La suerte, el azar y la violencia en el Jardín Mascarones

Crónica

Entre restaurantes de moda y juegos infantiles, el lugar fue, en otro tiempo, testigo de momentos violentos, salvajes, divertidos, tiernos y de autodescubrimiento.

Placa histórica en la Casa de los Mascarones, edificación que da nombre al parque que se encuentra enfrente.
Erick Baena Crespo
Ciudad de México /

Con los ojos cerrados, rasco un billete instantáneo de lotería y me entrego al capricho de las probabilidades, como si con ese ritual supersticioso convocara a los dioses de la suerte y la fortuna.

Estoy sentado en el comedor de mi departamento frente a una veladora, que está a punto de consumirse. Mis padres me la obsequiaron y me pidieron que la encendiera, con el fin de traer a esta casa “dinero, trabajo y salud”.

En mi familia materna, esa ascendencia determinante, jugar a la lotería tiene los mismos rasgos y signos de un acto de nigromancia: se invocan rezos, se prenden veladoras y los boletos del melate se colocan junto al altar de nuestros muertos. ¿Por qué? No lo sé. Pero aventuro una teoría: para nosotros, los que crecimos en la pobreza, la fortuna es una deidad misteriosa y caprichosa a la que se le rinde tributo.

Abro los ojos, le soplo al billete, y vuelvo a leer las instrucciones del juego: “Encuentra tres símbolos iguales y gana el premio indicado”.

Descubro que en una línea aparecen tres figuras iguales, mismas que representan un lingote de oro. Solo me falta raspar la casilla del “premio”, para descubrir si al fin llegará el día de mi suerte. Y en eso una idea me invade: pertenezco a una estirpe que, a pesar de intentarlo, siempre convoca a la derrota.

Eso me desanima. ¿Qué me hizo pensar eso? Me sumerjo en la memoria. Y entonces se suceden imágenes de otra vida, de otro tiempo.

Tienes 10 años, o menos. Estás sentado en una banca del Jardín Mascarones, ubicado en la colonia Santa María la Ribera. “El Zurdo”, tu tío, te arrastró hasta aquí para raspar centenas de billetes de lotería.

El cielo está nublado. En el jardín se alzan árboles frondosos, con sus ramas como pezuñas deformes. Y en el aire flota una bruma espesa, maloliente, mezcla de comida podrida, vómito y sudor.

Un hombre vestido con ropa sucia y rota, hecha jirones, se acerca y le pide a tu tío una moneda.

—No tengo —responde “El Zurdo”, sin mirarlo, mientras aprieta entre sus piernas la bolsa negra que resguarda los billetes de lotería.

Dejas de raspar y volteas a ver al hombre. No recuerdas su rostro, pero sí sus manos: oscurecidas por la mugre. No te inspira temor, sino tristeza.

—Chale —responde el hombre, aletargado.

“El Zurdo” se levanta y, de la nada, le suelta una patada en la cadera al hombre, a quien le grita:

—¡Llégale a la verga o te rompo tu madre!

El hombre alza las manos y se aleja en silencio, sin decir nada, como si, en vez de caminar, arrastrara los pies. “El Zurdo” lo sigue con la mirada, con el ceño fruncido, lo que acentúa su uniceja y esos ojos rasgados, felinos.

Se sienta, te agita los cabellos y te dice:

—No te asustes, hijo. Ya se fue: ¡Síguele!

Asientes. No tienes miedo, sino algo parecido al coraje. “¿Por qué le pegaste, tío?”, quieres preguntar, pero optas por callar. “El Zurdo” mira de un lado a otro cada vez que extrae una tira de billetes y te la extiende.

—Fíjate bien… Si ganas algo, me avisas, ¿eh? —te dice, desconfiado.

—Sí, tío —respondes, como si te hubiese regañado.

“El Zurdo”, hasta ahora, no ha ganado algún premio significativo, ese que cambie su vida para siempre.

Veintisiete años después piensas que esa reacción, envuelta en un velo de paranoia y desesperación, contiene las señas de un deseo furioso que atraviesa la médula de tu árbol genealógico: huir de la mala suerte, incluso si es a través de la violencia.

Al parecer, esa ha sido la encomienda, el llamado de tu tribu.

Banca en el perímetro que rodea el Jardín Mascarones.

