La vida mágica

Centenario luctuoso

Hecha de disyuntivas, la obra de Ramón López Velarde, el autor de 'Zozobra', invoca de igual manera a los arrebatos carnales que a los afanes espirituales.

Para López Velarde la amada parece ser la única forma en la que él puede percibir lo Divino.
Elsa Cross
Ciudad de México /

Hace 33 años, en junio de 1988, fui invitada por Felipe Garrido a participar en las Jornadas Zacatecanas que celebraban el centenario del nacimiento de Ramón López Velarde; tuvieron lugar en Zacatecas y días después en el Palacio de Bellas Artes. Conmemorar hoy el centenario de su muerte me produce cierta melancolía. ¿En qué momento transcurrió toda la vida del poeta? Y haber visto pasar ese lapso, no sin el sentimiento de culpa del sobreviviente —en términos de duración de vida—, no deja de suscitar reflexiones sobre la existencia tan breve de muchos poetas, pintores, músicos, que caben en el lapso de la propia vida. Y aunque toda muerte prematura es dolorosa, bajo otra óptica, que prefiero considerar, toda vida es perfecta y cumple su ciclo, sea breve o larga.

La pérdida del ser amado y su búsqueda más allá de los límites del mundo podría ubicar a López Velarde en una larga estirpe de poetas que en ocasiones han sido llamados órficos, poetas como Dante, Novalis, Nerval o Rilke —este último no ligado a una pérdida—. Pero vemos que en un poema como “El desdichado” de Nerval, hay mucho de la simbología órfica, que implicaba también otros saberes, y un vínculo anímico con la muerte. Y aunque esos poetas no son chamanes ni taumaturgos ni cantores mágicos, como Orfeo, el hecho fundamental que los define es la condición trágica de su amor y de su poesía, que se funda en una paradoja.

Un rasgo de este amor —o de esta condición existencial—, que vemos ejemplificado en López Velarde, es que quiere alcanzar lo infinito a través de lo finito, lo inmortal a través de lo mortal, y al mezclar los dos elementos, en el caso de nuestro poeta se produce una espiritualización de lo mundano y una secularización de lo religioso. Y esto no compromete sólo cuestiones de retórica sino un conflicto vital. El “afán temerario/ de mezclar cielo y tierra”, en López Velarde, es una inflexión que va a perdurar a lo largo de su vida y su escritura, no sólo bajo la sombra de Fuensanta, sino teniendo otras inspiraciones e invocando nombres muy diversos.

La cuestión es si esto lo conduce o no a una dualidad funesta y radical. Pues esos afanes de “mezclar cielo y tierra” están en consonancia con otros, no menos temerarios, que ya mezclan o escinden alternativamente el espíritu y la carne, la muerte y la vida. En todo esto hay mucha más complejidad que en esa lucha entre “bien y mal” que Villaurrutia aducía en relación con López Velarde, y cuyo simplismo moralista fue señalado por Octavio Paz, quien explora con agudeza y profundidad en diversos ensayos la forma en que esos elementos contrarios se desenvuelven a lo largo de su vida y su obra.

Fuensanta ha presidido el amor y también la muerte. Ella aparece tensando uno de los dos extremos de estas cuerdas opuestas. Y finalmente es ella la fuerza que lleva en sí esa muerte, y quien habla en el becqueriano poema “El adiós” del “cadáver del amor con alas”, como si hubiera leído aquel pasaje del Fedro de Platón, donde se dice que al amor que vence el deseo carnal le salen alas: eros se convierte en pteros (alado), y en su vuelo conduce al alma al topos ouranós, la región celeste de las Ideas. Pero en el poema, el “cadáver del amor con alas”, con más probabilidad se refiere a un eros común y es la muerte del deseo o del impulso erótico —no en el poeta, sino en ella—. No es remota la posibilidad de que en esa época algunas jóvenes muy cristianas hicieran votos de castidad, aun sin volverse monjas. Una estrofa del poema “Pobrecilla sonámbula” dice:


Así cruzas el mundo

con ingrávidos pies, y en transparencia

de éxtasis se adelgaza tu perfil

y vas diciendo: “Marcho en la clemencia,

soy la virginidad del panorama

y la clara embriaguez de tu conciencia.


Fuensanta no puede ofrecer la posibilidad de la consumación amorosa y erótica plena. No solo por su negativa, sino porque el tipo de amor que Ramón siente por ella, lo coloca, insalvablemente, en una aporía. Dice Octavio Paz en su extraordinario ensayo “El camino de la pasión”: “Amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo”.

