La vanguardia estridentista

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El crítico literario Evodio Escalante, en su más reciente libro, revisita el clima cultural que hizo posible la obra de creadores como Maples Arce, List Arzubide y Fermín Revueltas.

Evodio Escalante, poeta e investigador, autor de '¡Viva el mole de guajolote! Nuevos asedios al estridentismo'. (Foto: José Ángel Leyva)
José Ángel Leyva
Ciudad de México /

En su nuevo libro ¡Viva el mole de guajolote! Nuevos asedios al estridentismo (UAM, 2023), Evodio Escalante atrae de nuevo asuntos que polarizan la visión de ciertas tendencias en la cultura y en particular en la poesía mexicana. Por un lado la exquisitez y el cosmopolitismo y por otro un nacionalismo amparado en un izquierdismo militante; de un lado el oficialismo y el canon, por otro el gesto y la miniaturización.

La rebeldía fue el signo bajo el cual nació y prosperó el estridentismo en la década de 1920, cuando en México se perfilaba el crecimiento de las ciudades y se ponían los cimientos de la modernización. Sus representantes más visibles —Germán List Arzubide, Manuel Maples Arce y Arqueles Vela en las letras, y Ramón Alva de la Canal, Gabriel Fernández Ledesma y Fermín Revueltas en las artes plásticas— no solo alentaban una renovación artística y social sino la demolición de las viejas estructuras. De esto, y de otras cosas, hablamos con Evodio Escalante.

A los estridentistas y los Contemporáneos (Salvador Novo, Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, entre otros), vanguardistas a su manera y en su momento, ¿los unía el gusto por el mole de guajolote, pero los distanciaban los gritos de muera el cura Hidalgo y Chopin a la silla eléctrica?

El grito estridentista “¡Viva el mole de guajolote!” condensa un mensaje antropófago y va directo contra los Académicos de la Lengua, todos ellos —en la opinión de los estridentistas— especie de guajolotes viejos y buenos para nada. Son los “totoles” que impiden el paso a los nuevos. Lo mejor sería hacer un mole con ellos y devorarlos en una comilona plena de albures y carcajadas. Aunque los estridentistas se adelantan a los Contemporáneos, y son los primeros en proclamar que hay que torcerle el cuello al gran emblema del modernismo, Enrique González Martínez, tanto estridentistas como Contemporáneos terminan asumiendo una tarea común: aclimatar las conquistas de la vanguardia en nuestro país. Creo que lo que los separa, en el fondo, es una política de la lengua. En cierto sentido, los estridentistas, pese a su rebeldía gritona, restablecían una hegemonía que los modernistas mexicanos, empezando con Gutiérrez Nájera, habían declarado obsoleta: la de la poesía española. Todos ellos son “afrancesados”, y esto incluye a José Juan Tablada y a Ramón López Velarde, cuyos textos más radicales no se explican sin un conocimiento de Baudelaire, e incluso, en el caso de Tablada, de Apollinaire. Maples Arce escoge como sus modelos a dos poetas ultraístas ahora olvidados: Guillermo de Torre y al catalán Salvat-Papasseit. La reacción de los Contemporáneos, a través del precoz Salvador Novo, es desechar esta “vuelta” a la españolada, que representa en cierto sentido un salto atrás. En julio de 1924, en efecto, Novo publica en El Universal Ilustrado una “Antología de la poesía francesa y norteamericana”. Ahí aparecen, con notas y traducciones suyas, poemas de Jean Cocteau, Max Jacob, Paul Morand y Paul Valery, entre otros, así como una apretada selección de la nueva poesía norteamericana, en la que no deja de destacarse la presencia del imagism. La “competencia” y la rivalidad entre estridentistas y Contemporáneos da meritorios frutos. Si los primeros pueden vanagloriarse de que en las páginas de Irradiador aparece el primer poema vanguardista de Jorge Luis Borges, los Contemporáneos —a través de Novo— pueden presumir que son los primeros que dan a conocer entre nosotros a Lowell, a Frost, a Edgar Lee Masters y al luego tan influyente Ezra Pound, sin olvidar que Novo es también el primero en prestar atención a la naciente poesía afroamericana.

