La insurrección solitaria de un poeta

Centenario

Carlos Martínez Rivas nació el 12 de octubre de 1924 en Guatemala, murió en Nicaragua en 1998, a los 74 años. Junto a su leyenda se encuentran alrededor de dos mil poemas inéditos.

Carlos Martínez Rivas, poeta nicaragüense. (Archivo)
Eduardo Zambrano
Ciudad de México /

Aunque nació en Guatemala el 12 de octubre de 1924, los padres y todos los estudios académicos que impulsaron la escritura de Carlos Martínez Rivas, son nicaragüenses. Muy joven ganó el Premio Nacional de Poesía y, antes de cumplir veinte años, su poema “El paraíso recobrado” (Cuadernos del Taller San Lucas, 1943), obtuvo el reconocimiento que lo consolida en definitiva como poeta.

Como cualquier otro joven, para él escribir versos de amor fue la forma natural de acercarse al oficio, pero Martínez Rivas potencia el lance amoroso con palabras e imágenes deslumbrantes:

Día y noche golpeaba al pie de tu sonrisa.
Pero tú no me oías. Te llamé con abejas…
y nada. Con gorriones… tampoco. Con caballos…
y tu pecho seguía cerrado.

Hasta que un día,
cuando todo era inútil y la cosa parecía perdida,
se me ocurrió llamarte a ti contigo misma.
Y por medio de ti llegar a ti. Y di en el clavo.

Fue leve, como un zarpazo de violeta,
como un puñetazo de abanico. Pero sonó la aldaba,
rechinaste… y te fuiste abriendo toda,
como una puerta, y penetré en tu nombre.

La publicación de “El paraíso recobrado” puede visualizarse como un largo poema que se despliega en tres escalas, tres instancias donde el mundo adolescente y de juventud se revela desde lo cotidiano, y se contrasta con el misterio encarnado de la muchacha que nos seduce. El resultado es una especie de canto, de himno, un pacto que finalmente se consolida en una plenitud idílica pero poderosa, la querencia de las minucias, de la cotidianeidad, todo consagrado al gran amor que transforma y que vuelve a fundar el mundo:

¡Estamos ya más allá de todo!
Todo ha cesado.
Se descorren las cortinas
y se abren los eternos espacios.
Hemos quedado solos.
Solos: tú, yo, y el aire nuestro de cada día.
Estamos ya más allá de todo.
Más allá de todo lo que fue antes del aire.
De los discos en moda, de los paseos en bicicleta
y de tus vestidos con un barco bordado en la bolsa.

¡Más allá de todo eso!
Más allá de la nube y el relámpago.
Más allá de las constelaciones. En los aires finales.
Y más allá, todavía. Más allá del mismo aire,
es decir
en el aire de tu aire que es mi aire.
De escala en escala, todo ha ido desapareciendo.
Ahora ya no queda nadie.
Nada.
Sino el espacio
y un hombre y una mujer.
La nueva creación apoyada en nosotros.

Carlos Martínez Rivas publica La insurrección solitaria en la Ciudad de México en 1953. Ha madurado sin perder la manifestación contundente y las imágenes deslumbrantes de sus versos:

¿Que eres reacia al Amor, pues su manía
de eternidad te ahuyenta, y su insistente
voz como un chirriante ruiseñor
te exaspera y quieres solamente
besar lo pasajero en la cambiante
eternidad de lo fugaz? —entonces
¡soy tu hombre! Pues más hospitalario
que el mío un corazón no halló jamás
para posarse el falso amor. Igual
que llegué, parto: solo, y cuando mudo
de cielo mudo también de corazón.

Esa insurrección solitaria de la que se apropia el poeta, sería impensable sin el eje temático de la mujer. La presencia femenina que es exaltada en los versos que cierran aquel “Paraíso recobrado”, ahora aparece aligerada en ciertas figuras míticas del Antiguo Testamento, pero también diligentemente entrevista en el mundo de lo cotidiano, ya sea en la intimidad doméstica o en los escaparates del mundo social. En su poema “Pequeña moral a Elvira”, Martínez Rivas hace un reconocimiento cabal del arte de la seducción:

Van dirigidas estas líneas a quien poseyó:

la Belleza, sin la arrogancia
la Virtud, sin la gazmoñería
la Coquetería, sin la liviandad
el Desinterés, sin la desesperación
el Ingenio, sin la mofa
la Ingenuidad, sin la ignorancia

todas las trampas de la feminidad, sin usarlas.

El poeta estudió el bachillerato bajo la tutela de los jesuitas, quizá por eso en su obra son frecuentes las referencias bíblicas; además, sorprende el tono de sus argumentos, de sus confesiones, por ejemplo, el de saberse tocado por la gracia y a la vez envilecido en su destino.

Su poema “Nabucodonosor” de alguna forma se refiere a la toma de conciencia de vivir en el mundo, seducido por sus vanidades y secuestrado en sus miserables resplandores.

Ser y aceptarse en lo mundano no es poca cosa, es un diario vivir que al mismo tiempo lo atrae y lo embrutece; este poema no justifica, pero de alguna forma profetiza que, con los años, aquella genialidad del joven poeta, aquel impulso vital… va a envilecerse:

Yo supe de lugares de donde regresé
henchido
y por días mi fisonomía habló a los extraños
de ese secreto, indiscretamente;
tal era el gozo que contuve.

Son esos lugares: la atracción
de lo inicuo; el azoramiento
del genio tentado, vacilando; el horror
de un rostro voluble como el de Myriam
que al parecer no haría sino destruir;
la envolvente estupidez, tenaz nodriza
amamantándonos; el
aturdimiento de la mala música.