***

El Jardín Mascarones lleva el nombre de una edificación colonial que nació inconclusa: la Casa de los Mascarones*, construida entre 1766 y 1771, se levantó sobre la Ribera de San Cosme con el objetivo de ser la residencia de descanso del conde del Valle de Orizaba, José Diego Hurtado de Mendoza. Eso indica la placa de la “Dirección de monumentos coloniales y de la República” que adorna la fachada y que, todavía, no ha sido vandalizada.

No obstante, la construcción nunca se terminó.

En esa fachada, de estilo barroco, se alzan sus famosas columnas rematadas con figuras de atlantes, ataviados a la usanza romana, que sostienen caños en forma de gárgolas, mismos que sobresalen para tirar lejos el agua de lluvia. Ese rasgo arquitectónico llevó a que a este lugar se le bautizara así: la Casa de los Mascarones.

Hoy, más de dos siglos y medio después, ese esplendor arquitectónico y cultural de la Casa de los Mascarones, que pasa desapercibido para miles de transeúntes, contrasta con el aire popular del Jardín Mascarones, ubicado enfrente de la casa, en el cruce de Jaime Torres Bodet y Rivera de San Cosme.

Es curioso: la máscara, signo y seña de la Casa, es algo que también define al Jardín, que es un parque con áreas de juego para niños, pero también un pasaje comercial, pero también el hogar de personas en situación de calle, pero también la arena de boxeo de los alumnos de la secundaria 4.

Los 4 mil 902 metros cuadrados que abarca el jardín, de acuerdo con Google Maps, están flanqueados por dos pasajes comerciales —con entradas que desembocan en el parque—, edificios de departamentos y diversos locales comerciales.

Y en este microuniverso urbano conviven por igual, en aparente armonía, los comercios populares con los lugares de moda. En una de las esquinas del parque hay una frontera divisoria: del lado derecho se encuentran el restaurante “Coyota” y la pulquería “Spica”; del lado izquierdo, “El Recreo”, una fonda popular.

Restaurantes frente al Jardín Mascarones.

Cerca de los juegos infantiles, en la pared, se lee en letras amarillas sobre un fondo azul cielo: “Reconecta con la paz”.

Ese llamado me parece curioso. La paz, o la violencia, no siempre son una elección. A veces no depende de nosotros: somos presas, también, de la ira de alguien más.

A finales de los años noventa, cuando era alumno de la secundaria 4, en este mismo parque, protagonicé tres o cuatro peleas. Nunca supe si perdí o gané esas batallas: el combate terminaba in media res, ya sea porque un maestro intervenía o algún adulto nos separaba. El ardor de las heridas es un vago eco en mi memoria. Pero lo que sí recuerdo con nitidez es la rabia, la frustración, las preguntas: “¿Qué le hice? ¿Por qué me pegó?”

Por esa razón, el Jardín Mascarones evoca, para mí, momentos violentos, salvajes, divertidos, tiernos y de autodescubrimiento.

No sé en qué casilla colocar el recuerdo de aquella ocasión en que acudí aquí a raspar billetes de lotería. A los ojos del niño que fui ese momento fue entretenido, aunque extraño y lúgubre; a la mirada del adulto que soy es un recuerdo incómodo, doloroso incluso, porque el hambre y la furia siempre han perseguido a mi familia. Y mi tío, de quien no guardo más recuerdos porque —menos de uno o dos años después— se separó de mi tía, trataba de sortear esa maldición.

Confieso que a eso he venido: a buscar respuestas y, de paso, tratar de conjurar esa maldición.

Pinta frente al Jardín Mascarones.

***

Una sombra, que se refleja a través del vidrio biselado, toca la puerta. Toc–toc: la placa de metal hace un sonido hueco.

—¿Quién? —preguntas.

Tu mamá te grita desde el baño:

—¡No abras, Erick!

—…

—¡¿Quién?! —vuelves a preguntar a gritos.

Desde afuera se filtra una voz cavernosa:

—Soy yo, hijo, tu tío, “El Zurdo”.

Abres la puerta de la vivienda marcada con el número 95: tu casa. Vives al fondo de una vecindad. Nunca los han robado, así que no entiendes la paranoia de tu mamá.

Aparece la cara felina de “El Zurdo”, quien te mese los cabellos. Viste una sudadera azul marino, con el logo de un equipo de futbol americano estampado en el pecho, y unos pantalones de mezclilla, deslavados de tanto uso.

—¿Qué ondas, hijo? ¿Está tu mamá?

—Hola, tío. ¡Mamá! ¡Es mi tío “El Zurdo”!

