La detención | Por José de la Colina

La mar en medio

Hace 60 años, en plena crisis de los misiles entre Cuba y EU, el autor participó en manifestaciones y pegó en las calles propaganda contra el gobierno estadunidense, lo que lo condujo a una experiencia aterradora.

Edificio de las Cortes Penales en la Ciudad de México, en los años sesenta. (Fototeca MILENIO)
José de la Colina
Ciudad de México /

En octubre de l962 se produjo la llamada crisis cubana de los misiles y en México hubo enormes manifestaciones de apoyo a la Revolución Cubana. En una gran manifestación en el Zócalo me encontré a José Carlos Becerra y a Carlos Pellicer, el joven y el viejo poetas tabasqueños que andaban juntos, repartiendo volantes. Pellicer de pronto se subía al techo de un coche o a las rejas de una ventana de Palacio y hablaba con su grave voz tribunicia, atraía inmediatamente la atención con su hermosa cabeza calva y de prohombre imperial romano, lanzaba salvas de oratoria lírica que hacía militar todos los ríos, las selvas, las montañas, los llanos, la fauna y la flora, las poblaciones indias y mestizas, todos los tiempos de la historia y todos los héroes de América Latina, en pro de la Revolución Cubana. Toma, me dijo Becerra, y me dio un paquetito de pegatinas con lemas antimperialistas, procubanos: Gorilas yanquis, no toquen a la hermana Cuba, Viva Fidel, Cuba Sí Yanquis no, etcétera, que me metí a un bolsillo del pantalón, porque bajo el brazo traía un grueso libro de cubiertas rojas, los Manifestes du surréalisme de André Breton, y la revista Política, en la que colaboraba semanalmente con una sección de cine no firmada. Acabada la manifestación, después de tomar con Becerra y Pellicer un café con leche y pan dulce en el café de Tacuba, y despedirnos y partir cada uno para su rumbo ya avanzada la noche, tomé un autobús hacia mi casa en Melchor Ocampo, venía conmigo un estudiante muy joven acabado de conocer en la manifestación, también con pegatinas, muy nervioso, susurrándome al oído: Se me hace que esos dos que ahí vienen, y se refería a dos pasajeros sentados enfrente, son polis, cuate, hay que andar buzos. Los miré y los sospechosos, que comían cacahuates tostados de la bolsita que traía uno, que parecían demasiado evidentemente sospechosos, con sus chamarras, sus bigotazos negros, las gafas oscuras de uno y el común aire torvo del otro, y eran como de cine mexicano en el caso de que en el cine mexicano aparecieran policías secretos, según yo no podían ser realmente policías. Esto le dije al muchacho y él meneó la cabeza, insistía: Son tiras, cuate, me cae que son tiras, yo los huelo pero desde bien lejos. El muchacho se bajó a la altura de Insurgentes, yo seguí el viaje tres o cuatro cuadras más y, por precaución, pensando que era mejor para despistar a los posibles seguidores, descendí otras tantas esquinas antes de la callecita que llevaba a mi casa. Aún en Paseo de la Reforma cerca de la entrada a Chapultepec, desierta la avenida aunque no fuese demasiado tarde, visible la progresión de encendidos y apagados de los semáforos desde allí hasta casi el cruce de la avenida Insurgentes, fui, mirando a los lados mientras caminaba, ahora contagiado del nerviosismo del estudiante y de la invisible pero sensible neblina de miedo que parecía haber en la avenida, y puesto que no veía a nadie en los alrededores y deseaba de algún modo exorcizar mi temor, me acerqué al reverso de una de las grandes bancas de piedra del paseo, tomé del paquete una pegatina, la humedecí con la lengua y la pegué allí. Inmediatamente, con una especie de automatismo que hacía irreal el suceso, una mano cayó sobre mi hombro y otra empuñó mi cinturón y una voz baja y filosa, no amenazadora sino como suplicante, lo cual la hacía más siniestra, me decía: Ya te chingaste, ya te caímos, pinche puto rojete, y luego la misma voz se hacía gritona: Órale, Tejón, vente, ya le caímos a este güey. El otro agente llegó, me llevaron y subieron a una camioneta donde ya iban otros detenidos, estudiantes y jóvenes profesores universitarios, gente entre los dieciséis y los treinta