La policiaca era la sección de sociales para los del barrio. Una vez el Monchi posó con la señal de peace and love. Lo detuvieron porque “Robó un auto para pasear”.
El perifoneo nos alertaba. Soltábamos amarras y en chinga atravesábamos el baldío. Regresábamos con la emoción de encontrar las historias de barandilla.
Una vez nos amanecimos con la inquietud de tener el periódico en las manos. Porque al Cara de fierro le pusieron cola los de la autoridad. Por entre las calles del barrio, él en su Galaxie setentainueve, los patrulleros en sus lanchones con torretas que apabullaban la oscuridad de los callejones.
Fue nuestro héroe el Cara de fierro, porque les plantaba la cara a los chotas. Cada vez que se le prendía el foco se la aventaba, luego llegaba al barrio y repartía dulces y cervezas. A veces prendía el carbón.
Nos enteramos a través de la nota que lo apañaron cuando el coche se quedó sin gasolina, a un ladito del parque Madero. Pero “Opuso resistencia a particulares y se levantó proceso para determinar las causas que pudieran determinar su culpabilidad”.
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La nota roja hasta ahí. Era esporádica la publicación de un asesinato. Los levantones no existían. A veces se ponían de moda las aprehensiones por “Maltrato familiar”. Como aquella vez en la que el Chuy Guango se peleó con su familia entera y la beligerancia tuvo su fin en las celdas de la policía judicial.
Crecimos así, con la lectura debajo de un árbol, las historias trágicas de la raza del barrio. Celebrábamos su aparición en los diarios. Luego esperábamos a los personajes cuya fama fenecía al día siguiente.
Era costumbre que los involucrados en la nota roja nos dieran su versión íntegra de los hechos. La mayoría de las ocasiones desmentían la información que se publicaba, “Es puro pedo que los haya querido sobornar, si no traía ni para el camión”. “Esa parte donde dice que intenté darme a la fuga, es un invento, pinchis mulas huevones, si yo me metí solo a la patrulla, porque ninguno de los dos quería ponerme las esposas”.
Y así las historias de ladrones y gendarmes. El divertimento de la raza, la literatura incipiente cuando la formación se asomaba silvestre, la única conducción que teníamos era la de la intuición. Olíamos el bien y el mal. Nuestros padres nos dejaban ir como en esa metáfora del pescador que le da hilo al pez ya inserto en el anzuelo.
Han pasado los años. La información se torna en un cambio desesperanzador. Ya no esperamos el perifoneo para encontrar los rostros de nuestros compas, con pies de fotos por demás lúdicos.
Ahora la crueldad es el pan de todos los días, ni la santificación de un tres de mayo, ni el inicio de cuaresma, ni el natalicio de Jesús nuestro señor, aportan reflexión o respeto para quienes jalan de su rabia contra el prójimo.
Las desapariciones forzadas o los asesinatos burdos, la inexistencia del pudor o los códigos tácitos, se han puesto de moda.
Ayer fue un niño a quien se llevaron de su domicilio. Antes también acribillaron a un comerciante en la banqueta de lo que fue su negocio.
Al tiempo la nota roja dejó de ser el atractivo aquel con el que nos divertíamos. El perifoneo anunciando el morbo sutil, se transformó en un cuchillo que nos lacera los oídos. Un cuchillo que nos rasga la emoción a cada instante.
Carlos Sánchez
Escritor, periodista, editor. Entre otros libros, es autor de 'Linderos alucinados', 'Matar (crónicas desde el infierno)' y 'En el mar de tu nombre'.
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