Tu mamá se levanta enojada: “¿Ahora qué quiere ese cabrón?”, susurra para sí. Es una mañana nublada.

“El Zurdo” y tu mamá hablan afuera. “Métete”, te ordena tu mamá.

Los observas desde el resquicio de la puerta. Él trae una bolsa negra, atiborrada, como si estuviese llena de cadáveres de pájaros, con sus alas extendidas.

—¿Dejas que el Erick me acompañe a raspar estos billetes? Te lo regreso de volada.

Lourdes, tu mamá, cruza los brazos, se recarga en la barda.

—¿De dónde sacaste los billetes, pinche Zurdo? —le pregunta tu mamá mientras una mueca socarrona se le dibuja en la cara.

—Me debían una lana y con esto me pagaron… En una de esas y me sale un premio choncho.

—¡Vete a engañar a tu abuela, cabrón! Seguro te los robaste.

—Nel. ¡Por ésta! —le responde “El Zurdo”, llevándose a la boca los dedos índice y pulgar, formando una cruz.

—¿Por qué no los raspas aquí y te ayudamos todos?

—Nel… No tarda en venir la Dulce para acá, a buscarme… Si me gano algo, me lo va a chingar. Como si no la conocieras. Me extraña que siendo araña…

—¡Ya, cabrón! Tampoco te voy a dejar que hables mal de mi prima.

El Zurdo se casó con tu tía Dulce, una de las primas más cercanas de tu mamá. Ambos tenían 16 años. Tuvieron tres hijos, todos más chicos que tú. Son una familia tormenta: entrar a su casa, un cuarto de azotea, es atravesar una zona de guerra.

—Erick está castigado.

—Ándale, no tardo. Me lo quiero llevar a él porque es el menos lacra de tus hijos —bromea.

—¡Ah, cabrón! Mis hijos no son ningunas lacras, güey… Ni que fueran los tuyos, a los que hasta el pinche control remoto les tengo que esconder porque, si no, se lo llevan.

—Pues, por eso… Si me llevo a uno de esos cabrones me van a picar los ojos —dice “El Zurdo” de mis primos, a quienes aprendí a cuidar como guardia de seguridad: revisando sus bolsas y manos cada vez que se iban de nuestra “casa”.

Lourdes lo piensa un poco: lo mira con un dejo de desconfianza.

—Le voy a dar chance, pero con una condición, cabrón: si mi hijo se gana algo, lo que sea, unos pesos o un centenario, se lo das.

—Aunque no gane nada le doy su domingo…

—No, no, no… —lo interrumpe tu mamá—. No me cambies la jugada. ¡Si se gana algo, se lo dejas, cabrón! Es su suerte y no la tuya.

—Simón. Tu tranquila y yo nervioso —le responde, con su risa felina.

Tu mamá pone un semblante serio y luego abre la puerta.

—¡Erick! —te grita, a pesar de estar a unos metros.

—¿Qué pasó? —sales y aparentas que no escuchaste nada.

—Ponte una chamarra, vas a acompañar a tu tío a un mandado y regresas.

—¡Sí, ma!

Corres por tu chamarra bombacha, esa que de tanto uso huele a humedad. Escuchas que tu mamá le dice a tu tío:

—Mi hijo me cuenta todo, así que si te lo tranzas me lo va a decir.

“El Zurdo” se ríe y niega con la cabeza.

Esa mañana fría y húmeda creíste que tu tío “El Zurdo” te salvaba del aburrimiento, cuando en realidad te mostró las fauces de la derrota: ese monstruo que aún no conocías.

Adornos en la fachada de la Casa de los Mascarones.

***

El mecanismo de la fe es engañoso: nos hace sostenernos y aferrarnos, como esas figuras de yeso crucificadas, con caras anhelantes, indistinguible el éxtasis del dolor, de una vana esperanza: basta la fuerza del deseo para tener suerte.

Aquel día, mientras raspabas los últimos billetes de lotería, con dolor en las muñecas, “El Zurdo” besaba una y otra vez su medalla de la Virgen de Guadalupe, con la esperanza de que algunos de los últimos boletos acabaran con su “mala suerte”.

Pero eso no pasó. La fuerza del deseo no fue suficiente.

En el recuento final apenas un puñado de billetes resultaron ganadores, con premios que no rebasaban los 200.

No recuerdas con exactitud el camino de regreso, pero sí el andar desgarbado, la cara de angustia y la frustración de tu tío. Al llegar a la vecindad, en el portón, te dijo:

—Aquí te dejo, hijo, porque tengo prisa. Me despides de tu mamá.

