La culpa la tiene Lenin

En 1989 cayó el Muro de Berlín y Francis Fukuyama diagnosticó “el fin de la historia”. El futuro, si lo había, sería un mundo unipolar gobernado por la democracia representativa y la mano invisible del mercado. Treinta años después el entusiasmo está desinflado y los pronósticos son sombríos. Incluso la democracia estadunidense, modélica para los comentaristas, está bajo asedio. Los títulos de libros de gran circulación son por demás dramáticos: Cómo mueren las democracias (2018), de los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Identidad. La demanda de dignidad y las políticas del resentimiento (2019), del citado Fukuyama, El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo (2021), de la historiadora y periodista Anne Applebaum.

Centrado en Polonia, donde reside Applebaum casada con el político Radosław Sikorski, el volumen apunta también hacia las democracias iliberales de Europa del Este y a los populismos de todos los colores. La columnista de The Washington Post narra cómo la expectativa de la democracia y del capitalismo liberales se frustró en su patria adoptiva: “Parecía que Polonia estaba a punto de incorporarse a Occidente”. En 1999 ella y sus amigos eran “de la misma opinión con respecto a la democracia, acerca de la ruta hacia la prosperidad, sobre cómo iban las cosas”. En 2021 muchos de aquéllos apoyan al partido ultraderechista Ley y Justicia (PIS), en el poder desde 2015, mientras que Applebaum y Sikorski, en la derecha moderada, están todavía por el Estado de derecho y el libre mercado de acuerdo con el dictum neoliberal.

La conclusión adelantada, que Applebaum desmenuza a lo largo del libro, es que “dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia” porque la pulsión autoritaria cunde en las almas simples “que no toleran la complejidad”, contamina por igual a derechas e izquierdas, a marxistas y nacionalistas. Únicamente están vacunados los liberales con sus anticuerpos pluralistas. El instrumento lo proporcionó la Revolución de Octubre con la creación del primer “Estado unipartidista antiliberal”, legado posteriormente a múltiples ideologías y formaciones políticas. La maquinaria creada por Lenin quedaría a disposición de Hitler, Franco, Orban y los gemelos Kaczynski, mientras que la polarización discursiva del bolchevismo cedería ante la némesis anticomunista en la era posoviética. Muerto Lenin —sugiere la escritora— vive en el fondo de quienes se apropiaron de su criatura. Por tanto, Orbán “encarna a la perfección el espíritu de los bolcheviques a los que tan profundamente detesta”. Y en el otro lado del mundo “algunos de los argumentos de la vieja izquierda marxista… se fusionaron con la desesperación de la derecha cristiana con respecto al futuro de la democracia estadunidense”. El nuevo fin de la historia no sería venturoso como 1989, tornándose apocalíptico en 2021: “es posible que estemos viviendo ya el ocaso de la democracia; que nuestra civilización se encamine ya hacia la anarquía o la tiranía, como terminaron antaño los antiguos filósofos y más recientemente los fundadores de los Estados Unidos”.

Los argumentos simples también son cautivadores. El ocaso de la democracia poco y nada se dice acerca de la catástrofe económica que consumió la mitad del PIB ruso en la época de Yeltsin, de la oscura privatización de las empresas públicas en la RDA, de la corrupción del gobierno de Walesa, del vínculo de la jerarquía católica con la ultraderecha polaca y sobre cómo surgieron los oligarcas en el capitalismo mafioso del ex bloque socialista. Solo se registra la oposición del mundo libre con el autoritarismo posoviético, esto es, la manera cómo el liberalismo de la Guerra Fría racionalizó el conflicto con el socialismo del Este y con la Nueva Izquierda surgida de la rebelión juvenil.

Ya en 1922 el economista austriaco Ludwig von Mises había visto el nacionalsocialismo cual consecuencia del comunismo, asociación que con distintos matices permearía el liberalismo de la Guerra Fría con su impronta anticomunista. Para Applebaum, la funesta estirpe de la Revolución de Octubre encarnaría hoy en las distintas expresiones autoritarias y explicarían el fracaso de las transiciones democráticas en Europa del Este, el capitalismo mafioso de su economía de mercado y el ascenso de las derechas posfascistas en distintas geografías planetarias. La responsabilidad última del incumplimiento de las promesas liberales sería la obra póstuma de los comunistas: “todo esto recuerda el desprecio de Lenin hacia las instituciones de la democracia burguesa, la prensa libre, a la que consideraba falsaria, y el idealismo liberal, al que consideraba inauténtico”. Inopinadamente, en sus afanes imperiales, Putin considera también que la culpa del conflicto actual con Ucrania la tiene el líder bolchevique por haber sido irresponsablemente pródigo con las repúblicas que se unieron a Rusia para formar la Unión Soviética en 1922 (Ucrania, Bielorrusia, Transcaucasia), de acuerdo con el principio de autodeterminación de los pueblos. Con ello el fantasma del Octubre rojo sigue a disposición de neoliberales e iliberales —dos rostros del capitalismo contemporáneo, el gran adversario comunista— para justificar sus falencias y predicciones erradas, acaso menos distantes de lo que ellos imaginan.

AQ

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