Pertenecí a la Resistencia. Cuando se creó el gobierno colaboracionista de Vichy me reclutó monsieur Reynaud.
Había una comunidad alemana y una francesa. Hubo, por supuesto, una refinada mercería gala y una poderosa tienda germana. Había disputas financieras entre ambas casas comerciales, incluso piques entre los empleados. La guerra franco prusiana las llevó a un plano más personal. Los alemanes se reían de los franceses por haber perdido la guerra contra Benito Juárez. Y la Segunda Guerra Mundial catapultó esa rivalidad.
Los alemanes fueron prácticos: del puerto zarparon jóvenes voluntarios que al llegar a Hamburgo de inmediato se fajaron la daga de las SS, amén de las contribuciones en metálico que los comerciantes hicieron al Tercer Reich. Los franceses respondieron con propaganda, un frente asimismo combativo: editaron Francia libre.
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Fui el encargado de distribuirla. La misión consistía en comprar un bulto de ejemplares de El correo de la tarde, encartar en él a manera de suplemento la Francia libre y distribuirlo entre las clases altas del puerto. Solo a los ricos, por lo general extranjeros, les importaba la guerra.
Además, me ofrecí a ser correo: llevaría los originales a la imprenta. Yo era un niño, un canillitas simpático y atrevido, y mi superior no me lo permitió. Siempre fue él quien entregaba a los linotipistas las hojas mecanografiadas que la Resistencia había redactado la noche anterior. Su prosa era libertaria. Sabía distinto leer esas notas escritas por franceses en español, que los despachos de las agencias reproducidos en la prensa del puerto, aunque estos también fueran a favor de los Aliados. El par de comerciantes judíos que vivía frente al teatro Ángela Peralta esperaba las cuatro páginas de nuestro periodiquito como quien recibe un brujo a media noche. Puras noticias favorables.
Nuestras baterías apuntaban, rabia guerrera, contra el Eje. Por orgullo, eran los teutones quienes más nos importaban, sin descartar a italianos y japoneses. También tocaba la puerta de un repostero marsellés que por su apatía —o antipatía— nos hizo pensar que le agradaba la presencia nazi en Europa.
Los domingos debía levantarme más temprano para dejar la Francia libre bajo la puerta de las casas antes que los gendarmes hicieran su ronda. Una tarea fácil, si se ignora que la señora Wolfkill me podía soltar un pastor alemán de su manada al verme arrojando el periódico mientras regaba las plantas del corredor.
En el callejón del Ángel, en las vecindades del centro decía un pregón por el que nadie me pagaba:
—¡Viva Francia libre! —y echaba a correr.
—¿Tú amas Mazatlán? —me preguntó mi enlace. Era una pregunta seria. Sonreí—. Eso es —dijo, señalando mi cara—. Así nosotros amamos París.
Me entregó unas monedas y se alejó advirtiéndome:
—Cuidado con esos baños de mar, Astolfo. Creo que nadas hasta un punto donde es peligroso.
Quedé intrigado: yo nunca lo había divisado en la playa.
Francia libre se despidió con dos artículos sobre la liberación de París. Eran traducciones, textos de un gran escritor, según me dijo monsieur Reynaud. El primero decía unas palabras que aún recuerdo:
“Una vez más, hay que comprar la justicia con la sangre de los hombres”.
Entregué el último ejemplar a mi enlace. Sus manos temblaban como las de mi padre al día siguiente de una borrachera.
—Imposible no festejar —me dijo—. Aunque solo te hayas salpicado los botines por rescatar a la patria.
***
Fui miembro del maquis. En los registros aparezco como uno de los militantes más activos, aunque solo fuera una única y rutinaria misión. Lo digo ahora que el periodista que soy tiene sobrada edad para firmar una columna. Conservo el cuaderno de la Resistencia de ultramar. Me emociona leer ahí mi nombre. Pero ese nombre de guerra seguirá siendo un secreto.
Juan Esmerio
Texto del libro 'Mazatlán, 13 momentos', Tugia Editores, 2022. Su libro anterior es 'Gastronomía de comunión', Nitro/ Press, 2021.
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