En agosto de 1977, entré a trabajar en la Dirección de Literatura del INBA. Al año siguiente estuve a cargo del ciclo Veladas Literarias. En 1980, gané una beca para escribir un libro de cuentos. Me resultó muy tortuosa su escritura: no sabía lo suficiente del género. Lo terminé en 1987. No sabía cómo titularlo. Ignacio Trejo Fuentes, compañero de oficina, me había comentado que el título debería abarcar y representar la atmósfera del libro:
—Un título de cuentos o novela debe ser tan bueno que, apenas uno lo lea, diga: “Ah, chinga-chinga-chinga”, porque desde ahí anuncia, promete, que el contenido debe ser muy bueno.
A lo largo de los días le estuve diciendo títulos tentativos, con marcada indiferencia, los descartaba. Una mañana le dije:
—¡Ya lo tengo! Malagato.
—¡Ah, chinga-chinga-chinga! —exclamó admirativo—. Y qué chingaos es eso.
—Me encontré la palabra en uno de los textos que estamos leyendo para la Colección La Matraca. Son dos personajes populares que están hablando de un tercero, que es muy mala persona. Uno de ellos está de acuerdo con todo cuanto escucha y determina que el tipo es un malagato
A mediados de 1980 me vi obligada a renunciar a la organización de las Veladas Literarias porque Juan José Bremer, director del INBA, pidió mi renuncia. Sucedió que el escritor José Quezada me solicitó que leyera un fragmento de su libro; me aseguró que él leía muy mal. A la mañana siguiente, Gustavo Sainz me pidió que fuera a su oficina y me comentó que a una funcionaria del Palacio le había molestado profundamente que hubiese leído un texto plagado de palabrotas altisonantes ante el público que estaba esperando entrar a un concierto. La mujer consideró una falta de respeto al recinto de las Bellas Artes. Se quejó con Bremer y este le pidió mi renuncia a Sainz, quien le respondió:
—No la voy a despedir, pero no volverá a tomar el micrófono ni tener trato con el público.
Y me mandó a la Redacción de La Semana de Bellas Artes como asistente de Arturo Trejo Villafuerte, jefe de redacción, con la lectura de textos y elaborar secundarias. Arturo no ocultó su disgusto y soportó la humillación de trabajar con una novata. Ignacio y Arturo llevaban magnífica amistad. Nacho decía que Arturo era su papá, por la coincidencia del apellido paterno y haber nacido en Pachuca. Arturo le llamaba Niño Nachoti.
En una noche de copas, Ignacio y yo terminamos acostados en el sillón de la sala de Arturo sin que haya habido entre nosotros previo coqueteo ni gusto mutuo. Sucedió un encuentro cercano, pero no profundo. Jamás lo fue porque Ignacio siempre estaba tan borracho que la languidez lo acompañó en los eventuales encuentros que tendríamos a lo largo de tres meses. Era una relación encubierta y animada por el alcohol y la noche. Trejo no trabajaba en el suplemento, pero se pasaba horas en la Redacción. Era innecesaria mi presencia en las noches de cierre de la edición, pero yo acompañaba a los Trejo, que tomaban cubas del Bacardí añejo que les obsequiaba. El diseñador que enviaba la imprenta iba formando las planas en la oficina. Los Trejo se curaban las heridas del amor —habían sido rechazados por sus amadas novias— emborrachándose todos los días laborables.
Un tema recurrente en la Redacción eran las aventuras que ambos vivían en las cantinas —donde estaba prohibida la entrada a mujeres— y cabarés. Muchas veces, los Trejo se fueron a la cantina La Nochebuena, cortándome la posibilidad de acompañarlos. Antes de irse, mientras recogía las cosas de su escritorio, Ignacio solía pronunciar unas frases de incomprensible significado y que, invariablemente, hacían reír a Arturo:
—¡Vamos, vamos! La Rana Sabia, ¡15 pesos!
Ahora sé que era el ofrecimiento de los taxistas a la salida de los cabarés para los noctámbulos que quisieran seguir la fiesta; La Rana Sabia jamás cerraba sus puertas.
