Las palabras están siempre queriendo significar algo distinto. No es sólo que los escritores y los poetas, sobre todo los poetas, las obliguen a decir otra cosa de lo que siempre han dicho, sino que ellas mismas se bifurcan, alteran sus significados, y, aprovechándose de los descuidos de la conciencia, se cuelan en ella cuando la agarran cansada y desprevenida, particularmente cuando utilizan los exasperados túneles del insomnio.
En mi niñez nadie podía convencerme de que el abdomen era la cavidad del tronco humano entre el tórax y la pelvis, sino el abominable Abdomen, un monstruo entre hombre y animal, es decir, abdominado, de espantosos labios colgantes y babosos, que acechaba a la salida de las escuelas disfrazado de vendedor de helados para violar niñas y niños: era, por supuesto, el Abdominable Hombre de las Nieves. Y cuando mi padre sufría una úlcera yo le sospeché un amorío extraconyugal, porque Úlcera no podía ser sino un nombre propio de mujer, y yo comprendía suspicazmente a mi madre cuando le decía a mi padre: “Jenaro, cuidado con la Úlcera”.
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Todos sabemos que el desvelarse provoca una artera alquimia trastocadora del cerebro. Entonces las palabras se lanzan a un delirio delincuente y el escritor cree que no se le ocurren más que ideas geniales; desvergonzada ilusión que el alba suele desvanecer. Esto nos pasa sobre todo a escritores de inspiración pobre y mansueta en cuanto transgredimos la frontera de la vigilia, aunque hay escritores trasnochados a los que el desvelo les sienta bien. A unos y otros, como quiera que sea, las palabras nos pueden sorprender con un giro súbito, desplazador de significados. Sucede tanto cuando escribimos como cuando leemos. Una noche de hace poco me hallaba transcribiendo del libro El circo, para una antología de Ramón Gómez de la Serna, campeón de las noches en vela y a pluma (estilográfica), el párrafo siguiente:
“Miramos demasiado a la trapecista, ¡oh, ofendiéndola!, fijándonos intensamente en sus piernas mórbidas”.
Y de pronto me salió al paso esa ofendiéndola. ¿Qué era una ofendiéndola? ¿La péndola dorada de un reloj, un ave barroca pariente de la oropéndola, una flor exótica y barroca, digna de tanta musicalidad en el nombre? El pensamiento me empezó a fosforecer en una mise-en-scéne que erigía cierta ondulante y profusa decoración vegetal o mobiliaria, exquisitamente operática, en medio de la cual la ofendiéndola coruscaba con una luz de bisel de espejo. Acudí al diccionario académico, a una enciclopedia, a lexicones (que con perdón así se llaman), pero no obtuve sino el silencio absoluto sobre esa palabra. Me fui a dormir con el espíritu ahogadamente poblado de ofendiéndolas que componían un paisaje como algunos cuadros de Max Ernst en los cuales lo vegetal y lo mineral y lo animal se promiscúan hasta indistinguirse de modo alucinante.
Al día siguiente, cuando volví al párrafo ramoniano, el significado de la palabra dejó de estar obturado y tergiversado. Por supuesto: ofendiéndola, no un sustantivo, sino un gerundio de ofender, en modo de enclítico. Enigma aclarado. Pero ¿necesito decir que tras la aclaración me sentí robado, despojado de esa misteriosa, magnífica, expandida y aromáticamente cursi ofendiéndola que florecía acaso en un jardín musical de Offenbach?
ÁSS