A lo mejor, Robbie Williams y Michael Gracey decidieron que el personaje principal de Better Man fuera un simio generado por computadora debido a la condición de monos cilindreros de los peones de la industria musical y del entretenimiento, contrario a lo que la crítica y el público suponen. Que a Robbie, el cantante pop inglés que salió a tiempo del grupillo Take That para volar por cuenta propia, la fama, el dinero y el glamour lo convirtieron en un mico.
Esa es la única novedad de la película de Gracey, filme que se suma a la lista de biopics que se han hecho últimamente sobre iconos del mainstream, ceñidos a la fórmula narrativa de los culebrones de TV.
Bohemian Rhapsody (Bryan Singer y Dexter Fletcher, 2018), sobre el ascenso y la caída de Freddie Mercury de la mítica banda Queen. Rocketman (Dexter Fletcher, 2019), basada en las tragedias de Elton John. Back to Black (Sam Taylor–Johnson, 2024), versión descafeinada y cursi del averno existencial de Amy Winehouse. A Complete Unknown (James Mangold, 2024), sobre la ruta de Bob Dylan hasta sacudir el Festival de Folk de Newport de 1965.
Aunque no las protagoniza un mono, ¿qué tienen en común esas películas con Better Man? Que son historias de un burdo simplismo. Relatos de ascenso vertiginoso, excesos, pecado y redención. De placeres efímeros e insatisfacciones tumultuarias, de soledad y náusea, degradación y saneamiento o epílogos funestos. Salvo A Complete Unknown, que únicamente comparte el cliché del éxito meteórico del artista que nunca picó piedra, todas cuentan lo mismo. Sin embargo, con las múltiples producciones fílmicas sobre Dylan (I’m Not There, de Todd Haynes, o las extraordinarias No Direction Home: Bob Dylan y Rolling Thunder Revue. A Bob Dylan Story, ambas de Martin Scorsese), la cinta protagonizada por Timothée Chalamet es más una lentejuela que una auténtica inmersión al mundo creativo o emocional del trovador que se alzó con el Premio Nobel de Literatura 2016.
Escritas para exonerar a las estrellas, y de paso, cautivar a los fans o recuperar a los que se perdieron. Dirigidas con apego estricto a una especie de Manual del Lugar Común. Montadas con la pericia del videoclip, estas biopics se nimban con la moraleja del silvestre mantra de la ley de la atracción: “cuidado con lo que deseas”, pues sus antihéroes, generalmente, terminan escarmentados por ambicionar la gloria a toda costa y desconocer su patética insignificancia.
Un cantante, una banda, actores, actrices y etcétera, tarde o temprano interpretan el papel de un mico al que todos miran, admiran o desprecian, al que la gente les obsequia o niega los mendrugos de la adoración, pero esa no es su tragedia: al despertar del sueño de opio, se dan cuenta que perdieron lo que más amaron. La abuelita, la mamá, la pareja verdadera, la mascota. Acaban repudiando su dinero y renegando del camino de los excesos que, contrario a lo que dijo William Blake, jamás los llevó al templo de la sabiduría.
Qué difícil es ser un rockstar si se carece de materia gris. Eso sugieren estos filmes. Pues para biografías, para explorar la entraña del rebelde, son mejor los libros propios. Un par de ejemplos: La ira es energía, de John Lydon, mejor conocido como Johnny Rotten de los Sex Pistols, en el que ese individuo nacido en uno de los peores barrios del norte de Londres, se educa con Crimen y castigo de Dostoievski y quizá es por eso que su desobediencia es tan raskolnikoviana, o Porcelain, de Moby (Richard Melville Hall, descendiente de Herman Melville), en que las fábulas de ciertos escenarios marginales de Nueva York se exponen con una prosa límpida, sarcástica, inteligente.
Y faltarían algunos más. De Morrissey, de Lol Tolhurst (ex The Cure), de Patti Smith, de David Byrne, del propio Dylan. Relatos fibrosos, honestos, tan lejos de la insoportable levedad del biopic.
AQ