La bohemia ausente

Memoria

Entrañable retrato de una generación de periodistas, poetas y narradores que reinventaron a la Ciudad de México.

De izquierda a derecha: Víctor M. Navarro, Pepe Buil, Conde Ortega, Emiliano Pérez Cruz, Ignacio Trejo Fuentes. (Cortesía: Víctor M. Navarro)
Vicente Francisco Torres
Ciudad de México /

El 5 de noviembre pasado, cuando apenas se dispersaba la fragancia del incienso y el aroma de la flor de cempasúchil que enmarcaran las fiestas de los fieles difuntos mexicanos, supe que José Francisco Conde Ortega había muerto, derrotado por largas enfermedades que nunca pudieron apartarlo de la vida plena, llena de vino, tabaco y mujeres hermosas.

Su muerte me produjo un gran impacto porque habíamos sido condiscípulos en el primer año de la carrera en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Lo recordé junto a Agustín Ramos, Carlos Chimal, Jaime Avilés, Ethel Krauze, Mario Calderón, Héctor Carreto... Todos superando apenas los 20 años de edad. Vicente Quirarte lucía tremenda melena afro y Luis Zapata era un adonis, tal como aparece en la contraportada de la primera edición de El vampiro de la colonia Roma.

A unos metros de nuestra Facultad, junto a las Islas —un pequeño bosque que ofrecía refugio a los muchachos que fumaban mariguana o “tenían ron y unas cocas inmensas”, como escribiera Alfredo Giles Díaz—, en la Facultad de Ciencias Políticas, estudiaban Pepe Buil, Arturo Trejo Villafuerte, Rafael Vargas, Emiliano Pérez Cruz, René Aguilar, Ignacio Trejo Fuentes

Después de cuatro años, salimos a ganarnos la vida como pudimos pero el periodismo, y Huberto Batis, se encargaron de reunirnos. La gran mayoría fuimos llegando al suplemento sábado y allí nos hicimos amigos. En la redacción, en donde todavía vimos a Batis junto a Fernando Benítez, conocimos a escritores brillantes como Eduardo García Aguilar. Los bares, el periodismo y la literatura fueron enredando todavía más nuestras vidas.

El día 5, después de dar mis clases virtuales, salí a buscar comida. Mal que bien, comí y estiré un poco las piernas. Al regresar a mi casa tuve la entereza de llamar a la esposa de Conde para decir que le mandaba un abrazo por la partida de mi colega, quien había fallecido el día 1 de noviembre. Habíamos sido condiscípulos en la Facultad, nos encontramos en sábado, en los bares, en las tertulias y convivimos durante 32 años en la UAM Azcapotzalco. Con la vista prácticamente perdida por la diabetes y otros achaques de la edad, decidió jubilarse para no hacer el penoso viaje, acompañado por un bastón, desde Ciudad Nezahualcóyotl hasta Azcapotzalco.

Ese 5 de noviembre encendí la computadora, miré mi correo electrónico y allí estaba la ya esperada noticia: después de tres semanas intubado, había muerto, un día antes, Sandro Cohen, otro poeta, otro compañero de la UAM Azcapotzalco. Un mundo de recuerdos se precipitó en mi cabeza y recordé a otro de mis colegas de Azcapotzalco, que había muerto en silencio, hace dos años, sin aspavientos, apartado de todos, fulminado por el cáncer: Miguel Ángel Flores. Fue un gran poeta y excelente traductor del portugués; tan bueno como Francisco Cervantes pero un encono inexplicable hacía que no se toleraran. Vino el recuerdo de Arturo Trejo Villafuerte, derrotado por un infarto en tiempos de coronavirus, en mayo de 2020. Él también trabajó en la UAM Azcapotzalco y fue un poeta dionisiaco que nos regaló un libro entrañable: Mester de hotelería.

Aparté los recuerdos escombrando un poco mi mesa de trabajo y empecé a leer el periódico. La muerte no quería soltarme porque, desde las páginas culturales del diario, como una araña que brinca y se agarra del rostro, vino otra noticia funesta: el mismo día que Sandro Cohen, pero por una enfermedad cardiaca y respiratoria, acababa de morir otro de mis condiscípulos: Luis Zapata. Él formó parte de un grupo de escritores que publicó libros capitales en 1979. El vampiro de la colonia Roma salió ese año, lo mismo que Los viernes de Lautaro, de Jesús Gardea, Violeta-Perú, de Luis Arturo Ramos, Delirium tremens, de Ignacio Solares, y Al cielo por asalto, de Agustín Ramos.

Un grupo de escritores y periodistas heredamos la tertulia y la vida bohemia de los modernistas mexicanos del siglo XIX. Ignacio Trejo Fuentes fue el alma de muchas noches de ronda. En la década de 1980 asistíamos a una cantina pomposamente bautizada como el Montmartre, a la salida de un sórdido callejón que empezaba en la calle de Dolores y desembocaba en la calle de López. Francisco Cervantes disertaba y Severino Salazar nos hacía reír como locos. Llegaban Jorge Esquinca, Rolando Rosas Galicia, Conde, Arturo Trejo y Víctor Navarro, dueño de terribles carcajadas que hicieron a un parroquiano acercarse y ofrecernos una botella con tal de que Víctor se callara.

Cerraron el tal Montmartre y la tertulia mudó a la Mariscala, enfrente del Teatro Blanquita, pero tuvo corta vida. De allí nos fuimos a la calle de Gante, a la Cucaracha, que luego cambió su nombre por el de El Lobo Estepario.

Fui a pasar un año sabático a Guanajuato y regresé con un infarto. Para entonces la tertulia ya tenía lugar en el Salón Palacio, en la esquina de Ignacio Mariscal y Rosales. Allí hubo nuevos contertulios como José de la Colina, Jorge López Páez, Gonzalo Martré, Raúl Rodríguez Cetina, Ernesto Márquez y Javier García Galiano. Se unió también el pintor Guillermo Sculli quien, la noche que volví a presentarme, con muchas reservas para beber siquiera una copa de vino por el infarto de hacía meses, me estuvo cargando calor. Tanto que fui el centro de las carcajadas y dejé de ir. Un par de semanas después me llamó Nacho Trejo y dijo: “sólo llamo para decirte que a Sculli le dio un infarto. Pero él sí se murió”.

Cuando Trejo Villafuerte falleció, Conde escribió su obituario y destacó que a Arturo únicamente le importaba su obra; nunca buscó la gloria, el dinero, el poder o la fama.

Las mismas palabras pueden decirse de Conde.

La memoria sigue volando agarrada de la calaca y llega hasta los días de la sensatez, antes del coronavirus, cuando sólo tomábamos las tres de rigor en La Potosina o La Peninsular, en La Merced. O en La Reforma, de Dolores y Ayuntamiento. Allí coincidimos con Víctor Roura, Emiliano Pérez Cruz, Felipe Sánchez Reyes y Armando Ramírez. Luego nos encaminábamos hasta la calle de Regina, a beber café en el Jekemir.

AQ | ÁSS

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