Estiró su mano y te entregó un billete de 50 pesos, que te pareció una fortuna. Sonreíste y guardaste el dinero como si fuera un tesoro.

Subiste las escaleras, abriste la puerta y tu mamá estaba trapeando el piso.

—¿Ganaste algo?

—No, ma. Nada.

—¿Y el cabrón de tu tío?

—Tampoco se ganó nada —respondiste.

—¿Y dónde está?

—Se fue. Me dejó en la entrada.

Tu mamá se detuvo, agarró con sus dos manos el mango del trapeador, como si sostuviera una bandera, y con toda la seriedad del mundo te preguntó:

—¡¿Júrame no se ganó nada?!

—Te lo juro, ma.

—¿Y no te dio nada, el reverendo cabrón?

Sacaste el billete de 50 pesos y se lo entregaste. Tu mamá te lo devolvió:

—Ve a la tienda y compra un kilo de huevo, hijo.

Negaste con la cabeza, con el ceño fruncido.

—¡¿Qué?! —te gritó tu mamá. No era una pregunta, sino una advertencia.

El festín tendría que ser aplazado.

Guardaste el billete en la bolsa de tu chamarra. Y mientras te alejabas, escuchaste que tu mamá se reía:

—Ese “Zurdo” está bien salado.

***

Llueve en la ciudad lago.

Llego a mi casa después de una larga jornada laboral. Son las 9 de la noche. En el camino hablo por teléfono con mi mamá. Vuelvo a sacar el tema de mi tío “El Zurdo” y el Jardín Mascarones.

—Y esa vez que fui con él a rascar los billetes, ¿por qué me dejaste ir?

—No me acuerdo bien, hijo… Tu tío era un cabrón desobligado, pero a ustedes los quería mucho. ¿Por qué? ¿Te hizo algo?

A sus 62 años, mi madre sigue siendo una mujer furiosa, embravecida, pero también amorosa, tierna y sobreprotectora.

—No, ma, cómo crees, para nada… Quiero escribir algo sobre esa experiencia.

—¿Por qué? —me pregunta, extrañada.

Le cuento mi historia personal con el Jardín Mascarones y todas las ocasiones que ha estado presente en mi vida.

Mi mamá, al terminar de escucharme, me dice que le parece curioso que el Jardín Mascarones esté presente en tantos momentos de mi vida. Y me suelta: “Siempre dices que en tu vida pasada fuiste perro, entonces a lo mejor eras un perrito callejero y vivías ahí”.

Nos carcajeamos.

Luego le confieso que el Jardín Mascarones me obsesiona porque lo asocio con la mala suerte: la mía y la de la familia.

—No es mala suerte, hijo. Como dice la señora esa del Canal Once: “Aquí nos tocó crecer”.

—Vivir, ma —la corrijo—. Aquí nos tocó vivir.

—¡Oh, chingao! ¡Como sea! Suena mejor como yo lo dije, ¿a poco no?

Evadimos el tema. Abro la puerta de mi departamento. Al entrar le hablo en susurros porque mi esposa duerme en la recámara: la lluvia le provocó un resfriado hace unos días, así que la dejo descansar. Miro a mi alrededor: detrás de la puerta del departamento advierto la cédula de San Ignacio de Loyola, que mi madre pegó ahí apenas nos entregaron las llaves, después de pagar renta y depósito.

Soy un ateo contradictorio: habito un hogar lleno de señas católicas que, por conveniencia, prefiero obviar.

Nos despedimos. Cuelgo.

Me preparo algo de cenar. Me siento en el comedor.

Saco el billete de lotería de entre las páginas de El desierto y su semilla. Solo me falta raspar la última casilla, para descubrir el premio. Me propuse hacerlo hasta terminar mi visita al Jardín Mascarones.

Cierro los ojos, raspo. El vaivén de la vela dibuja líneas iridiscentes detrás de mis párpados. Alzo la mano, dejo de raspar.

Abro los ojos. Limpio con la mano el material adherible y descubro el premio: 200 pesos. Anhelaba 200 mil, para salir de las deudas acumuladas. Pero me consuela saber que, esta vez, gané algo. Apago la vela de un soplido.

La maldición está conjurada.

¿O no?

*El mascarón, de acuerdo a la RAE, es un adorno arquitectónico que tiene forma de cara grotesca o deforme.

AQ

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