José Agustín Ramírez
En la obra de mi jefe, es reconocida su faceta como amante de la música, con especial énfasis en el rocanrol. Durante la infancia, nos fue criando y forjando al ritmo de sus piezas favoritas, sus exploraciones y experimentaciones, múltiples descubrimientos musicales, todos con un brillo singular: eran hechizos nocturnos o solares en la colección de álbumes clásicos y perdidos en ésta, la Casa que Canta, el hogar de mi padre, el gran escritor, don José Agustín. Y estos recuerdos son parte de un mapa cartográfico de armonías, letras y ritmos que, de la mano de mi jefe, me han forjado. Es la geografía de las ondas sonoras, que se han abierto paso en los laberintos de las arterias hasta el cerebro, transformándonos para siempre. Estas melodías guían el espíritu de mi padre y nuestra hermandad, hoy tan menguante, como mi capitán en esta nave de locos, tan familiar.
De vuelta en el puerto, zarpamos hacia un viaje en el tiempo y el espacio, de manera alfabética, pues mi papá siempre fue obsesivo con el lenguaje —tenía todos sus libros, acetatos, casetes, videos, dvd’s y discos compactos en riguroso orden alfabético, o temático, o por países, pero nada escapaba a su ordenamiento. Se podría decir que tenía una faceta de bibliotecario obsesivo compulsivo—. Era un ordenador multifacético, siempre abierto al tiempo y al mundo. Pero hoy partimos en la búsqueda de creaturas absurdas y monstruos misteriosos, en este océano de música antigua y casi desconocida para los oídos del hombre moderno. Algunas rolas favoritas del rock más bizarro de los sixties, en sus regiones más remotas, pobladas de personajes secundarios, retadores, viejos jipis y grandes perdedores, opacados por las grandes bandas, por todos bien conocidas.
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Algunas de estas agrupaciones eran bastante buenas y se convirtieron en las favoritas de mi jefe en su juventud más lisérgica, pero también durante los primeros años después de su accidente en Puebla, cuando revisitó todas estas bandas como si de viejos amigos se tratara, camaradas que no pueden dejar de encontrarse, al menos una vez, antes de realizar el viejo acto del desvanecimiento final. Quizá este gusto tan extravagante se manifestó en José Agustín simplemente porque era un amante de lo subterráneo; fueron las rolas de su juventud las que lo marcaron como artista. Las escuchaba constantemente, desde que yo era niño, y continuó oyéndolas a través de los años, conforme los medios electrónicos para escuchar música cambiaban al ritmo caprichoso de la tecnología sonora. Después de La Gran Caída, todavía le alcanzó la voluntad para ir hasta su estéreo, sacar los discos compactos favoritos de sus respectivos lugares alfabéticos para después oírlos en un festín pagano sin mayores expectativas místicas. Más tarde los volvía a guardar en sus respectivos lugares, pero esta vez yo estaba pendiente de qué habíamos escuchado, y de cuáles le gustaban más y por qué; comprendí que era mi última lección en la Escuela del Rocanrol. Ya solo la poesía y la música logran que mi padre se alegre otra vez, en su reclusión voluntaria en esta Casa del Eterno Atardecer. Hace ya mucho que no pone un disco, pero celebra que lo lleve a rocanrolear alrededor del reloj, y del mundo, todo sin salir de la casa de todos ustedes. Pero en sus buenos tiempos, jamás lo olvidaré, se lanzaba como un cazador intrépido, y, regresando de sus viajes, se retiraba la escafandra o el casco de astronauta y exhibía sus discos nuevos-viejos como trofeos de su pesca en aguas oscuras, cósmicas, abismales.