años, y el vehículo partió, recorrió todo Paseo de la Reforma hacia el Centro, se detuvo frente a un edificio en el cruce de las avenidas Fray Servando Teresa de Mier y 20 de Noviembre y nos subieron a un tercer piso, un salón con ventanales a la noche citadina y con un gran pizarrón en una pared, con hileras de pupitres, en los que nos indicaron que nos sentáramos entre una veintena de detenidos más, previos a nosotros, de apariencia semejante a los que llegábamos, y había aparte un grupo de agentes que hablaban entre ellos en corro, contándose al parecer algo muy divertido. Éramos unos cincuenta detenidos y se podía pensar que en otras dependencias policiacas habría muchos más, porque era evidente que aunque el gobierno habría sostenido en las Naciones Unidas la posición de no intervención de un país en otro, de respeto de la soberanía de los pueblos, en resumidas cuentas de apoyo a Cuba, al menos formalmente, los servicios secretos del país estaban actuando como si se tratara de reprimir una gran conspiración subversiva contra el Estado mexicano pagada con el oro de Moscú y dirigida desde Cuba por Fidel Castro. Los agentes que estaban allí, en esos Servicios Especiales de no recuerdo qué membrete, dirigidos por un tal (Raúl) Mendiolea, habían ya comenzado los interrogatorios, llevándolos en un sentido que hacía suponer que esa fantástica conspiración, pretexto tantas veces usado por ellos para ejercer funciones represivas, esa conspiración que ya había logrado por mera repetición tomar en sus mentes una especie de concreción, una realidad visible y tangible, estaba en marcha, dándoles a ellos una razón de ser, y por lo tanto parecían estar celebrando una fiesta de amigos al fin reunidos para una meritoria ocasión. Uno de ellos, un tipo cuadradete, moreno gris, sentado en un escritorio, balanceaba una pierna, silbando una melodía de moda que de cuando en cuando interrumpía para decirnos, con una voz queda y casi suplicante, en varias tiradas que resumo en una: Pinches putos ojetes hijos de su pinche chingada puta madre, pendejos traidores a la patria sin respeto por la bandera y por la legítima autoridad, nomás andan de mamones que disque muy salsas, que muy la gran cosa y muy machitos y gritones, pero son nomás ojetes rojetes y putos; mientras un compañero de este intermitente orador, un flaco más que otoñal, con un peluquín amarillo pajizo bajo el sombrero Stetson, un traje azul eléctrico y una abigarrada corbata de sordo (cf. Oscar Wilde: “Señor, para usar una corbata como esa hay que padecer sordera”), ocupado muy espectacularmente en examinar su revólver de seis tiros, lo apuntaba hacia nosotros, uno a uno, y decía, con una voz cascada, irreal, de muñeco de ventrílocuo: Chin, pero si están tan bonitos allí formaditos, como que siento el picor en el dedo, ay ojeras, como que se me quiere ir el cabrón dedo, como que quiere disparar, ay ojeeeras. Un raterillo callejero entre los dieciocho y los veinticinco años, greñudo y sucio, a quien los agentes llamaban Resortes, quizá por un vago parecido con el bailarín cómico de los teatros de revista y del cine, fue golpeado ante nuestros ojos por dos de esos agentes con una brutalidad seca y tranquila tan solo por el delito de haber caído equivocadamente allí sin ser un rojete subversivo, y quizá también para mostrarnos a qué nos arriesgábamos si no estábamos dispuestos a dar declaraciones extensas, precisas y humildes, y el muchacho alternaba los ayes, las peticiones de misericordia y las promesas de no volver a hacer quién sabe qué, con insultos, mentadas de madre y desesperados desafíos a sus golpeadores, a veces con tan conmovedora arrogancia en la desdicha y la injusticia que seguramente muchos de los “subversivos” nunca nos habremos sentido más solidarios de un “lumpen”. Luego, Resortes, limpiándose con una manga la sangre de la nariz, decía: Ya me sacaron el mole estos hijos desúchin, son bien perros, y para pior que ése de ahí es el tío de mi chamaca, y ése me la tiene jurada, porque no le paso la comisión de lo que apaño, quiere hasta el sesenta el hijo de su madre...

