En el primero de los lúcidos ensayos que componen su libro Sobre la fotografía (1973), Susan Sontag nos alerta con estas líneas que subrayé desde mi primera lectura y que no dejan de parecerme sutilmente seductoras: “Toda fotografía tiene múltiples significados; en efecto, ver algo en forma de fotografía es estar ante un objeto de potencial fascinación. La sabiduría esencial de la imagen fotográfica afirma: ‘Esa es la superficie. Ahora piensen —o más bien sientan, intuyan— qué hay más allá, cómo debe ser la realidad si esta es su apariencia’. Las fotografías, que en sí mismas no explican nada, son inagotables invitaciones a la deducción, la especulación y la fantasía”. Cierto, las fotografías nos muestran una apariencia, un fragmento de una realidad en permanente fuga, como si participara de la misma sustancia de aquel río que fluye y nunca vuelve.
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No olvido la impresión que durante mis años universitarios me produjo mi primera incursión en el laboratorio de fotografía. Ahí, en la entraña de esa moderna caverna platónica, vi aparecer, sumergida en el líquido revelador, lentamente, la cara de una muchacha que horas antes había fotografiado. La imagen, en blanco y negro, se destacaba y se imponía en la penumbra ambarina del cuarto oscuro con una fuerza misteriosa. Me gusta la perspicacia de Sontag cuando afirma que las fotografías no explican nada y que mejor que detonar un proceso de pensamiento pueden suscitar en nosotros un movimiento de la imaginación. Una emoción que experimentamos de manera muy diversa a la que nos produce la contemplación de una pintura o la secuencia de imágenes proyectadas en una sala cinematográfica —esa otra gruta de las maravillas.
Soy una suerte de fotógrafo amateur. Con esto quiero decir que amo el arte de la fotografía y que —toda proporción guardada con quienes hacen de ella una auténtica profesión— trato de ejercerlo con elemental dignidad. Veo en mis fotografías un ejercicio distinto, aunque sin duda paralelo, al de la escritura. Es, tal vez, el resultado de una poderosa atracción por aquellas cosas que han suscitado nuestra admiración y que suelen estar condenadas a desaparecer, irremisiblemente, en el tiempo. Una nostalgia a priori por aquello que, sabemos, se está desvaneciendo mientras lo contemplamos: por más sólidas que nos parezcan, las cosas poseen una esencial inmaterialidad, están habitadas por un invisible flujo. La fotografía detiene esa carrera en el tiempo y, al hacerlo, lo convierte en espacio. Una lámina que podemos sostener en la palma de la mano. De ahí su “potencial fascinación” y la “sabiduría esencial” de las que habla Sontag.
Durante los meses de enero y febrero, los más fríos en la ribera de Chapala, los lirios que la marea del lago ha ido depositando en la orilla comienzan a desteñirse. Un sedimento verduzco se va acumulando entre la arena y el agua que, apenas iluminadas por el resplandor del sol poniente, del sol que acaba de ocultarse, crean en la atmósfera una ambigua sensación de intemporalidad. ¿Es la noche que demora su telón de oscuridad? ¿Es acaso el día que despunta? Acercándome, conteniendo la respiración, confiando en mi pulso más bien vacilante hice una serie de fotografías a las que titulé, simplemente, Noche. Son un testimonio de mi asombro y más aún de mi perplejidad ante aquello que la luz nos muestra —escribe— cuando nos deja. Seis de ellas, impresas sobre papel algodón, pueden verse en la exposición que con el título Correspondencias alberga El Colegio Nacional y estuvo al cuidado de Vicente Rojo y Vicente Quirarte. Reúne las incursiones que algunos escritores de distintas generaciones hemos intentado en el territorio de las artes visuales. De consensu seniorum.
AQ