La comedia magnética

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¿Hasta dónde nos puede conducir la escritura despojada de toda sujeción? Con estos textos, Jorge Esquinca arriesga algunas ideas.

'Bahia' y 'Lodola', de Francis Picabia. (Wikiart)
Jorge Esquinca
Ciudad de México /

¿De qué extraña zona de la imaginación surgieron estos textos? Lo cierto es que fueron emergiendo casi sin intervención de mi parte, en duermevela, fruto de un tenaz insomnio. Luego de haberlos redactado, se me ocurre que alguna relación podrían tener con aquellas “máquinas deseantes” que formularon Deleuze y Guattari en el primer capítulo de El Anti Edipo, un libro inescrutable para mí y al que solo me he asomado con cautela. Tal vez su propósito no sea otro que suscitar esa inmediata perplejidad a la que nos arroja el lenguaje cuando se le suelta la cadena de la lógica más elemental y se confía en “su poder de conexión hasta el infinito, en todos los sentidos y en todas las direcciones”, que encarnan las máquinas mencionadas. ¿Escritura automática? ¿Surrealismo? No necesariamente. Aunque, ahora que lo pienso, algunas imágenes me traigan reminiscencias de las bellas pinturas de Francis Picabia, y no precisamente de las máquinas que también diseñó. Un seguimiento al dictado de las palabras mismas, a su voluptuoso poderío, a sus misteriosos y muchas veces inconfesables designios.

A veces pienso en tu corazón como una boca que palpita. A veces pienso en tu corazón como un pie, duro al caminar. A veces tu corazón es una mano, un garfio, una gárgola. A veces tu corazón es tu clavícula o tu fémur, tu dedo índice, tu columna vertebral. A veces tu corazón es un himen, una fisura por donde entra o sale la oscuridad. A veces pienso en tu corazón como el reptil que dormita en tu cráneo. A veces pienso en tu corazón. Otras veces también. A veces pienso que tu corazón es como tu corazón.

Si caminas dormida la cama pierde el rumbo, las sábanas lloran tu abandono. Si caminas dormida vas como si flotaras, en una calle donde hay semáforos, o perros. Si caminas dormida puedes topar con un muro, o con la muerte. Si caminas dormida tal vez seas tú misma la muerte, o el muro. Si caminas dormida no abras los ojos no mires los semáforos no escuches a los perros. Si caminas dormida tal vez seas un ánima, el ladrido de un perro, la cal viva del muro. Si caminas dormida, o despierta.

Una casa como un albergue de niebla. Una casa con una puerta hacia la niebla. Una casa echa de niebla, o de nube. Una casa como un observatorio de la niebla. Una casa que observa. Una casa que observa a otra casa hundirse en la niebla, o en la nube. Una casa ni grande ni pequeña en el centro de la niebla en el centro del mundo en el centro de la palabra niebla. Una casa en el punto de niebla de la i. Una casa donde la niebla conversa con la nube sobre un montón de cosas mezcladas, o livianas.

Ella tiene miedo a decir que sí. Tiene miedo a decir cualquier cosa, pero siempre tiene mucho más miedo a decir que sí. Si dice sí —que el asunto está decidido, que la cosa marcha, que hay jarana— tiene miedo. Lo suyo, lo verdaderamente suyo es tener miedo, decir que sí, ése afrentoso monosílabo. Podría decir un simplísimo sí, pero sin que eso la obligue, un sí no demasiado afirmativo, un sí en calidad de mientras. Pero tiene miedo. Un miedo grande como La Casa de los Sustos. Un miedo que le nace en la entraña vacía de todo lo que no sea miedo. Ella tiene miedo a decir que sí, o que no.

'Villica safe', de Francis Picabia. (Wikiart)

Esta piedra que recoge tu mano es la misma que lanzaste, lejos, hace tantos años. Esta piedra es la misma, exactamente la misma piedra que lanzaste hace años desde el puente. Esta piedra nómada ha vuelto a tu mano. Es la piedra exacta, la fidelísima, la que siempre ha estado ahí, en tu mano, antes de que hubiera puente, antes de que hubiera río para lanzarla al río. Es la piedra que se funde con el pensamiento de lanzarla, la piedra idea en tu mano. La piedra que ahora te sostiene ahí, detenido en ese gesto de lanzar una piedra desde el puente. Es la piedra que regresa, la insomne, la piedra retrocesiva.

Tú silbas esa dulce melodía para que yo aparezca. Tú silbas, parpadeas, estornudas, dejas caer las monedas en el plato para que yo aparezca. Tú alteras el pulso de los relojes, silbas el tiempo, dominas la saturación de la sal en los metales para que yo aparezca. Tú defines el sitio, tú cantas. Tú te vuelves contra la pared, lames la cal, saboreas el vértigo. Tú caminas sobre el agua, te hundes para que yo aparezca. Tú silbas esa delicadísima tonada. Tú nos inventas de la misma forma en que la nada inventa la posibilidad de que alguno de los dos aparezca, tal vez yo, tal vez tú.

Nadie habita este albergue a mitad del desierto. Es verdad que Nadie habita este lugar de paredes diáfanas, de claridad extrema. A mitad del desierto es un albergue que habita Nadie, bajo el sol calcinante, entre remolinos de arena. A veces pasa un pájaro, o la sombra de ese pájaro. Nadie sabe si alguna vez tuvo dueño, un inquilino sombrío, arenoso, un gambusino extremo. El sol viene y va, es una moneda antigua. Y el albergue se alza impávido, a mitad del desierto, entre remolinos de arena más dorada que tus manos. Sabe, en su silencio de albergue, que Nadie es quien tiene la respuesta, que Nadie, algún día, llegará.

Vamos juntos en el tren del infinito. Nos hemos subido en la primera estación. (Aunque tal vez no era la primera, o lo era para nosotros.) ¿Hacia dónde vamos? Es el tren del infinito, se detendrá cuando llegue al infinito. Cuando llegue, si alguna vez llega, se abrirán infinitas puertas y bajaremos nosotros, los infinitos pasajeros. Uno tras otro, infinitamente, y sin empujarnos. Nos aguardarán infinitos maleteros para llevar nuestras infinitas pertenencias. Agotados de esa traqueteante travesía, habremos de llegar a ese hotel de habitaciones infinitas solo para enterarnos que están ocupadas por los infinitos viajeros que, desde siempre, ya estaban ahí.

La has vuelto a soñar. En tu sueño es un ahora, es un aquí. La has vuelto a soñar en el ahora de ella, que está dormida y te sueña. Tú sueñas con el sueño de ella, trazas mundos, laberintos donde ella, dormida, te sueña. Pero tal vez ella, en el tiempo de tu sueño donde ella duerme, sueña que tú, en tu sueño, la sueñas dormida, soñando con que tú, desde tu evanescente laberinto de inútiles meandros la sueñas soñándote, mientras ella, fatigada, reclinada su cabeza en la piedra del sueño, derrotada por insípidas labores, encantada por encantos más sutiles, atrapada en redes más ligeras que el aire, duerme sin soñarte.

ÁSS

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