Durante el tiempo de mi detención, dos días y la noche intermedia, noche en que los detenidos, simplemente acostados en el suelo, unos junto a otros en un espacio muy reducido, un cuarto sin ventanas, con una sola puerta dormimos malamente, o intentamos dormir, yo estuve en vela, preocupado, pensando en mi esposa María, embarazada de unos meses, que estaría desde hacía más de veinticuatro horas angustiada, llamando a los amigos para saber dónde me hallaría yo, buscando quizá por las delegaciones y los hospitales, imaginándome acaso herido o quizá muerto. Durante ese tiempo se nos interrogaba, a algunos en más de una ocasión. Mi segundo o tercer interrogatorio, el definitivo, fue realizado por dos agentes, el tipo cuadradete y gris de sucia oratoria, y un recién llegado para los números finales, un hombre delgado, no mal vestido, casi elegante, de mejillas encendidas y fino bigotito. Ellos me ilustraron, mediante su acción, la técnica (que hasta el momento yo creía solo existente en las novelas y películas policiacas), del inquisidor malo y el inquisidor bueno, los dos aparentemente contrarios en su forma de trabajar, pero perfectamente adecuados a su función conjunta como de violín y arco.

El Arco: ¿Su nombre y apellidos?

Yo: José de la Colina.

El Arco: Perdón, dije apellidos.

Yo: José de la Colina Gurría Blanco Cuevas.

El Arco (mirando mi tarjeta laboral de la Universidad): Mhhh, ¿nacionalidad?

Yo: Mexicano.

El Violín: No, qué mexicano ni qué. Es ruso o cubano, me cae.

El Arco: Espérate, Violín... Entonces, ¿nacionalidad?

Yo: Mexicano.

El Violín: Mexicano pura madre, güey, si los mexicanos no somos comunistas hijos de su puta madre.

El Arco: Ya, Violín, por favor. ¿Nacionalizado?

Yo (mintiendo): No, yo nací aquí.

El Violín: ¿No te digo, Arco? Este pinche güey nomás nos está viendo la cara. Vámonos al despacho a darle una pasadita.

El Arco: Cálmala, Violín... ¿Cuál es su profesión?

Yo: Escritor.

El Arco: Aquí en esta credencial dice que es usted empleado de la Universidad.

Yo: Sí, también.

El Arco: Escritor y universitario. Dispénseme, pero lo que me extraña es que una persona como usted, de educación, de cultura, se ande metiendo en borlotes. Como que no le queda, porque usted ya no ha de ser estudiante, está pasadito de edad. Este libro que usted traía (mostrándome los Manifestes du surréalisme), porque este libro es suyo, ¿no?, no está en español ¿verdad? ¿Cómo se llama el libro?

Yo: Los manifiestos del surrealismo.

El Violín: Aistá, Arco, otro que anda con pinches manifiestos, te digo que el güey es comunista.

El Arco: Manifiestos del surrealismo. ¿Eso qué partido es? ¿Es un partido nuevo?

Yo: No, no es nada que tenga que ver con partidos. Es arte, literatura... Son artistas, surrealistas...

El Violín: Como quien dice puras pendejadas de jotos...

El Arco: ¿Usted es...?, ¿cómo dijo...?, ¿surrealista?

Yo: No, el surrealismo solo es una cosa que me interesa.

El Arco: Pero también le interesa la política... Traía usted también esta revista, Política...

El Violín: Aistá, pinche revista comunista.

El Arco: Es la revista de Marcué. ¿Conoce usted a Marcué Pardiñas?

Yo (que cada quincena veía a Marcué, en las oficinas de Política, en Bucareli, para entregarle mi artículo sobre cine): No.

El Violín: Me canso de que lo conoce. Seguro que hasta con Jaramillo anduvo este cuate, pero a ese ya le dieron su enfriadita. Todos son rojillos hijos de súchin, hay que partirles la pinche madre, es lo único que entienden estos pinches traidores, pa que no desmadren el país.

El Arco: Espérate, Violín... Entonces, dígame, señor de la Colina, ¿por qué una persona que, como usted, parece de razón, persona que piensa, anda mezclado con delincuentes que alborotan y se ponen contra el gobierno? ¿Qué le ha hecho a usted el gobierno?

Yo: Pero yo no me he puesto contra el gobierno.

El Arco: Pero, señor de la Colina, aquí estoy viendo estas cosas que andaba usted pegando en las calles, propaganda subversiva...

Yo: No es contra el gobierno, es pedir que los Estados Unidos no agredan a Cuba, y el gobierno ha pedido lo mismo, esta propaganda no es ilegal. Al contrario, es de apoyo al gobierno.

El Violín: ¿Sabes qué, Arco?, vamos llevándonos a éste al despacho, una pasadita y vamos viendo si sigue tan salsa y haciéndose el loco.

El Arco: ¿No cree usted, señor de la Colina...?

El Violín: Ora hasta señor nos salió el traidor este... Voy a miarbolito, orita regreso.