Vuelves a la vanguardia estridentista y desentierras viejas polémicas, particularmente con Carlos Monsiváis y tal vez con Octavio Paz, que minimizaron sus aportes y su existencia. Cuando digo desenterrar pienso en diversas perspectivas: la arqueológica, la forense, la geológica, la psicoanalítica. ¿En cuál inscribes tus nuevos asedios críticos?

El maestro Gaos pensaba que hacer filosofía era hacer historia de la filosofía. Yo pienso que con la poesía sucede igual: como crítico te ves obligado a convertirte un poco o un mucho en historiador de la poesía. José Emilio Pacheco, por cierto, jugó entre nosotros ese papel. Indagando en lo que antecede a nuestro siglo XX, llegué a la conclusión de que sin la poesía de Gutiérrez Nájera no es posible entender nada de lo que viene después; y lo que viene después es Tablada y López Velarde, el Adán y la Eva de nuestra poesía, como los llamó Villaurrutia. No se trata de destazar cadáveres ni de volverse arqueólogo, basta con que nos asumamos como historiadores, aunque sea involuntarios, de la literatura. Monsiváis fue enemigo acérrimo de los estridentistas, es cierto, pero no puede decirse esto de Paz; al contrario, siempre se expresó bien de los arranques “románticos” que creyó encontrar en el estridentismo. Paz agradeció siempre que Maples Arce, que publica en Roma su infortunada Antología de la poesía mexicana moderna, una triste parodia, por cierto, de la que habían dado a conocer los Contemporáneos en 1928, incluyera una selección de sus poemas. Para Maples, Octavio Paz es el único escritor que merece el mote de “vanguardista”.

Los propios estridentistas desdibujaron su memoria, pero no puede negarse el poder inventivo y fundacional de sus discursos establecidos en la imaginación, la libertad y el juego: Urbe. Súper-poema bolchevique, La señorita Etcétera, El Café de Nadie, Panchito Chapopote, por citar algunos ejemplos. Obras breves y dinámicas ¿no contradecían mentes de aspiraciones monumentales?

Urbe. Súper-poema bolchevique es una verdadera pieza maestra y no es un texto tan breve. Es una especie de radiografía de la Ciudad de México y del desfile del 1 de mayo organizado por la clase obrera durante el gobierno de Álvaro Obregón. Las contradicciones, el entusiasmo revolucionario, las esperanzas y los temores que se cernían por aquel entonces sobre la ciudad, los vientos de Rusia “de las grandes tragedias” así como los aires de la rebelión delahuertista, los refleja Maples como ningún otro escritor lo pudo hacer ni antes ni después. El primitivismo está al acecho, y viene a la mente “La noche tarahumara”. La Ciudad de México es la protagonista de este poema como lo es, quizá de forma más indirecta, de La señorita Etcétera, de Arquelas Vela, texto que registra el advenimiento de una modernidad a la que se recibe no sin cierta dosis de angustia. Maples quería que su vanguardia se llamara actualista, y los textos que los estridentistas escriben palpitan con esta actualidad.

La revista Irradiador conjugó e irradió inquietudes, ideas y ánimos de cambio de clara intención vanguardista a la luz del fin de la Revolución mexicana y de la Revolución bolchevique. Me sorprende la presencia de Borges en sus páginas, que podía tener más afinidad política con Contemporáneos. ¿Qué opinas?

Tienes toda la razón. Esta aparición temprana de un poema de Borges en la revista Irradiador parece inexplicable si tenemos en mente, y nos pasa a todos, la imagen del Borges “clásico”. Se olvida que el joven Borges se formó como escritor en Europa, y que al establecerse en España se hizo amigo de Cansinos Assens y del “ultraísta” Guillermo de Torre, quien habría de contraer matrimonio con su hermana Norah. El Borges desmelenado de esos años llega a escribir algunos poemas de inspiración bolchevique (¡aunque usted no lo crea!) y milita de cuerpo y alma en el ultraísmo. De regreso en Argentina, publica su Fervor de Buenos Aires (1923) que es un libro que pertenece a esta corriente. Maples Arce se carteaba por aquel entonces con Guillermo de Torre, a quien llama su “hermano espiritual”, y es él quien lo pone en contacto epistolar con Borges. Aunque Borges, a la postre, renegará de su inicial vanguardismo, en esos años llega a publicar una reseña de Andamios interiores (1922) de su amigo mexicano Maples.