En la letra A, hace su aparición triunfal Eric Burdon and the Animals, de quienes mi jefe tiene todos sus discos. Sus primeros éxitos son muy populares y bien conocidos, como “La casa del Sol naciente”. Por cierto (flashback pacheco), yo siempre relacioné nuestra propia casa con esa versión de Los Animales sobre aquel viejo blues. En parte por lo solar de Cuautla, pero también porque la letra claramente advertía de no perderse, como quizá ya lo había hecho mi padre antes de mí, en cierta casa embrujada dentro de los laberintos de la mente, un prostíbulo astral, un templo maldito de la decadencia y la perdición, aderezada con violencia, drogas y sexo. Un lugar donde rostizar tu alma y perderla para siempre, La casa del Sol naciente… Poco después, Eric y sus Animales lanzaron su propuesta más arriesgada, posterior al consumo de alucinógenos, empeñados en recrear las atmósferas inducidas por los enteógenos, como muchas otras bandas pachukas de sus tiempos. Se trata del álbum The Twain Shall Meet (1968), del cual mi padre extrajo un par de rolas particularmente surrealistas: “Just the Thought” y la épica-fantasmagórica “We Love You, Lil”, que incluyó en una de sus antologías más audaces y tripeadas, donde trató de reunir sus piezas de mayor elevación y altitud lisérgica. Se trata de un audio casete al que no le escribió nada, ni un título ni el listado de canciones, como siempre lo hacía, con su letra manuscrita, tan pequeña, tratando de que fuera legible, cosa rara en él. Pero no esa vez. La cinta está forrada con papel bond: era La Cinta Blanca, según él, muy maestro zen, en honor a uno de los mejores discos de los Beatles: The White Album. Recientemente, la encontré entre sus viejos tesoros, y escucharla fue una inmersión en el pasado remoto, en mi infancia, que fue a la par el fin de la juventud y el inicio de la madurez de mi Páter. En esa Cinta Blanca hay muchas rolas de Pink Floyd, pero de las más recónditas, salidas del Ummagumma (1969), Atom Heart Mother (1970), Meddle (1971) y Obscured by Clouds (1972), intercaladas aquí y allá, como sueños recurrentes. Luego, una delirante de Ten Years After: “Standing at the Station”, que es como caer directo a las profundidades de la psique. Después, Steve Miller Band con su “In My First Mind”, otro trip súper viajado, que sobrevolaba planetas fantásticos. Le seguían los Fugs, con sus violines enloquecidos, luego Country Joe and the Fish y los futuristas Hawklords.
Hace poco se la puse en el tocacintas, para ver si aún recordaba las bandas que por allí desfilan, como en bazar de asombros. Mientras su rostro se encendía, comenzó a corear las canciones, como si su memoria estuviera aún en plenas funciones, respondiendo correctamente 80 por ciento, digamos, pero hay que tomar en cuenta que diseñó esa cinta, en primer lugar, para acompañar sus últimos viajes de LSD en Cuautla, cuando yo y mis hermanos éramos solo unos escuincles. La Cinta Blanca se escucha ya a punto de tronar, pronto será imposible reproducirla de nuevo, y sus advertencias contra el capitalismo irán menguando, mientras el mundo se despeña en el caos creado por esas políticas inhumanas. Pero aquellos viajes musicales me hundían en mi propio suministro de sustancias enervantes neuronales, propias de quienes amamos la música hasta los tuétanos, y que recorren el cerebro dejando surcos eléctricos de melodías nuevas, entrañables, pequeños fuegos inolvidables. Su magia abría senderos en mi mente, hasta entonces inexplorados, y expandía mis horizontes hacia los confines más exóticos y fantásticos del espíritu humano. Me desprendía de mi cuerpo escuchando esas canciones tan enigmáticas, con la simple presencia de mi padre disfrutándolas en silencio, fumando cigarros sin filtro, o quizá contándonos un cuento maravilloso, tal vez en su recámara, meditando en flor de loto, con un mandala coloreado por él mismo, o haciendo yoga mientras nosotros jugábamos, entrando y saliendo de la casa y hacia la noche, como luciérnagas intoxicadas con la luz y la oscuridad.