El Arco: Ándale. Mire, aquí mi compañero Violín es hombre de carácter fuerte, como habrá notado. Yo comprendo que usted es persona que merece un trato distinto, yo quiero ayudarlo, a mí me parece que a la gente con cultura hay que tenerles consideraciones. Ora lo que pasa es que también el caso de usted está como más comprometido, ¿me entiende?, aquí los compañeros piensan que usted es uno de los que están manejando toda esta subversión estudiantil. Yo creo que no, sinceramente, yo creo que usted con buena voluntad se metió en esto, pero pues por lo mismo de la buena voluntad de usted, pienso que ya se habrá dado cuenta de que hay gente que está manejando esto, ¿no?, ya se habrá dado cuenta de que usted está equivocado. Ya ve que el compañero quiere, cómo le diré, pues quiere darle un trato distinto al que yo le estoy dando, yo creo que le estoy tratando bien, ¿no? Entonces usted ayúdenos a nomás poner un poco de orden ora en la ciudad, ¿eh, qué me dice? No le pido tampoco gran cosa. Usted mismo dice que todo está legal, entonces no hay problema, nos dice usted quién está organizando estos actos, quién le dio esta propaganda, quién la imprime, y pues si como usted dice todo es legal, no hay por qué preocuparse de que nos dé usted información, y yo le prometo, palabra de hombre derecho, que al rato ya salió usted de este problema. ¿Qué le parece si comenzamos por quién le dio la propaganda? Son como mil hojas de éstas la que usted traía, ¿no?

Yo (sin mentir): Yo traía nada más unas diez o doce.

El Arco: Cómo lo siento, pero no es esa la información que me dieron los compañeros. Bueno, vamos suponiendo que nomás es eso. Se la valgo por ahora. ¿Quién le dio las hojas estas?

Yo: ...

El Arco: Piénselo, no me vaya a decir que no sabe quién, cómo voy a creer que una persona como usted, que es gente que piensa, anda repartiendo propaganda que no sabe quién se la dio. Sí sabe, ¿verdad?

Yo: Sí.

El Arco: Dígame quién.

Yo (recordando no sé por qué un cuento titulado “La lotería de Babilonia”): Jorge Luis Borges...

El Arco: ¿Qué hace ese señor, a qué se dedica?

Yo: Es profesor de matemáticas...

El Arco: De la UNAM.

Yo: No, da clases particulares.

El Arco: ¿Él es el que está dirigiendo estos actos? ¿Es del partido comunista?

Yo: No, no creo. Yo no sé de nadie que esté dirigiéndolos.

El Arco: Usted piensa que estos actos se hacen solos, así como cuando llueve, que no lo hace nadie, llueve y ya.

Yo: No, claro que no, pero la gente se indigna con lo que pasa, son manifestantes espontáneos que se ponen de acuerdo...

El Arco: Espontáneos, como en los toros.

Yo: No, no digo eso, pero...

El Arco: Mire, señor De la Colina, yo lo quiero ayudar, se lo digo de veras, pero el que no quiere ayudarse es usted, ora va a venir de nuevo mi compañero y él pues no tiene paciencia, ya ve usted que es gente de mal humor, es que trabaja mucho, y yo ya no puedo estar diciéndole párale a cada rato.

El famoso Mendiolea, un hombre bajo, fortachón, barrigudo, poderoso disparador de saliva al hablar, entró dando órdenes y al verme sentado se encaró con el Arco como para reforzar el siniestro sainete: ¿Qué hace este delincuente sentado?, este es un delincuente y debe estar de pie, ¿entiende? Al mismo tiempo llegaba un hermano de mi esposa, el sacerdote jesuita y maestro de psicología Fernando García Díaz, y aunque estaba lejano, atrás de una barandilla ante la que se agrupaban unos agentes, logró verme y reconocerme, y salió y volvió con el abogado Paco Pérez Corral, litigante de casos civiles, amigo mío, que después de que se marchó mi cuñado, seguramente para tranquilizar a María, se quedó allí por horas en la oficina de Mendiolea, discutiendo con él acerca de mi caso. Paco me contó después que súbitamente Mendiolea le había preguntado mi apellido y que al saberlo fue disminuyendo su actitud de intransigencia, seguramente porque creyó que yo pertenecía a la familia de un conocido diplomático mexicano también apellidado De la Colina. Finalmente se me dejó en libertad y aun se me devolvieron mis pertenencias y el libro de Breton, de cubiertas rojas, con la recelable palabra manifiestos (aunque en francés) en la portada y un retrato de un Breton leonino y grave que parecía pensar: Cochons de flics!

Esa noche, yo en casa ya, María, no respuesta del susto, abortó la criatura de unos meses cuyo futuro habíamos idílicamente planeado, dándole nombre y hasta imaginándole rostro y modo de ser.

AQ

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