Hay ciudades que te reclaman como si hubiera algo de ellas en tu origen: te absorben por una larga temporada o imponen la residencia indefinida. Hay capitales que eligen a sus moradores, ciudades que rechazan y urbes que son indiferentes, les eres indiferente, pues da lo mismo haberlas recorrido, se disuelven en la espiral de la memoria enmarañada, esa que supone andanzas o moralejas en calles imprecisas o del todo inexistentes. También están esas otras ciudades, las que son como una amante que a pesar de su constancia te dejan la impresión de que no han recibido lo suficiente; ciudades a las que dejas, vuelves, abandonas y regresas, que cambian contigo, maduran y envejecen, mas el afecto no se altera.
K vivió esa última experiencia. La primera vez que llegó a París por una nebulosa invitación (el Ministerio de Asuntos Exteriores especulaba que Francia le ofrecía a K una breve estancia y para no desprestigiarse el régimen le permitió salir), supo que acababa de encontrarse con una amada generosa. La casualidad tejió una red fraterna y profesional que marcaría el resto de su vida, y sus calles y cafés lo abrigaron de inmediato, sobre todo los cafés, esos sitios que en Tirana fueron fundamentales para su aprendizaje sentimental e intelectual, aunque quizá nunca apreció tanto a ningún local de aquella especie como le sucedió con el Rostand, ubicado entre el quinto y el sexto distrito y cercano a los jardines de Luxemburgo, el sitio en el que K iba a pasar todas sus mañanas con los papeles desplegados en la mesa.
En el Rostand fraguó novelas, cartas, relatos sin acabar o que terminaron en un cajón, notas dispersas. En el Rostand compartió mesa, auténtica o metafóricamente, con algún amigo (Costa–Gavras), un personaje que admiraba (Julien Gracq) o con un amigo admirado con el que planeó una cita que nunca se llevó a cabo (Patrick Modiano). El Rostand era un punto cardinal perfecto desde el que miraba las oficinas de algunas de sus casas editoras: José Corti, Odile Jacob, Ediciones Flammarion y, además, era el café con el que André Gide tuvo una relación estrecha, debido a que sus padres vivían en los pisos superiores.
El alma de una ciudad es errabunda. Descansa en las callejas, se traslada de avenida en avenida o sube por los edificios. Suele pasar más tiempo en los bares, como la gente misma, quizá porque aprecia el aroma que desprenden los ensimismamientos o las conversaciones, no sé, estoy divagando más de lo debido porque el alma parisina, coincido con K, suele haraganear en los cafés: Les Deux Magots, donde escuchaba a Verlaine, Rimbaud y Mallarmé; La Closerie des Lilas, en el que miraba a Hemingway beber con extraños personajes, o ese Rostand que K usó como pretexto para evocar la ciudad en que vivió hilarantes o kafkianas aventuras: cuando solicitó un apartamento que administraba la Academia Francesa, se le ocurrió llevarle al funcionario dos obsequios: uno de sus libros y un revólver antiguo (¿sobra decir que el arma generó una enloquecida confusión?); cuando paseaba con Helena, su mujer, se detuvo a mirar un cartel de Macbeth en el Teatro del Odeón y casi se desmaya al leer su nombre como autor junto al de Shakespeare y Heiner Müller. No obstante, él mismo autorizó el montaje de su versión sobre el malhadado rey de Escocia, recordó después.
Hay ciudades que sospechan ser tu origen y ciudades que te adoptan o tal vez no, las llevamos desde siempre, porque como el propio K, Ismaíl Kadaré, explica en Las mañanas del café Rostand, “París, como tantas cosas de la vida, pertenecía a la categoría de aquellas que, antes de manifestarse, se hallan dentro de ti”.