La eternidad de los fantasmas

Ciencia

Por alguna razón solo recordamos el pasado y nunca el futuro, pero eso es quizá una incomprensible sensación que genera la ilusión de que el tiempo fluye en una dirección.

Detalle del cuadro 'Night', de Mikalojus Konstantinas Ciurlionis. (Wikimedia Commons)
Gerardo Herrera Corral
Ciudad de México /

Una mujer muere víctima de una catástrofe natural, pero algo inusual ocurre en el proceso de fallecer; el curso natural de los acontecimientos se altera y la occisa queda suspendida entre la vida y la muerte convertida en un fantasma. Este es el drama en la ópera multimedia de Claudia Nierman y Óscar Olea.

La terrible experiencia de la nueva entidad invisible provoca reflexiones que desembocan en una revaloración de la vida. El fantasma recapacita en la riqueza que hay en lo efímero ante la banalidad de lo eterno. Se detiene frente al implacable, o quizá piadoso, transcurrir del tiempo y piensa en su poder inclemente y bueno.

En su nueva condición espectral la habitante del difuso borde que la separa de los vivos tendrá que reconstruir y dar sentido a lo que ahora parece ser solo contemplación del mundo. Incapaz de intervenir en el diario acontecer de los seres humanos, percibe la eternidad no como duración sino como repentina suspensión en el devenir de las cosas: “El tiempo no pasa en este limbo, ya no tengo cuerpo, pero sí memoria. Perdí la urgencia de llegar a alguna parte”; y aunque parece sentir desde fuera “el murmullo hueco de las ciudades”, no es más parte de la existencia en la Tierra, como tampoco es nadie entre los muertos. Solo es dueña de la distancia que le permite contemplar allá abajo, la finitud de las cosas.

La eternidad de los artistas es también un concepto de la física moderna. Aquí y allá la podemos pensar de dos maneras: la eternidad puede ser duración sin límites o existencia fuera del tiempo. A veces uno se la imagina como el lapso sin frontera, el momento que no termina nunca, la marcha sin fin de un reloj imparable, pero también se la puede concebir como la ruptura y separación de todo aquello que transcurre. La eternidad puede ser la disolución del vínculo con lo que pasa. Así vista, la eternidad nos coloca en el exterior del espacio y del tiempo.

Ambas posibilidades son objeto de estudio y aunque muchas de las premisas son especulativas todas son educadas.

Habitar fuera del espacio y el tiempo implica fuertes limitaciones. El exterior no es un mundo de libertades porque en la eternidad sin tiempo no hay cambios ni movimiento. Nada se transforma donde no exista el espacio y todo es parálisis sin el tiempo. Normalmente los procesos se desarrollan entre el pasado que transcurre por el presente aspirando llegar al futuro; al no contar con tiempo entonces tampoco podremos caminar, ni la taza de té que nos acompañe se enfriará ni las fuerzas del universo tendrán lo necesario para existir y actuar. Allí afuera todo será un “instante eterno”, un retrato sin esperanza.

El eternalismo es, entre las filosofías de la naturaleza, la que mejor aprovecha el conocimiento científico sobre el espacio, el tiempo y la cosmología. El sistema de ideas es también conocido como “Universo en bloque” y proviene de los avances conceptuales en la teoría de la relatividad que nos proporciona una integración natural entre el espacio y el tiempo. En este marco de pensamiento el tiempo es una dimensión equivalente a las espaciales, es decir, es una coordenada más.

Si el espacio es la libertad de movernos en cierta dirección, el tiempo nos ofrece la posibilidad de suceder.

Una consecuencia inevitable de esta concepción de las cosas es que, así como el espacio, el tiempo formará parte del universo físico. No deberíamos pues ver al universo como una entidad puramente espacial evolucionando en el tiempo sino al espacio-tiempo como un todo. El todo no consistiría en tres dimensiones moduladas por el tiempo sino en cuatro inalterables donde el pasado, presente y futuro ya están dados. El universo es totalidad.

En ese universo en bloque la muerte es un lindero en el eje temporal de la misma manera como lo es el nacimiento. Ambos: parto y óbito, son los confines que delimitan nuestra existencia en un universo que lo contiene todo. Por lo tanto, seguimos estando allí como un segmento que señaliza nuestra presencia. Lo determinante no es ausentarse o comparecer sino la distancia entre los eventos. El poeta Horacio está allí, aunque lejos en el espacio-tiempo, de la misma manera como el lector se encuentra alejado en el espacio, pero coincidiendo en tiempo. Todo está separado por una distancia que también toma al tiempo y no solo al espacio en la medida de su magnitud.

Por alguna razón solo recordamos el pasado y nunca el futuro, pero eso es quizá una incomprensible sensación que genera la ilusión de que el tiempo fluye en una dirección. Ese inconveniente bien puede localizarse en nuestro cerebro sin ser parte fundamental de la realidad.

En todo caso, el fantasma, para la que “todo parecía ser íntimamente habitual” será finalmente seducido por la muerte que pone alivio a esa terrible tragedia de ser inmortal.

El consuelo llega con las caricias de una danza definitiva. El canto a la vida se detiene, el tiempo retoma el deber de sus funciones y el infierno, en la peor de sus presentaciones: la eternidad, desaparece por fin con la compasiva llegada de la muerte que todos merecemos.

AQ

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