Un sábado, Ignacio y yo coincidimos en la casa de Lucía Rivadeneyra, quien nos había invitado para que la viéramos bailar flamenco. Cuando salimos, rumbo al metro, Ignacio me invitó al departamento que le había prestado Mireles, compañero de Literatura. En la mañana del domingo, Ignacio me dijo:
—Ah, mira, te voy a leer un texto muy tonto, pero muy chistoso —y tomó un librito rojo del librero—; se llama “Consejos para ser un buen ladrón” de Enrique Jardiel Poncela.
Eran diez consejos; en el séptimo, recomienda que, mientras el ladrón encuentra la casa a la que entrará a robar, vaya muy quitado de la pena comiendo cacahuates en un cucurucho de papel. Porque nadie podría sospechar ni recelar de un ladrón que vaya comiendo cacahuates. Además, si la policía llegara a aprehenderlo no podrían agregarle el agravante de alevosía y ventaja.
Con esa anécdota, Ignacio y yo tejimos circunstancias embarazosas en las que podríamos involucrarnos; mientras las íbamos resolviendo nos ofrecíamos mutuamente cacahuates imaginarios. Quizás estábamos pecando de idiotas, pero reímos por horas.
Sin previo aviso, Mireles regresó a su casa; apenas se dio cuenta que Trejo y yo teníamos onda, nos corrió, furioso. Trejo y yo nos miramos como preguntándonos qué hacer, a dónde ir. Encogiéndose de hombros, resolvió:
—A comer cacahuates, qué más —la obvia resolución la celebramos con una cauda de festivas carcajadas. Acto que enojó más a Mireles.
Esa tarde, Ignacio me llevó a la calle de Córdoba, en la colonia Roma, al cuarto de azotea donde vivía. Su roomie era Chuy Hidalgo, sinaloense. A partir de ahí, visitaría ese mínimo espacio en diversas ocasiones. Ese lugar era punto de reunión de jóvenes que acudían a platicar, fumarse un cigarro o tomar cerveza. Y yo ahí, sentada en la cama baja de la litera, donde dormía Chuy, que siempre estaba vacía porque él trabajaba de mesero. En una ocasión, a Nacho y a mí, se nos subió la encervezada sangre y discutimos visceralmente; por fortuna, los asiduos visitantes detuvieron en el aire los manotazos que intentamos lanzarnos.
Una tarde, Ignacio se estaba preparando para ir a una presentación. Se bañó y se puso unos pantalones de pana negra, que le quedaban largos. Él lo resolvió con un doblés hacia afuera. Su solución mereció mi reproche:
—Nacho… Fernando del Paso jala a mucha gente; incluso, a escritores. Y bien que lo sabes; por eso te compraste un saco que hiciera juego con el pantalón. Eres el ponente principal; no está bien que vayas todo guandajas. ¡Ándale, consígueme o vete a comprar una aguja y un hilo negro! Voy a dobladillar el pantalón. ¡Pérate, no te lo quites! Déjame tomarte la medida —me hinqué y medí con los dedos el ancho del dobladillo. Ignacio, festivo, comentó:
—Si parece que me está regañando mi mamá. ¡Ya sé! De ahora en adelante serás Mamá Josefina —durante toda su vida así me llamó cada que lo regañaba, que no era difícil.
En términos generales, Nacho y yo derrochábamos ingenio en las parrandas. Pero al encontrarnos en la oficina, su trato era de helada cordialidad. Situación que empezó a fastidiarme. Sobre todo, porque en los cocteles solían aparecer pretendientes que solicitaban mis galas. Al día siguiente, el genial comediante que podía ser Arturo hacía su rutina:
—Anoche, ¿a quién se ligó Josefina?
Y caricaturizaba las acciones de arrobo que había visto en el joven escritor. Imitaba cómo me llevaba la copa y me encendía el cigarro y me firmaba su libro.… Por eso me enrabiaba tanto la indiferencia de Nacho. Ay, pero si yo puedo andar con quien me dé la gana. Con cualquier escritor. Por qué tengo que andar mendingando un veinte de pélame de este idiota. Aych. Lo juro, verdá de Dios: Un día voy a hacerle caso al primero que me haga la corte.