Por otro lado, la proyección de toda la religiosidad y el impulso místico en la figura humana de una amada tendrá en ella un espejo insuficiente y sujeto a la muerte. El paradigma es siempre Dante, quien también se dispersa, se olvida, traiciona la integridad de la memoria de Beatriz, y recibe en sueños severas amonestaciones, según refiere en la Vita Nuova, o tiene después que ser rescatado de las selvas oscuras con sus fieras. En ese mismo ensayo, Octavio Paz dice lo siguiente: “la realidad sentimental de Fuensanta se transfigura, al correr de los años, en realidad metafísica. La transformación es ascendente y va de la novia provinciana al amor imposible y de éste a la Muerta, la ‘armoniosa elegida de mi sangre’ ”.

En López Velarde el nombre de Fuensanta tiene el lugar central, pero a él se suman muchos más. Aun el gran amor es relativo. Fuensanta es el paradigma, el arquetipo, o como dice Guillermo Sheridan: “ese nombre es más el de una pasión que el de una mujer”. Y en verdad, Fuensanta no es tanto la persona real sino la suscitadora de toda la pasión contenida en el poeta, y que en ella se refleja con la luz clara del espíritu. En las otras mujeres esa pasión se conoce a sí misma bajo diversos tornasoles; pero ninguna mujer la contiene en su totalidad: ni la misma Josefa de los Ríos; ni María Nevares —aquella novia de los famosos “ojos inusitados de sulfato de cobre”—; ni en los últimos años Margarita Quijano, de quien lo seduce la inteligencia, para no mencionar otros muchos nombres, que el propio Ramón abstrae en el poema “Que sea para bien”, dirigido a Margarita, cuando ella también lo rechaza. Dice:


tu triunfo es sobre un motín de satiresas

y un coro plañidero de fantasmas.


Otro enigma será por qué ninguna de las mujeres a las que pretendió quiso casarse con él. O él suscitaba inconscientemente ese rechazo, acaso por el constante presentimiento de su propia muerte, o porque el matrimonio pudo representársele como una empresa improbable o francamente tediosa. Nada más lejos del “galope del corazón sin brida por el desfiladero de la muerte” que es como describe “la dicha del amor”. Ninguna esposa podría ser el objeto de una pasión tan compleja, dividida entre la “pestaña enhiesta” de las vírgenes mártires, y la “grupa bisiesta” de las Zoraidas. Y el poeta no habría aceptado, además, “conocer el mundo por un solo hemisferio”. Fueron muy improbables sus afanes franciscanos, en muy abierta desventaja con los polígamos. En el texto titulado “Viernes Santo”, de El minutero, dice: “me pregunto si ha venido el instante de consagrarme a las atrofias cristianas. Quisiera decidirme en esta misma fecha y en este mismo lugar; pero temo a mi vigor, pues en líneas del mundo todavía me persuaden y aun me embargan las bienhechoras sinfonías corporales”.

Actualmente las andanzas eróticas del poeta solo se verían como expresión de una energía vital. Las sombras del pecado y la culpa cristiana producen su dualidad y sus dicotomías amplificando excesivamente lo que en realidad sería el ejercicio libre de una sexualidad vigorosa. Pero aun desde ese ángulo es notable cómo el poeta habla con imágenes sagradas de su experiencia profana. Dice en “Idolatría”, panteísta poema de Zozobra:


La vida mágica se vive entera

en la mano viril que gesticula

al evocar el seno o la cadera,

como la mano de la Trinidad

teológicamente se atribula

si el Mundo parvo que en tres dedos toma,

se le escapa cual un globo de goma.


En este poema es el mundo, y en otro —que cito adelante— es la carne, los que, saltando de los dedos de Dios y escapando literalmente del control del Creador para seguir sus propios derroteros, afirman con toda simplicidad la vida. La presencia tutelar de Fuensanta con sus tonos graves y sus visos fúnebres tiene que contrarrestarse con algo que una al poeta a la vida de una manera poderosa:


(Blonda Sara, uva en sazón, mi apego franco

a tu persona, hoy me incita

a burlarme de mi ayer, por la inaudita

buena fe con que creí mi sospechosa

vocación, la de un levita.)

Cuando López Velarde se establece en México ha dejado atrás los inventarios de sacristía y las tupidas referencias escolásticas de muchos de sus primeros poemas; sin embargo, en la fase final de su trayecto seguimos encontrando la mixtura de los “talones tránsfugas”, las “pitagóricas rodillas” y la “rítmica y euritímica cintura” de las bailarinas, que aparecen junto al “corazón de niebla y teología”. En la “Fábula dística”, dedicada a la bailarina catalana Tórtola Valencia, que fue “la Criolla de la mantilla”, retratada por Saturnino Herrán, y de quien también escribió Carlos Pellicer, dice Ramón:


Y vives la única vida segura,

la de Eva montada en la razón pura.


Tu rotación de Ménade aniquila

la zurda ciencia, que cabe en tu axila.


