‘La rosa náutica’

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El arte de la traducción es un oficio que se ejerce con disciplina, pero sobre todo con amor hacia las lenguas

Una brújula con la rosa de los vientos. (Unsplash)
Jorge Esquinca
Guadalajara /

Ahora que me interno por las páginas iniciales de El ala izquierda, primer volumen de Cegador, la celebrada trilogía del autor rumano Mircea Cărtărescu, no puedo menos que maravillarme ante una escritura vertiginosa, hecha de imágenes que parecen extraídas de un cuadro de El Bosco o de algún otro de los pintores flamencos que con obsesiva minucia trazaron sobre pulidas tablas la eterna batalla entre ángeles y demonios. Pero también me hace imaginar el tamaño del esfuerzo de su traductora, Marian Ochoa de Eribe, para trasladar a nuestra lengua no sólo las imágenes, sino los ritmos, las texturas sonoras y las atmósferas a la vez luminosas y opresivas concebidas en lengua rumana, de la que nada sé, salvo la admiración que profeso por poetas como Lucien Blaga y, más cerca de nosotros, Ana Blandiana, cada uno de ellos inmerso en su propio paisaje de sombras mundanas y luces ultraterrenas…

Comencé a traducir poemas casi al mismo tiempo en que componía, muy lentamente, los que formarían mi primer libro, La noche en blanco, que —dicho sea con innegable nostalgia—, está por cumplir cuarenta años de haberse publicado en 1983, cuando el mundo era otro, o así lo creíamos. Fue en uno de los meandros de ese otro mundo en el que tuve la fortuna de encontrarme con María Palomar. Me parece estarla viendo ahora, con toda claridad, recorrer con su mirada inteligente las litografías originales de Picasso y la letra manuscrita de los poemas de Pierre Reverdy en la edición prínceps de Le chant des morts, que surgió ante nuestros ojos azorados al abrir las cajas donde se hallaba empacada la biblioteca Luis Barragán. (Una herencia que recibió en aquellos años la Fundación de Arquitectura Tapatía que lleva el nombre del ilustre arquitecto y que hoy puede consultarse en su Casa Estudio de Tacubaya.) “Hay que traducir estos poemas”, me dijo, mientras descifrábamos la caligrafía finamente impresa del poeta francés. Ya entonces María era una traductora de lujo, o comenzaba a serlo, pues su conocimiento del griego, el inglés y el francés, idiomas que manejaba con absoluta precisión, habrían de volverla imprescindible para numerosas publicaciones académicas y, particularmente, para la revista Artes de México, donde dejó una huella discreta e imborrable.

No olvidaré esas tardes en las que, verso a verso, copiamos primero y vertimos después los poemas de El canto de los muertos. Nuestra amistosa sociedad se basó en una suerte de pacto: ella se encargaba de aterrizar, en un orden cercano a lo literal, mis versiones que tendían a despegarse en la búsqueda de ritmos y sonoridades propios de nuestra lengua. Hubo momentos en que nos enfrascábamos horas, discutiendo las múltiples posibilidades que nos planteaba un solo verso. Ella, generosa, me cedía la decisión final. Juntos fuimos aprendiendo, disfrutándolo, el noble y difícil arte de la traducción de poesía. Y seguimos, juntos hicimos traducciones de Lawrence Durrell, Charles Tomnlison, Nathaniel Tarn, Jerome Rothenberg…

Un buen día le llevé un libro que había comenzado a traducir: The Compass Flower, de W.S. Merwin, a quien había conocido fugazmente y cuya poesía es siempre, para mí, un manantial de fértiles enigmas. A María le encantó el libro, no así mis primeras versiones, y comenzamos el largo, intrincado proceso de la traducción a dos manos. “Te das demasiadas licencias”, objetaba, “aunque se oye muy bien en español”. Una vez terminado el primer esbozo del libro nos enteramos que Merwin, quien ya vivía en Hawái trabajando afanosamente en una reserva ecológica, estaría en Pátzcuaro en un congreso… de ecologistas. Y allá fuimos. Queríamos que el poeta, luego de echarle un ojo a nuestra versión, aprobara también el título con el que habíamos dado en español para el libro. Vale la pena explicarlo. The Compass Flower, traduciéndolo literalmente, daría algo como “La brújula flor”. O, si vamos un poco más allá: “La flor de la brújula”. Pese a su cercanía semántica, no nos gustaba: Cinco palabras para trasladar las tres del título original. Dimos entonces con La rosa náutica, donde está la flor —rosa de los vientos— que guía a los navegantes.

Luego de avisarle por teléfono al hotel donde se hospedaba y la razón de nuestra visita, Merwin nos recibió con una gran sonrisa en la terraza, en compañía de sus amigos ecologistas. “¡María! ¡Jorge! Bienvenidos”. Fueron las únicas palabras que dijo en español. La conversación, breve, el poeta tenía que asistir a una reunión, se desarrolló en inglés. Me di cuenta que Merwin, estupendo traductor de Lorca y Neruda, hablaba poco español, pero lo leía muy bien. Abrió al azar el manuscrito que le extendimos y leyó con atención algunas páginas. Lo cerró y fue entonces cuando vio el título. “¡La rosa náutica!” —exclamó— “¡Beautiful!” Y nos pidió otro par de tequilas, nos besó en las mejillas y se fue a su reunión.

Meses después enviamos ese libro al Premio Nacional de Traducción de Poesía, hoy desaparecido como tantas otras cosas que hemos perdido en el territorio de la promoción cultural. Lo ganamos. María y yo le escribimos un telegrama al poeta —era 1991— dándole la noticia. Contestó encantado: “Sean felices”.

Hoy, a unos días de la ausencia física de mi amiga, cuando me animo a escribir estas líneas o garabateo una traducción, no dejo de sentir la mirada sabia y cómplice de María Palomar, envuelta en el humo de los cigarros que fumaba sin pausa. Y no olvido que, en honor a Merwin, elegimos nuestro pseudónimo como el título de uno de sus poemas, “Los timoneles”: El navegante del día / traza su ruta acorde con unas pocas / estrellas diurnas / que nunca ve / salvo como negras estimaciones / sobre papel blanco… / mientras que en el mismo impulso viajero / el otro navegante sólo se guía / por lo que ve… Y que termina así: piensan sin cesar uno en el otro / y en un parecido entre ambos.

ÁSS

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