Su madre partió en noviembre. En “Panteón de Dolores”, uno de los relatos más íntimos de Manual para mujeres de la limpieza, Lucia Berlin evoca el Día de Muertos que pasó con su hermana Sally en la Ciudad de México, y discurre sobre la ofrenda, el tributo que dedicamos a nuestros fallecidos a través de los obsequios que desearían encontrar en la vuelta transitoria al mundo que dejaron: sus platillos favoritos, cigarros, alcohol, dulces, retratos, calaveras de azúcar con sus nombres y los nombres de sus amigos, caléndulas, flores de terciopelo o de papel. En “Panteón de Dolores”, Berlin también recuerda la manera en que, llegado el día, sus sobrinos despidieron a la abuela: “En la ofrenda a nuestra madre, los hijos de mi hermana pusieron decenas de encapuchados del Ku Klux Klan. Ella los repudiaba por ser hijos de un mexicano. También pusieron chocolatinas Hershey, Jack Daniel’s, novelas de misterio y muchos, muchos billetes de dólar. Somníferos, pistolas y cuchillos, porque ella siempre se estaba matando. Ninguna soga... Solía decir que era mucho lío”.
- Te recomendamos Cámara oscura: más que la realidad, por Avelina Lésper Laberinto
La imagen de esa ofrenda parece un montaje de locos, un chiste rencoroso, pero en realidad fue un homenaje sincero y muy mexicano para una difunta peculiar, ya que la madre de Lucia fue más que alucinante: alcohólica, déspota, xenófoba, segregacionista, violenta, ambiciosa, acomplejada, seca como un trapo. Una mujer cuyo odio por la raza y la cultura azteca fue indomable: “Me cuesta entender por qué nuestra madre odiaba tanto a los mexicanos. Quiero decir más allá del prejuicio heredado de todos sus parientes texanos. Sucios, mentirosos, ladrones. A ella le repugnaban los olores, de cualquier clase, y los olores de México le parecían aún peores que los humos de los coches. Cebollas y claveles. Cilantro, pis, canela, goma quemada, ron y nardos. Los hombres huelen en México. El país entero huele a sexo y jabón. Eso es lo que a ti te aterraba, mamá, igual que al viejo D. H. Lawrence. Aquí es fácil que el sexo y la muerte acaben confundiéndose, nunca dejan de latir. Un paseo de un par de manzanas es sensualidad pura, está cargado de peligro”.
Berlin vivió en México y fue feliz. No con esa obstinada e ilusoria felicidad que se procuró Jack Kerouac ni con la desesperada felicidad de Malcolm Lowry, quizá porque los espacios que habitó, pueblos a la orilla del mar o casonas en el campo, le proveían una saludable sensación de austeridad espiritual, estado que ella metaforizaba como abstinencia, sobriedad, tras la resaca eterna de los mejores años de su vida, el tiempo en que se convirtió en su propia madre, esa mujer que vestía con abrigos raídos, que usaba ligueros, medias y tacones, la mujer que volvía a casa tambaleante y se apoyaba en los muros y las barandas con manos enguantadas, y agitaba su melena olorosa a bourbon, vodka o tinto barato que en vano intentaba ocultar en su opulencia desgastada, porque lo que no podía disimular era su pérfido interior: “Mamá, tú veías la fealdad y el mal en todas partes, en todo el mundo, en todos los lugares. ¿Estabas loca o eras una visionaria? Qué más da: no soporto la idea de acabar como tú. Me da mucho miedo. Estoy perdiendo el sentido de lo que es... precioso, verdadero”.
Lucia Berlin nació y murió un mismo día de noviembre. El 12 de 1936 en Alaska, el 12 de 2004 en Marina del Rey, California. Lo que más le avergonzó fue la temporada de embriaguez como espejo de su progenitora aunque en sus relatos, recuerdos de familia al fin, es posible reconocer que, como madre, fue más afectuosa y entrañable. Difícil saber si sus hijos le ponen una ofrenda.
RP/ÁSS