El asesinato de John Lennon le dio más pimienta a la sal de nuestros corazones mal encaminados. Todo ese día, en la Redacción, escuchamos las canciones de su último disco. Sainz me comentó:
—Lennon abandonó la música; casi ya no escribía. Y ahora, muerto tan joven, todos perdemos. Un artista jamás debe permitirse dejar de crear. Nunca.
La tarde del 12 de diciembre nos fuimos a comer, los Trejo y yo, a un decadente restaurante de la calle de Dolores. Casa decimonónica donde solía tocar un viejo pianista, flaco y triste, su desafinado piano, mientras las prostitutas revoloteaban discretamente en la penumbra. Ignacio venía de viaje. Siempre acudía a las premiaciones del interior de la República en representación de Gustavo. Arturo nos propuso ir al Molino Rojo. Nos sugirió que lo esperáramos en la casa de Nacho mientras él acudía a la entrega de un premio de poesía y cuento en la Glorieta de Insurgentes. El premiado en cuento, de la convocatoria Los otros editores, era el colombiano Eduardo García Aguilar, quien esa noche lució un elegante abrigo negro que se había comprado en San Francisco. Fue un coctel muy concurrido por editores independientes y jóvenes creadores. Arturo se encontró con Vicente Quirarte, jurado de poesía, y Sandro Cohen; a los dos les comentó que tenía planes de ir al Molino Rojo. Entusiasmados quisieron acompañarlo. Él aceptó, pero les dijo que antes debía pasar por Trejo. Mientras recorrían las calles de la colonia Roma, Sandro le fue haciendo preguntas a Arturo:
—Oye, cómo se llama la muchacha que organiza las Veladas Literarias. Ya no la he visto.
—¿Martita Bernal?
—No. Ella es secretaria. La que te digo tiene el pelo largo, dientes y sonrisa grandes.
—Ah, debe ser Lupita.
—No. Es increíble que no recuerde su nombre, pero si me lo dices… Es cuentista.
—Debe ser entonces… Ay, cómo se llama… Tengo su nombre en la punta de la lengua.
—Tampoco la he visto en la librería. ¿Trabaja ahí?
—No sé. Muchas chavas hacen su servicio social y no vuelves a verlas. Ni idea, mano. No sé quién pueda ser.
Cuando llegaron a la casa de Ignacio, Arturo gritó hacia lo alto:
—¡Niño Nachoooti! Asómate al balcón…
Me acerqué a la barda y lo saludé. Sandro, como si hubiese visto una aparición, balbuceó:
—Eees ella. ¡Ella es! —apuntando con el índice hacia el cielo.
Doña Gloria, la casera, abrió la puerta y pasaron los tres poetas. En cuanto Arturo me vio, se acercó a mi oído para decirme, fastidiado:
—Vengo hasta la madre… Todo el tiempo pregunte y pregunte y queriendo saber de ti.
—¿Quién? ¿Vicente o Sandro?
—¡Sandro!
Ay, qué bueno —pensé.
Había llegado la hora de cumplir mi amenaza. El despecho y la rabia todavía me ahogaban. Esa tarde, apenas entramos al cuartito, cuestioné a Ignacio:
—Qué onda con nosotros…
—De qué.
—Cómo que de qué. ¿Vamos a seguir como hasta ahora? Si estamos pedos, papas. Pero al otro día ni te conozco… ¿De eso se trata? ¿Así va a ser siempre?
—Sí.
—Ah. Bueno… Nomás quería confirmarlo.
Ignacio se subió a la litera y se durmió de inmediato. Salí a la azotea, donde había un cartón de cerveza, caguamas. Abrí una botella. Llegó Juan, el hijo de doña Gloria, quien también vivía en la azotea. Nos sentamos a beber cerveza tibia.
Arturo fue a despertar a Ignacio. Bajó solo y determinó que nos fuéramos. Salimos a la desierta noche. Arturo y Vicente iban al frente, platicando animadamente. Yo caminaba al lado de Juan. Me volví a ver Sandro y le pedí que se emparejara con nosotros. Le invité cerveza; tomó un trago. A cada uno de mis acompañantes, les ofrecí el ángulo de mi brazo; caminamos enlazados, bebiendo cerveza. Nunca encontramos el taxi que nos llevara a la colonia Obrera.
