La opulencia destructiva

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

En la literatura y en la vida, hay distintas formas de tratar la riqueza: se esconde, se presume o es sinónimo de libertad.

Leonardo DiCaprio, Carey Mulligan y Joel Edgerton en la versión de 2013 de 'El gran Gatsby'. (IMDb)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En El gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald sugiere que el mérito de las grandes fortunas no es dilapidarlas sin escrúpulo, sino ser parte de ellas. Recordemos: todas las noches, el palacete del misterioso vecino de Nick Carraway en Long Island Sound, era una multitudinaria bacanal a la que asistía lo más selecto de la fauna neoyorquina. Los sirvientes dispensaban champagne a copas llenas; repartían cantidades industriales de bocadillos que, en el monstruoso desperdicio, erigían un impío monumento a la glotonería; las parejas se enzarzaban en beodas calistenias animadas por orquestas profesionales, porque el enigmático vecino de Carraway no se andaba por las ramas: en sus bailes no tocaban conjuntos de cuatro o cinco instrumentos andrajosos, de lo que se trataba era de mostrar el músculo de la riqueza incalculable.

En la primera fiesta a la que acudió, cuyo gentío hacía pensar que todo el mundo estaba invitado, Carraway le pregunta a su compañera, la guapa golfista Jordan Baker, quién era el anfitrión y a qué se dedicaba. Jordan le responde con vaguedades pero afirma: “sea como sea… la cuestión es que da grandes fiestas. Y las grandes fiestas me gustan, son tan íntimas…, las fiestas íntimas carecen de intimidad”.

Las palabras de miss Baker sintetizan la fórmula que Andy Warhol decretó para ser chic: estar presente en todos los convites glamorosos, alardear del despilfarro, y sobre todo, ser el anfitrión. Es más redituable. Por eso, cada vez que le era posible, Warhol prefería hospedar en la Factory a todo tipo de especímenes con clase (y sin ella), que hacer gira nocturna. Pero esa es otra historia, porque el punto es que, aunque el malogrado millonario Jay Gatsby se esfuerza por agasajar hasta al último gorrón, fracasa en todo lo que aspira por estar falto de estirpe, de círculo social y de pasado.

Ahora bien, ¿de dónde provenía la riqueza de Gatsby, era legal o mal habida? A pesar de las murmuraciones, el origen de su fortuna a nadie le importa ni le quita el sueño, porque en el universo literario de Scott Fitzgerald (Este lado del paraíso, Hermosos y malditos, Suave es la noche, El último magnate), la falsa moral radica en que la ostentación no es reprobable. El pecado es no contar con pedigrí.

Hoy en día, la falsa moral aplica otros argumentos. Usemos como ejemplo las fiestas de Jay Gatsby. Para ciertas sensibilidades, brindar un ágape opulento es imperdonable. Lo obsceno, entonces, no es tener dinero sino gastarlo con pompa, presumirlo, y he aquí la confusión: para ser virtuoso hay que esconder, tapar el tesoro. Disfrutarlo en la intimidad que, decía Jordan Baker, en realidad carece de la misma, y es peor aún, porque en privado, los avaros son los únicos que hallan consuelo en sus fortunas.

En La música del azar, Paul Auster le confiere al dinero algo más que la capacidad de poder comprar lo que se quiera. Ese atributo es la libertad. De marcha interminable. De placer por el dispendio. De no volver a pensar, precisamente, en el dinero. Y es que, en la novela de Auster, lo único cierto es que el capital se consume por naturaleza. Acumularlo es absurdo, inútil. Por sí sola, toda fortuna busca el movimiento, y va a la contra del falso ascetismo que mira a la opulencia como algo destructivo, mientras predica la austeridad como facha de honradez. Aunque sea pura apariencia.

AQ

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