Dice Octavio Paz en su admirable monumento escrito Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, un suntuoso tombeau vivant para la monja poeta:
“En las celdas no sólo se alojaban las monjas sino las ‘niñas’ confiadas a su cuidado y las criadas. Tampoco en esto sor Juana fue una excepción. Durante los primeros años de vida conventual la acompañó su esclava, una joven mulata cuatro años menor que ella, Juana de San José, que su madre le había donado al tomar los hábitos. Vivió con ella unos diez años; en 1683 la vendió, a ella y a su hijo de pecho, por doscientos cincuenta pesos oro a su hermana Josefa. […] No se sabe si tuvo otras criadas o esclavas. Me inclino por la afirmativa”.
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¿Quién era Juana de San José? ¿De dónde venía? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿Cómo fue su vida con y antes y después de Sor Juana? ¿Cuáles fueron sus trabajos en el convento? Si sor Juana se levantaba a las seis para “los rezos de la prima”, ¿a qué hora madrugaba la otra Juana? ¿Salía del convento a hacer las compras? ¿Qué cosas le cocinaba a su ama? Su hijo de pecho ¿fue fruto del amor con un igual o de la violación cometida por un señor criollo? ¿Cuánto calor humano hubo o no hubo entre las dos mujeres? ¿Cuáles eran los sentimientos de la esclava respecto de su ama? ¿Tuvo algo que ver esta otra Juana con la literatura de Juana Inés (por ejemplo: como “documentación” para los jocosos villancicos en que hablan negros y mulatos)?
Estas preguntas se quedan inútilmente persiguiendo respuestas; Juana de San José no fue la modelo del más mínimo “engaño colorido”, no existió para los pintores como no existiría para la Historia, no es ni siquiera un personaje fantasma gris, y ni la sombra de un micropersonaje: es sólo un nombre y dos o tres escuetos datos; y, puesto que seguramente nadie, ni el microhistoriador más micro, investigó la persona de Juana de San José, la mulata se ha desvanecido en la Historia como tantos seres que (diría el androide del filme Blade Runner) se perdieron en el tiempo “como lágrimas en la lluvia”.
La Historia no es una balanza equitativa, no es democrática: se deja mover, y conmover, por personajes de primero, segundo y tercer planos, que son sus figuras; y a los demás, los de fondo del encuadre, los que no mueven sino que son movidos por los acontecimientos, los hace, no figuras, sino números en la suma, evaporados en el resultado global. Así, sor Juana, con toda justicia y para fortuna nuestra, está en la Historia y en gran historia de la Cultura Mexicana, y tiene grandes biografías, dos de ellas debidas a ilustres poetas, Nervo y Paz. Y la otra Juana, la mulata que durante diez años sirvió y compartió con su ama la celda conventual, la intimidad, la vida, en el mismo espacio de ella, dentro de la misma respiración del tiempo sorjuanino, no está en la macrohistoria, ni tiene minibiografía, como no sean el contrato de compraventa entre Sor Juana Inés y su hermana y tal vez alguna mención en algunas otras biografías, más las seis líneas del libro de Paz, esas líneas que fueron para mí, en la lectura de las seiscientas y pico necesarias páginas dedicadas a la maravillosa poeta, como un brevísimo e intenso “grito del silencio”, apenas un latido del innumerable corazón del tiempo.
ÁSS