Llegamos al Molino Rojo; estaba tocando una orquesta. Grupos de hombres llenaban las mesas. Mujeres jóvenes, fichaban. Nos sentamos en una mesa baja. Juan le preguntó a Sandro en qué trabajaba su papá.
—Es soldador. Obrero.
—Me estás vacilando. ¿Y tu mamá qué hace?
—Es psicóloga. Trabaja en un colegio.
—Me estás cotorreando.
Sandro parecía fastidiado. Yo estaba sentada muy cerca de él. Vi que los cristales de sus anteojos estaban sucios. Con cuidado le quité los lentes, los mojé con agua y, con la servilleta de tela, los limpié. Se los coloqué. Acto seguido lo invité a bailar. Estaban tocando “Serás”, de José José:
Y tú, jamás te enamoraste de mí.
Será, seguramente, por eso, por lo que ahora estoy triste.
Esa canción era la joya negra que coronaba mi despecho. Sandro no sabía bailar, pero intentaba seguirme el paso. Sin más le di un suave beso en el labio inferior de su carnosa boca. Terminó la canción, nos dirigimos a la mesa. Sandro me preguntó:
—¿Dónde vives? ¿Quieres que te lleve a tu casa? Pero tengo mi coche en un estacionamiento de la Doctores. Habría que ir por él.
—Mira, si quieres volver a verme, será sin alcohol. En nuestro juicio. Y jamás nos volveremos a encontrar en un antro de mala muerte. Si no, mira, aquí la dejamos: en la peda. Y no pasó nada. Digo, tampoco es que esté pasando algo…
—¿Por qué me dices todo eso? No entiendo. ¡Claro que quiero volver a verte!
—Pues será regresando de vacaciones. Me voy a Mazatlán, el lunes a mediodía. Ya tengo los boletos —ya había acordado ir a visitar a Chuy, quien sería mi anfitrión.
Cuando salimos del Molino observé que Arturo se había excedido en tragos; lo vi muy descompuesto mientras esperábamos los taxis. Sandro me preguntó si nos íbamos juntos para ir por su coche.
—No. Mejor acompaño a Arturo a su casa; me preocupa dejarlo solo.
—¿Entonces irás el café? Arturo siempre va —feliz y esperanzado, propuso.
—Sí, allá nos vemos.
En cuanto llegué a la casa de Arturo, me senté en su sofá; recargada en la pared, a tomar de una botella de agua mineral.
—De dónde sacaste eso —preguntó, extrañado.
—Del Molino.
—Eso no se hace. No se saca nada. Debiste haber avisado. A veces revisan al salir y la hacen cansada si te sacas algo.
Arturo se retiró a dormir, moviendo negativamente la cabeza; lamentando haberse guardado una regla elemental de la etiqueta de los tugurios. Yo no estaba para razonar nimiedades; era hora de pensar con seriedad:
Estoy re-ma-ta-da-mente loca. Ahora resulta que me pongo a besar a un cuate que ni me va ni me viene. Si hasta le prometí a Felipe que ya me iba a portar bien. Y nada, coqueteando con el primero que pasa. Al segundo, ponle tú. Porque hiciste trampa, Josesita. A ver, ¿por qué no besaste a Quirarte? Ah, pero apenas te enteras de que le gustabas a Sandro, y ahí vas… O sea, no hay victoria alguna en tu ligue. Tengo que pararle. Ya no voy de vacaciones. Seguro voy a conocer a puro borracho desmadroso, qué flojera. Arturo sigue muy sacado de onda por su truene y está tomando mucho. Además, se queda él solo a sacar los números adelantados de la Semana. Ya ni la jodo, ahora resulta que ¿ando con tres? Bueno, el idiota de Trejo ni cuenta. Ya me hartaron sus aires de grandeza. Estúpido.
