La libertad de la duna

Desde el desierto

En el desierto vemos surgir lenguas hechas de soles, o el infinito de un rostro: observaremos ese rostro por el imán de los labios, por su carnosidad, o tal vez no sea por eso ni por sus curvaturas, es la búsqueda.

'El profeta'. (Foto: Alfredo de Stefano)
Mercedes Luna Fuentes
Ciudad de México /

Hay un refugio dentro de todo cuerpo, contiene las oscilaciones del pensamiento. Donde el verbo y su fuerza se tocan. Es un sitio que, tal vez, hemos identificado a través de una certeza inexplicable o pulsaciones audaces: “aparece cuando exhalo”, “aquí bajo mi costilla”. Las ondulaciones del pensamiento son fuego, y el viento las modifica, como a las dunas. Un cuerpo se asemeja a la armonía de la arena, deviene, como lo escribe Wallace Stevens, (…) del movimiento del pensar y su inquieta reiteración, se recrea en el lugar de los solitarios, que ha de ser un lugar de perpetua ondulación. El espacio puntual de la protección en libertad.

La duna, en su misma forma resguarda su identidad. Al transformarse es. Habla el idioma de toda corporalidad que se pose o sea arrojada sobre ella. Nos conoce porque nos protege mientras somos abstracción: cuando a ojos cerrados visualizamos cómo algo se transfigura, se eleva, revolotea y nos toma; en los instantes donde rezamos a un dios que se evapora.

Lo concebido por cuerpo o duna en esa solitude es la epifanía que muestra su blanca lengua y deslumbra, es creación. Lo declaran los versos de Jeannette L. Clariond en el poema “El pan de cada sombra”: La materia del deseo, /su precisión de infinito, / es la noche, /esta noche rumiando /mi dimensión de fruto. Fruto que alimenta el lenguaje de los pueblos.

La duna sabe que se formarán breves e infinitas esculturas en ella: escamas, elipses, muslos, estrellas y, al contemplar en sí misma las formas acabadas, en un instante que solo ella y el viento conocen, cambia su apariencia. La libertad de la duna nace desde la gratitud de la expansión, desde la bocanada lunar o el arrebato del sol. En las dunas, en sus dobleces, en el escarabajo que marca su andar, encontramos signos de nuestra propia imagen. Óleo donde convergen imágenes y palabras avivadas por la curiosidad.

'Tapete nómada'. (Foto: Alfredo de Stefano)

Así como cerramos los ojos para apropiarnos de la belleza sonora de la arena, podemos hacerlo con una lengua que creíamos extinta. Si introducimos la mano en la duna, apreciaremos sus minúsculos poros rodeándola. Ella abre su ser. Mas, al intentar tomarla, se escabulle. La duna nos muestra su verdad: es belleza inasible, cambio y permanencia; al igual que la lengua del pueblo Ndé. Su resonancia, como el viento, da forma a una de las dunas de la Historia. Tres de las seis variantes lingüísticas se hablan en Coahuila: Ndé miizaa (lipán), N'dee Biyat'i (coyotero) y N'nee Biyat'i (chiricahua); persisten en sus descendientes quienes la heredaron en la voz, ya que la salvaguarda de su cultura se dio de una de las formas más violentas: dejar de hablar su lengua. Cambiaron su modo de vestir y se ocultaron tras el idioma de Occidente. Mas he aquí que ellos metieron sus manos en la arena del tiempo y dijeron: nuestra lengua subsiste.

Entonces veremos aparecer el Infinito del Desierto, indica el poeta Raúl Zurita en el verso v del poema “A las inmaculadas llanuras”; y ahí en el desierto, sobre sus dunas, en la écfrasis, veremos surgir lenguas hechas de soles, o el infinito de un rostro: observaremos ese rostro por el imán de los labios, por su carnosidad, o tal vez no sea por eso ni por sus curvaturas, es la búsqueda. Entonces el rostro se aproximará lentamente, o nos aproximamos a él. Cuando la distancia es mínima, vemos la línea que dibuja a esos labios, su color. Es entonces, y solo entonces, cuando se cierran los ojos, no antes. Contactamos con el latido, con lo que modifica. El resultado es la libertad —entre las ropas de la libertad oscila un veneno para quienes no la soportan—. En su evocación milenaria, la libertad de las dunas imita a las olas, y las olas responden. Se entregan al viento, y si así es su deseo, nos muestran sus variaciones terribles.

Las dunas interceptan y guardan, en lo profundo, temores de pelaje o piel humana. Entienden a toda especie. Saben que la metamorfosis es un elogio de la vida y de la muerte: se demora en la imagen. Alfredo De Stefano la registra, captura la libertad de quienes lo son al recorrer el desierto: mujeres, hombres y seres animales. Profetas que, sabiamente, desaparecen para que el desierto, que es la vida, sea.

Así es el sagrado comportamiento de la duna, su ética: preservar los cambios de la materia y lo inasible. Si prestamos atención, su siseante canto nos transmitirá la filosofía del pueblo Ndé; cosmología/ imán que atrae labios, criaturas, nubes y viento: andemos por el camino de la belleza.

AQ

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