“Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentina, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última tarde de la Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera.
[…] “El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañado de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago.
[…] “La solitaria pareja es extraña al paisaje como su manera de vestir es entre sí”.
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He aquí, apenas recortado para aligerar la cita, el comienzo que es premonición y síntesis de Últimas tardes con Teresa. He aquí una sabiduría narrativa puesta a trabajar. He aquí el arrastre y la seducción del ejercicio de un don literario que porfiará, a lo largo de casi 300 páginas, por levantar una mitología que envuelva a la realidad en una atmósfera propia. He aquí la expresión de una voz asentada en un doble eje vertebrador; por un lado, en la posesión de una lengua de una genuina intimidad que espía y a la vez traviste a los personajes y al escenario, y por otro en una visión crítica que apela a un escrutinio en el que se discierne distancia y proximidad, estima y desafecto. Un viaje de ida y vuelta, en efecto, cíclico, que se preanuncia desde su inicio y que se remata puntualmente en el final: “Fugazmente de acuerdo con el espíritu de cierto verano, vinculado por un brevísimo instante al vértigo de la seda y la luna, el sombrío rostro del murciano no acusó ninguna de estas noticias, ni siquiera aquellas que hacían referencia a Teresa: se hubiera dicho, pensó Luis Trías, que había venido buscando simplemente una confirmación a lo que ya sabía”.
Y he aquí, en esta clausura, por último y sobre todo, un empeño literario que enseña cómo plantear, desarrollar y resolver el peso de una novela —una novela que en el caso se inscribe en la estela clásica decimonónica del género y que es, por ello, la plena declaración del destino de un hombre y el testimonio intrahistórico de una época—. Que ahí, en ese contexto, la escritura exponga una verdad psicológica profunda y muestre (y respete a) una moral artística que se manifiesta en unos términos muy diferentes a los de una moral cívica o ciudadana son consecuencias necesarias y suficientes de una disciplina estética aplicada con ciencia y conciencia.
Desde que la leí, en el ahora tan lejano 1967, el mundo y el aroma de Últimas tardes con Teresa me han acompañado. ¿Por qué? Primero, y en mi inicial acercamiento, por poner en escena a “un joven de alma enérgica y valiente” de la mejor raza esproncedana (y stendhaliana, claro), atractivo ladrón de motos que se hace pasar por obrero militante y falso revolucionario, ese Manolo Reyes, alias Pijoaparte, que conquista palmo a palmo la simpatía del lector, sobre todo si de un lector joven se trata.
El impulso por llevarse el mundo por delante, el afán subversivo que no quiere respetar las convenciones que entiende adversas, el caminar con los ojos bien abiertos hacia la derrota, son notas dominantes que, además de grabarse a fuego en la imaginación, estimulan la identificación y hasta la imitación sobreactuada con un protagonista que es, para colmo de lo que habría que llamarse un canon de rancios orígenes románticos, un agonista.
Después, en el rastro de su recuerdo, Últimas tardes con Teresa me impuso ese aliento tan suyo que busca sacralizar a la realidad, inventar una realidad que obedece sola y únicamente a sí misma, y que para alcanzarlo abreva en una memoria creadora caprichosa y se sirve de una mirada que se vuelca a los adentros. La Barcelona de los barrios del Carmelo y el Guinardó, telones de fondo de Marsé que esta obra consagrará para siempre, es como el Londres en el que alguien de nombre Thomas De Quincey persigue a la sombra de su benefactora: una caligrafía de sueños, un paraíso privado que se vuelve público, una visión que es una revelación. “Tanto recuerdas, tanto vales” —se afirmará a modo de doctrina rectora en La oscura historia de la prima Monsé, una obra que de muchas maneras complementa a Últimas tardes con Teresa.
No tengo dudas, dicho lo anterior, de que Últimas tardes con Teresa acrecentó su prestigio, y se revaloró en sus alcances, para mí, cuando en 1977 llegué a vivir en una Barcelona que todavía mostraba los signos miserables remanentes de un franquismo raquítico que se denuncian, aquí y también más allá, en las andanzas de Manolo y Teresa. Hasta residí, por un tiempo, en la casa de una amiga avecinada en el barrio de Grácia, y, como sucede en un momento de anticlímax en la saga picaresca del Pijoaparte, me recuerdo levantando apenas la cortina de una ventana para descubrir un paisaje de árboles yertos a la luz de una mañana de invierno.
Permítaseme, entonces, al final de estos renglones, una modesta y nada original reflexión. Habitar una ciudad como el París de Balzac, el Dublín de Joyce, el Madrid de Pérez Galdós, La Habana de Cabrera Infante, el México de Fuentes, o la Barcelona de Marsé es, sí, y como lo dijo el clásico francés, habitar ciudades que cambian su corazón mucho más rápido que “el corazón de un hombre” pero también ciudades cuyo secreto es tenernos a nosotros como sus anónimos y acaso inconscientes inventores. En este mismo sentido, otro clásico, este un casi olvidado mexicano, hablará de una experiencia, la suya personal y la compartida por nosotros como comunidad, gloriosamente “vestida toda ella de ciudad hasta los huesos”.
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