Bajo esta perspectiva, la insurrección es un acto subversivo y a veces desesperado por recuperar el espacio de libertad que perdemos en el día con día. Y si este desasosiego se manifiesta a través de la escritura, entonces queda claro que esa rebeldía es, trágicamente, solitaria.

Este libro es propiamente el primero y, curiosamente, el único poemario que aparece como tal; de hecho, bajo ese mismo título se cobijarán todos los otros poemas y versos que fueron manifestándose en la vida del escritor, que parece marcada por vagabundeos cosmopolitas: estuvo en México, después residió en Los Ángeles, California (1954-1964); estuvo en el servicio diplomático nicaragüense en Roma y Madrid (1964-1971) para luego fijar su residencia en Costa Rica (1971-1977).

Cuando volvió a Nicaragua, en 1984, obtuvo el reconocimiento nacional Rubén Darío, aunque en realidad su figura literaria se había mantenido al margen y sin publicar un nuevo libro, nadie sabe por qué.

Mucho tiempo después de sus primeras publicaciones (pasarían cerca de cuarenta años) aparece La insurrección solitaria, seguida de Varia (México D.F., Editorial Vuelta, 1994). En este libro se recogen publicaciones dispersas entre 1953 y 1993; son apenas treinta y tantos poemas.

En esa “Varia” (entre otros temas y divertimentos) sigue concurriendo lo que el poeta ha cargado inútilmente durante años: en “Los amores” se visualiza esa tarea infame:

Una vez que un amor nace en uno, crece.
Y no deja de crecer.
Y no muere.
Y al término de la vida se halla uno atado
por esos amores que crecieron como bejucos.
Morimos asfixiados por estos bejucos, enrollados,
apretando el cuello, el pecho, los lomos.
De nada nos servirá podarlos regularmente
con las grandes tijeras jardineras a dos brazos
para impedir su inexorable crecimiento.
Se nos iría la vida en ese esfuerzo; esfuerzo
como el de Sísifo o el de las Danaides: vano.
El único remedio contra los amores
sería matarlos.

¡Matarlos antes que nacieran!

Es importante mencionar que en estas páginas hay una constante por el gusto artístico y el reconocimiento a figuras de la plástica o del ambiente literario; tal es el caso del poema con la dedicatoria expresa a la poeta peruana Blanca Varela:

André Breton en su tertulia
                                   a Blanca Varela

Sólo el espectro de los Reyes
y su Espada. Pero ya es algo.

Contra un pueblo de mirmidones
confundidos y atareados
el extinto fulgor. La antigua
llama roja del Minotauro.

Su ojo, fosforeciendo tras
la arruga pálida del párpado
de viejo león, ve a la pequeña
peruana oscura, de soslayo.

Atravesándola, fundiéndola
como no lo hizo el sol incaico.

En la colección Visor de poesía (1996) se hace una reedición de todos estos poemas, y en el prólogo de Luis Antonio de Villena queda entrevista una semblanza de la vida de Carlos Martínez Rivas cuando residía en Madrid; para ese entonces cuando ejercía cargos diplomáticos y ya en los años 70 (en plena madurez) se intuye por lo referido, que el poeta dispersaba su talento en alimentar una leyenda literaria sin atender los rigores del oficio. Sin embargo, al margen de las anécdotas, las tertulias, los programas o veladas artísticas, surgen a veces versos que sugieren un vano arrepentimiento, una nostalgia de nada ni nadie:

En nadie que fui me vi pasar
Alguien de mi generación, compañero
de mis años párvulos,
que, como yo, no sé por qué no ha muerto,
cruzó hoy la calle
conduciendo un viejo Chrysler.

Aunque no había vuelto a verlo desde entonces,
reconocí el perfil de casta familiar.
El perfil desfigurado por la agresión del tiempo.
Derruido por la constante agresión del tiempo.

Sin embargo, gracias al pasar fugaz
de esa deteriorada fisonomía,
recordé ¿por un segundo sería? en mi memoria
(la memoria que guarda todo intacto), recordé
recobrándola la faz de mi infancia.

Carlos Martínez Rivas murió a los setenta y cuatro años de edad, en 1998. Las personas más cercanas a él aseguran que han quedado, junto a su leyenda, “cerca de dos mil inéditos”. Más allá de esta exageración, lo cierto es que Miguel Ángel Echegaray se dio a la tarea de reunir y publicar bajo el sello de “El pez en el agua” (Universidad Autónoma Metropolitana 2002) algunos de esos “Poemas sueltos”, título que de alguna forma evoca también la condición errante del poeta nicaragüense.

Para terminar este apunte, comparto un poema que, dada la referencia exacta de su escritura, nos revela no solo ese asumir la poesía como una bitácora del destierro, sino las consecuencias amargas de un trajinar sin rumbo fijo, entre los pasillos y las estancias de los grandes hoteles:

Ramas arrancadas al día

La indiferencia de la naturaleza, consuela.

Qué horror sería si sintiera. Si ofreciera
no la insensibilidad del azur y de las piedras
sino el semblante de la piedad: la más sucia
de las pasiones que agobian la herencia de la carne.

¿Y qué sería de este animal que no olvida el roce
de la piel ni el reteñir de la argolla en la cadena
del atavismo, si no fuera ella indiferente?

En pasillo ya sin escaleras de caracol vi
el rostro de la madre untado con papel de moscas
diciéndome: —“Todos tus caminos están errados.
Y buscarán tus pies para morderlos, las valijas
de los grandes hoteles, con fauces de cremallera”.

Altamira D’Este #8

viernes 26 de octubre / 84

12:00 am

El poema se ha escrito en Managua, Nicaragua, a pocos días de que el poeta cumplió 60 años. Supongo entonces que ya no hubo mucho que festejar, de ahí el tono sombrío y el intento de creer que esos caminos errados no tuvieron consecuencias.

AQ

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