El Café de Nadie. Óleo sobre tela. (Ramón Alva de la Canal)

Has escrito en algún momento que el crítico es un lector que pone en crisis el texto y la realidad del texto para proponer una lectura alternativa. ¿Las vanguardias podrían ser también esas eclosiones críticas y sus consignas gritos de inconformidad?

Es una muy buena pregunta, porque de algún modo pones en relación el ejercicio de la crítica con el surgimiento de las vanguardias. La asociación se antoja inevitable y supone un gran reto para el crítico literario que está obligado a descubrir en los textos cosas que a menudo pasan inadvertidas. Quiero decir, respetando el texto en su literalidad absoluta, el crítico está llamado a subvertir su lectura, descubriendo nuevas vetas y significados. Poner de cabeza el texto, si tú quieres, pero para develarlo mejor. La época de la crítica es la época de los manifiestos, que son un género literario en sí mismo. Hay una estupenda película de Julian Rosefeldt, Manifesto (2016), actuada por Cate Blanchett, que propone un recorrido por la cornucopia de manifiestos. No le va mal en ella, por cierto, al manifiesto estridentista de Maples, un texto de una enorme densidad conceptual, sin duda el más rico y lleno de sugerencias entre todos los que se han publicado en México, incluidos los de Siqueiros y Diego Rivera.

Has trazado un mapa crítico, segmentado, de esa historia de la poesía mexicana, desde Alfonso Reyes hasta por lo menos tus coetáneos. ¿Por qué no has hecho esa panorámica de la historia de la poesía mexicana?

Podría contestarte con una frase vinculada con uno de los primeros libros ensayísticos de Paz: no hay que pedirle peras al olmo. Se requiere mucha voluntad y acaso también mucha beligerancia para intentar “tirar línea”, como luego se dice, sobre todo en un campo minado. Por lo demás, el sabio Alfonso Reyes ya había encontrado una fórmula: todo lo sabemos entre todos. Todos contribuimos, unos más, otros menos, a formar la atmósfera crítica que requiere la historia de nuestra poesía.

Me parece que las antologías han funcionado como recursos de visibilidad de fenómenos poéticos, aunque también con afanes canónicos. Pero en general no las han propuesto los críticos sino los propios creadores, al menos en México. ¿No hay un hueco en esa historia literaria por parte de la crítica nacional? o ¿el hueco es la propia crítica?

Las que nos han impactado y formado, pienso sobre todo en La poesía mexicana moderna (1953), de Antonio Castro Leal, en La poesía mexicana del siglo XX (1966), de Carlos Monsiváis, y en Poesía en movimiento (1966), de Paz, Aridjis, Chumacero y Pacheco, reflejan antes que nada un criterio epocal; es la sensibilidad colectiva de los años que les corresponden la que aflora, quiérase o no, en esas propuestas. El gusto y el rigor, por supuesto, juegan un decisivo papel: pero todos quedan bien con las galerías de la historia. Las épocas van cambiando: los estridentistas dominan ampliamente en la década de los veinte, los Contemporáneos, más lentos pero a pie seguro, terminan por imponerse en los años treinta y parte de los cuarenta; Carlos Pellicer, que se cocina aparte, en mi opinión, domina de modo soberano en los años cincuenta. Esta hegemonía pelliceriana se comprueba de modo fehaciente en la antología de Castro Leal, y acaso esta es la razón oculta que explica la beligerancia con que Octavio Paz la atacó en su momento. También hay que reconocer que Paz ya estaba en condiciones de arrebatarle la estafeta a Pellicer, como lo demuestran su libro en prosa ¿Águila o sol? (1951) y sobre todo ese texto magnífico que es La estación violenta (1958). A partir de entonces, nuestro Picasso de las letras, Octavio Paz, que todo lo absorbe y todo lo transforma, se convierte en el gran animador de los cambios en la poesía mexicana. La siguiente estación la cubren, hasta donde alcanzo a ver, algunos libros de David Huerta y de Coral Bracho. Una nueva estación emergente la integrarían algunos de los más recientes, como Elisa Díaz Castelo, Rodrigo Balam y Fabián Espejel. Son estos últimos los que están escribiendo nuestra historia de la poesía.

AQ

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