En cierta medida se podría decir que Virginia Woolf estaba destinada a ser una escritora. Su padre fue un autor conocido por sus biografías de personajes célebres, mientras que su madre estuvo vinculada con diversos medios artísticos. Si bien el destino de Woolf era la literatura, lo social y familiar no explica la anomalía que ella representó. Quien haya leído Orlando, obra maestra del género en el siglo XX, estará de acuerdo conmigo. Lejos de haberse asentado en su horizonte, continuando con una línea que la precedía, Woolf se arriesgó a apuntar hacia nuevas direcciones artísticas, donde la conciencia y el lenguaje se interrogan sin descanso. El resultado es una obra novelística que valoriza la subjetividad, pone en escena al sujeto moderno con todas sus contradicciones, siempre mediante un lenguaje cristalino que deja lugar a la imagen como medio para entender lo real.
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Además de ser novelista, Woolf fue una de las más grandes exponentes del género ensayístico. Recuerdo que en La palabra quebrada, Martín Cerda apuntaba a la discontinuidad del ensayo como característica que permitía a dicho género señalar la complejidad del mundo en la orilla opuesta a los “lenguajes totales, monolíticos y opresivos”. Esto último resuena de manera particular cuando pienso en Una habitación propia, ensayo dedicado a la situación de la mujer que escribe en sociedades patriarcales. Precursor en su momento, y a la vez de feroz actualidad, el ensayo de Woolf demuestra el insidioso funcionamiento de la sociedad que, por un lado, permite a los hombres la tranquilidad de un gabinete, muy necesario para las actividades espirituales, mientras que, por el otro, condena, a las mujeres al resto de la casa, donde la vida doméstica es ingrata por concreta. El hecho de que no existan tantas escritoras que hayan marcado la literatura no se explicaría por la falta de talento de las mujeres, sino por un ordenamiento social que las conmina al silencio y, en él, al olvido. Desde el ensayo, el cual realza la experiencia personal, con convicción y una dosis de humor, la escritora evidencia lo que hasta ese momento había pasado desapercibido por tan asumido acríticamente.
En El estrecho puente del arte, recientemente publicado por Páginas de espuma, encontramos a la Virginia Woolf en su faceta de lectora. No se trata de cualquier tipo de lectora, sino de una muy singular que juega en pared con el somero retrato biográfico que he delineado líneas arriba. En otras palabras, lo primero que llama la atención es el énfasis que la escritora efectúa en el presente y el futuro de la literatura. De hecho, a Woolf no le interesa tanto el pasado como pensar, intuir, “hacia donde nos dirigimos”. Desde esta necesidad, los ensayos están dedicados a sus contemporáneos de un lado y otro del Atlántico como Hemingway, James, Hardy o E.M Foster, entre otros. Sin descuidar el vínculo con la tradición, la escritora se desmarca de una concepción secular de la literatura, quizá demasiado anquilosante. Lo que a ella le interesa es cuán vivo hay en la literatura y la forma en que resuena en ella, una autora siempre atenta a encarecer el placer de la lectura, caracterizado como ejercicio de libertad. Si los críticos y los estudiosos de la literatura propugnan el rigor y la erudición, la escritora se orienta por otra vertiente menos sometida a los arbitrios del estudio. Esto la lleva a valorizar el anacronismo como herramienta de lectura, así como a reivindicar la posibilidad de abordar la literatura en el orden que uno quiere o, más bien, desea (el “deseo” es un motor poderoso en la faceta lectora de la inglesa).
Todo lo anterior no significa que se opera una disociación entre la escritora de ficción y la ensayista. En los ensayos, el lector descubre una exposición en filigrana de su poética como autora. La voluntad de intuir hacia donde nos dirigimos implica colocar en el centro de sus reflexionas la cuestión de la modernidad. Recuerdo que Carlos Pujol —en un ensayo provocadoramente titulado “¿Hay que seguir escribiendo novelas?”— se quejaba de la crisis del género por culpa de la fotografía, la cual habría desencadenado un acercamiento, más “visual” a lo real, y el interés de autores como Proust, Mann y Joyce de asumir otros derroteros para la novela. Pujol no lo dice directamente, pero está claro que esos derroteros están encauzados en una modernidad para la cual, a diferencia de Woolf, no le alcanza la sensibilidad. Aquí estamos frente a otro de los aspectos que me han maravillado del volumen, me refiero a la sagacidad con que Woolf advirtió que el género novelesco ya no está sometido a la realidad, sino que la inventa, cuando no la atomiza y reconstituye desde una subjetividad artística recalcitrante. Para Woolf la modernidad del escritor es escéptica y recelosa, no acepta cualquier cosa por lo que “es”, sino por lo que podría ser hasta el infinito.
Hasta podríamos decir que para Virginia Woolf el futuro es novelesco antes que lírico o teatral. En este punto, ella tampoco neglige un aspecto valioso: si los escritores modernos plantean una ruptura con la tradición, otro tanto ocurre con los lectores quienes ya no son los de siglos precedentes, sino que también han cambiado. Siempre desde la experiencia propia, la escritora, interroga esas transformaciones que se encuentran relacionadas con la verdad y la facultad del lector para creer lo que se le está presentando. Aquí, la verdad es antes que nada una convención estrechamente vinculada con el arte para persuadir puesto en obra, desplegado por el escritor. Por eso, hay verdad en las novelas de Dickens que nos hablan de huérfanos y desheredados como también la hay en las de Mary Shelley que dan cuenta de monstruos góticos. Gracias a la literatura, el nuevo lector va más allá de sus convenciones, asomándose a una cualidad singular: el mundo es algo más que lo tangible, comprobable y susceptible de ser cuantificado, desde la literatura se puede poner entre paréntesis la experiencia de la realidad, cotidiana o no.
Desde luego, en estas páginas resuenan las ideas de Un cuarto propio. Hay ensayos enteros —o partes de estos— consagrados a autoras que me parecieron vibrantes. Pienso en particular los dedicados a Charlotte Brontë, Jane Austen, Katherine Mansfield, entre otras. Virginia Woolf como lectora y ensayista pone en acción una sororidad textual que destaca las voces de escritoras, no tanto por simple militancia como por la voluntad de situarlas en su verdadero y merecido lugar. De hecho, si cabe referirse con un adjetivo a la Virginia Woolf ensayista en este momento, no se me ocurre otro que el de subversiva. ¿De qué otra manera entender la voluntad de cuestionar lo que otros dan por descontado, a la vez que mirar desde otros ángulos, con fervor y lucidez, la literatura? No olvidemos, por otro lado, el insólito lugar que en aquel entonces Virginia Woolf entregaba a literaturas que no son la inglesa. La autora es una de las primeras isleñas —por más orgullosos que sean los ingleses, no dejan de ser los habitantes pasmados de un archipiélago— en reflexionar acerca de los franceses y rusos en particular. El resultado —el volumen que el lector tiene entre las manos— es un ejercicio convulso, melancólico pero apasionado del oficio de lectura.
AQ