ferris, la única chica que sobrevive al Apocalipsis, bueno, eso es lo que ella cree, porque aislada en una barca a la deriva, no sabe a ciencia cierta qué pasó con esa gente que ignoraba la dimensión de la tragedia: tarde o temprano, el desastre nuclear ocurrido en Rusia iba a alcanzarla, pues como la polvareda de un derrumbe o la expansión de un bicho en los barcos y los aviones o los trenes, el mal era irremediable.
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Kath Ferris es (o fue) una mujer sumisa, maltratada. En la infancia padeció el hostigamiento, en el presente vive con un hombre que la ultraja. Cuando se entera del accidente ruso, decide abandonarlo todo y ponerse a salvo acompañada de Paul y Linda (dos gatos que quizá bautizó con esos nombres en honor a los McCartney), ya que intuye que el peligro estriba en el exceso de radiación en la carne de los renos y los visones, una amenaza invisible e impalpable pero inclemente y deletérea.
La travesía resulta una pesadilla permanente. Entre el sueño y la vigilia, Kath Ferris naufraga en la memoria. Intenta, sin conseguirlo, ajustar cuentas con sus adversarios (y vaya que son muchos: todos los hombres, por ejemplo); trata de comprender a los otros y de entenderse a sí misma, reivindicar el sentido de la vida y el propósito de estar en tierra firme, y sobre todo, se esfuerza en esclarecer los atributos del superviviente: ¿perduran los más fuertes, los “más aptos”, o vencen los que creen? Quizá los aprensivos sean los únicos capaces de superar a la hecatombe. Sin embargo, eso Kath nunca lo va a saber, porque al desembarcar en una pequeña isla, el único signo de esperanza no son la arena ni los matorrales ni las escasas palmeras de su lastimero asilo, sino los cinco gatitos que parió Linda.
Cuando se espera el fin del mundo, la nostalgia recurrente no es la de los tiempos felices ni la de los sitios más hermosos o la de los encuentros entrañables, sino, curiosamente, la del territorio en que nuestra existencia transcurrió cuando la abandonamos, aunque ese espacio sea sucio, defectuoso, hostil.
Para la mente apocalíptica, no hay nada mejor que lo peor. La sola idea de que, una vez culminada la catástrofe, su oscuro recuerdo renueve al planeta y lo haga más cordial, saludable y bondadoso no sólo es patética como un final feliz sino que resulta repugnante. Quizá es por eso que en sus constantes, odiosas pesadillas, Kath Ferris departe únicamente con hombres necios, anhela armas, percibe un veneno en toda la piel y llega, incluso, a considerar que “el futuro estaba en el pasado”.
El encierro, aun entre cuatro paredes, es como una barca a la deriva. La mente puede insubordinarse y desbaratar la psique pieza por pieza y revolver su contenido, aunque existe la posibilidad de volverla a construir. El riesgo estriba en dejarla contrahecha o en ensamblar otro armatoste, pues por desgracia, ese valioso componente carece de instructivo. No sé por qué, pero últimamente no dejo de pensar en Kath Ferris.
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