Entre los propósitos más pronunciados para el año que comienza está la realización de un ejercicio físico, ya sea salir a correr, inscribirse en un gimnasio o en cualquier versión de disciplinas aeróbicas. Hoy existen incontables métodos y videos para que cada quien elija un programa sin salir de casa. En mi infancia, el clásico en estos menesteres era Charles Atlas; pero fuera del mundo de los deportes, la literatura clásica me llevó a dos clásicos del acondicionamiento físico.
El primero de ellos fue Eugen Sandow, nacido en Königsberg en 1867. Publicó un libro llamado La fuerza física y cómo obtenerla, el cual se volvió un éxito de gimnasio y librería. También contenía cierta dosis de erotismo para las damas, pues el bien formado Sandow se mostraba cubierto apenas por una hoja de parra, adoptando poses esculturales y apasionadas, e incluso en una de ellas se planta, sin flechas, como un San Sebastián, el más sensual de los santos.
Uno de los irregulares seguidores de su método fue Leopold Bloom, protagonista del Ulises de Joyce, quien deseaba en aquel 1904 rejuvenecerse a través del deporte, para lo cual se propone: “Hacer ejercicios físicos en casa, antes practicados intermitentemente, subsiguientemente abandonados, prescritos en La fuerza física y cómo obtenerla, de Eugen Sandow, que concebida especialmente para hombres de negocios metidos en ocupaciones sedentarias, habían de realizarse con concentración mental enfrente de un espejo de modo que pusieran en juego las diversas familias de músculos y produjeran sucesivamente una rigidez agradable, una relajación todavía más agradable y el más grato resurgimiento de la agilidad juvenil”.
A otro de esos ejercitadores lo conocí en La historia de los siete ahorcados, de Leonid Andreyev. Se trata de Jorgen Peter Müller, un danés nacido seis meses antes que Sandow. Serguiei Golovin, contemporáneo de Leopold Bloom, y condenado a morir en la horca, dice que para bien morir hay que mantenerse en forma, de tal suerte sigue el “sistema sumamente racional”, y hace diariamente los dieciocho ejercicios que lo componen, “como si fuese un propagandista de aquel plan mülleriano”. Luego se da cuenta de que la gimnasia le da tal bienestar, tal alegría de vivir, que la idea de morir se le vuelve más atemorizante. “Para que muera más fácilmente hay que hacer por debilitar el cuerpo, no por fortalecerle”. Intenta dejar la actividad física, pero con el paso de los días se da cuenta de que la necesita, y realiza en su celda “con toda escrupulosidad los dieciocho ejercicios”. Entonces concluye: “El asunto es que todavía queda el ejercicio diecinueve… suspenderse por el cuello en una posición inmóvil”.
Y así fue.
ÁSS