A la mañana siguiente, a la entrada del metro, llamé por teléfono a la casa de mi suegra, quien de inmediato me preguntó:
—¿Cómo amaneció el niño?
—No la escucho bien —me sorprendió su pregunta y fingí no entenderla.
—Anoche se fue con temperatura —sentí que me tragaba un sapo.
Colgué y le dije a Arturo que debía de ir a mi casa para ver de qué estaba enfermo mi hijo. Por fortuna, lo encontré bien. Al día siguiente, le conté a mi hermana Carolina mi coqueteo con Sandro.
—Cómo es. A ver, descríbelo.
—Es un güerito chistoso.
—Eso qué quiere decir.
—Cuando lo conocí, el año pasado, me pareció muy guapo. Pero ahora, anda con una barba toda loca, como de Rasputín. Se ve rarísimo. Luego, usa camiseta blanca debajo de la camisa. Anteojos. Rubio, ojos verdes. Tiene facha de jipi persignado. O sea, un güerito chistoso…
El lunes llegué a la oficina vacía. Sólo estaba Arturo, quien alarmado me preguntó:
—¿Qué haces aquí? Tenías que estar en la estación —vio su reloj—. Tu camión sale en una hora, ¿se te olvido algo?
—Decidí ya no ir. Le paro a la parranda. Y a todo el desmadre con Nacho y sus amigos. Vine a chambear.
—¿Sabes quién está hablando desde las 10 de la mañana?
—No, quién.
—Sandro.
—Pero si le comenté que me iba de vacaciones.
—Eso mismo le dije, pero quedó de hablar al mediodía. Ya no tarda.
Empezamos a trabajar. A las 12, sonó el teléfono. Recorrí el pasillo para levantar la bocina. Sandro me saludó con alegría. Seria, le respondí:
—Buenas tardes. Pero, ¿por qué me estás llamando? Si te dije que me hablaras en enero.
—Sí, pero ya ves que no. Algo me decía que no te habías ido. Y qué bueno: quiero invitarte a comer.
—Está bien. El miércoles.
—Falta mucho. Por qué no hoy. O mañana.
—El miércoles, a las tres.
Estaba decidida a despedir a Sandro y darle carpetazo al azar errático e intempestivo del último trimestre del año. Ahora, las citas tendrían que desenvolverse en el terreno de los cánones clásicos.
El miércoles, como a la una de la tarde, llegó Ignacio a la Redacción. Se sentó a fumar. Arturo, en su papel de actor de comedia, preguntó:
—¿A quién se conquistó Josefina el viernes? ¡No vas a creerlo, Nacho! Ni te imaginas. Nadie podría imaginárselo.
—No, no sé. Cómo quieres que sepa.
—Si no te hubieras quedado dormido lo sabrías. Pero camarón que se duerme le bajan a la chava… ¡Jajaja! O cómo va ese dicho.
—A quién.
—¡A Sandro Cohen, cabrón! El sábado llegó al café con un soneto y una guitarra. Después fuimos a un restaurante alemán, en la Condesa. Y como Josefina no llegó, como habían quedado, él se tomó unas cervezas alemanas, que son muy pegadoras, y terminó, con Navarro, cantando rancheras de Antonio Aguilar. Nomás me acuerdo y me da risa; se veían bien chistosos en el camellón.
Ignacio carraspeó, en un intento de controlar pensamiento, voz y tono. Pero se quedó callado, cejijunto y fumando. Percibí el asombro que a Arturo le despertaba el hecho de que Sandro hubiese escrito un soneto; yo entendía que era un poema, pero ignoraba su grado de dificultad. En todo caso, a mí no me impresionaba: asistían al café para leer sus poemas y tallerearlos. Arturo remató su actuación:
—Quién sabe qué le dijo o qué le hizo Josefina, pero lo trae loco. Al rato viene por ella; van a salir a comer. Y parece que van a ir a un lugar elegante. ¡Jajaja! Así no se arregla cuando sale con nosotros.
Las pocas frases que cruzamos Ignacio y yo, de música clásica o literatura, me corrigió en todo. Era clara su intención de hacerme sentir idiota e ignorante. Se retiró antes de que llegara Sandro.
AQ