Issac Asimov publicó Yo, robot hace setenta y cinco años, libro emblemático de la ciencia ficción cuyos relatos se basaban en las tres leyes de la robótica postuladas por el propio autor: 1) un robot no puede hacer daño a un ser humano ni permitir que lo padezca, aunque sea por omisión. 2) un robot debe obedecer sin restricciones las órdenes que le dicten los humanos, salvo aquellas que infrinjan la Primera Ley. 3) un robot debe proteger la existencia a toda costa para no autodestruirse, a menos que entre en conflicto con la Primera y la Segunda Ley.
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Este código informático apegado a la moral, garantizaba la convivencia armónica entre los humanos y las máquinas, por lo que la supervivencia de la especie natural no debía correr peligro, aunque, claro, no todos los robots iban a respetarla, pues el núcleo principal de la Tercera Ley, la existencia, era, precisamente, el objeto de discordia.
Rick Deckard, el cazador de autómatas renegados de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick, no duda en afirmarlo: “La mayoría de los replicantes con los que me he enfrentado tenían más ganas de vivir que mi esposa”. En el contexto de la novela, la aserción no deja de ser irónica: los robots que Deckard tiene que sacar de circulación, el modelo Nexus–6 de última generación, vivían como esclavos en las colonias humanas de distintos planetas, segregados y en completa soledad. Es por eso que un grupo de Nexus–6, aprovechando su perfecta similitud con los seres de carne y hueso, huyen a la Tierra e intentan perderse en la marea de un mundo más imperfecto que su propia ingeniería.
El robot, según Asimov y K. Dick, es un personaje atormentado. Su tragedia radica en las obsesiones y penurias del moderno Prometeo, ya que, como el Frankenstein, de Mary Shelley, en su conciencia palpita la desesperación por integrarse a un mundo que no le pertenece. El robot, como la criatura que reclamaba al ególatra científico un poco de cariño, un poco de simpatía y, sobre todo, una compañera (recordemos que en la novela de Shelley, la figura del monstruo adopta el metafórico carácter de un hijo desdeñado y un ser cuya deformidad le acarrea la repulsa y la persecución de los aldeanos, mientras que Víctor Frankenstein, el vanidoso sabio que juega a usurpar el papel de Dios, representa al padre putativo de ese horroroso ensamble de articulaciones, tripas y pellejos), tarde o temprano, deberá asumir el dilema de la orfandad genealógica y espiritual y, en consecuencia, el exterminio, porque el robot nunca será humano (aunque lo parezca), no experimentará sentimientos o emociones (aunque intente recrearlas) y tampoco tendrá derecho a la esperanza, pues su vida, mejor dicho, su existencia, está programada con la severa exactitud de un algoritmo. En suma, el drama del robot radica en que si el hombre sabe que va a morir pero desconoce el día, la hora y el modo en que lo hará, el robot arrastra su condena desde la génesis. No obstante, la paradoja de este cruel y patético destino radica en la responsabilidad de sus creadores: al diseñar y construir un androide, los científicos pueden olvidar que, a pesar de todo, la vida tiene cierto encanto, y el autómata corre el riesgo de acostumbrarse a ella. Con todo y el inconveniente de funcionar a partir de un código moral.
AQ