El poema termina diciendo:


La pobre carne frente a ti se alza

como brincó de los dedos divinos

religiosa, frenética y descalza.

Junto a esta poesía irrefutable y este irrefutable ímpetu dionisiaco se encuentran las referencias constantes al otro tipo de pasión, del que nunca logra desprenderse:

Su corazón de niebla y teología

abrochado a mi rojo corazón,

traslada en una música estelar

el Sacramento de la Eucaristía.


La presencia de esa pasión llamada Fuensanta, o en palabras de Sheridan, “la imagen de Fuensanta que habitaba el cuerpo de Josefa”, que es a un tiempo el amor imposible y representa también a las vírgenes provincianas, “botones baldíos en el huerto”, a lo largo de toda la vida del poeta va a coexistir con las “odaliscas”, las “satiresas” y las “consabidas náyades arteras”. A pesar de su adquisición de “Baudelaire, la rima y el olfato”, López Velarde tal vez nunca abandonó totalmente el seminario de sus estudios de bachiller, ni tampoco a Fuensanta. Poéticamente, aunque su tema se amplía y se diversifica, su leitmotiv regresa como un elemento central; en él parece encontrar nuestro autor su raíz más profunda, su razón de ser como hombre y como poeta. Lleva a recordar a Rilke, quien dice hacia el final de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge:


Ay, las perdí a todas al tenerlas en los brazos,

solo tú, tú siempre renaces otra vez:

como nunca te tuve, no te me has escapado.


En Un corazón adicto, su ejemplar y entrañable vida de Ramón López Velarde, que he estado citando, Guillermo Sheridan hace decir a Rafael López: “Si La sangre devota sublimó a Fuensanta y a su provincia inocente, la carne se cobró lo suyo en Zozobra; asombrosa inmersión en el vaivén de la culpa y la flaqueza. Pero a partir de los dos o tres poemas finales de Zozobra [...] se acentúa el viraje hacia la sublimación, hacia el alejamiento del mundo. Fuensanta reaparece como la Muerta resucitada que, como Beatriz, guía al poeta hacia su propia transfiguración”.

Para López Velarde la amada parece ser la única forma en la que él puede percibir lo Divino, es la mediadora por excelencia. En El son del corazón (1932), la compilación que se hizo de sus últimos poemas, dice: “vive en mí no sé qué mujer invisible y perfecta”, y también, “Adoro en la Mujer el misterio encarnado”. Y aquí escribe mujer con mayúscula. Aunque tampoco a la mujer con minúscula, como se ha visto, puede desenredarla de su sentimiento religioso —al menos en lo que toca a las metáforas—. Paz dice: “Su drama sería oscuro y vulgar sin ese idioma que con tan cruel perfección lo desnuda”.

Una característica presente en sus metáforas e imágenes es que son más eclesiásticas y litúrgicas, más religiosas y teológicas que propiamente místicas. Aunque debe recordarse que López Velarde no era finalmente un místico sino un poeta, se puede cuestionar si esa aspiración hacia lo divino, que sin duda está allí, es una aspiración profunda o si ese deseo se detiene en la o las intermediarias. En un texto de El minutero, “Lo soez”, dice el poeta: “nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer. Por ella, acatando la rima de Gustavo Adolfo, he creído en Dios; solo por ella he conocido el puñal de hielo del ateísmo. De aquí que a las mismas cuestiones abstractas me llegue con temperamento erótico”.

Ahora bien, esta oscilación de péndulo no agota las vetas de su poesía. Sin duda es el filón más rico y evidente; aunque la pasión tiene un reflejo natural en la poesía y la enciende con facilidad. ¿Pero qué decir de esa pura poesía velardeana que habla espléndidamente de un payaso, o de tantos acentos de la provincia, o de la fotografía de Margarita a los cinco años? Sin embargo, la expresión característica y más compleja de toda su obra se dará dentro del combate entre el “ángel guardián” —que es un ángel femenino— y el “demonio estrafalario”; aunque sus demonios más bien parecen diablos de pastorela, que él mismo no se cree, como cuando dice en “El perro de San Roque”, incluido en El son del corazón:


He oído la rechifla de los demonios sobre

mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar.


Esto no suena a que haya en él ni el peso de una culpa abrumadora, ni que esté cayendo en los abismos de la duda, la angustia existencial o el nihilismo. Las “tenebrosas anarquías del pensamiento y la conducta” se rescatan y se redimen: los pecadores, vulgares o no, siempre alcanzan el perdón cristiano, sobre todo en el caso del poeta, que dice:


De mis pecados,

los más negros están enamorados...


Uno puede pensar en él, con mayor ligereza, recordando la descripción de Alfonso Camín, su amigo, el del “aire de murciélago y canario”, que dice de Ramón: “risueño y con levita,/ que cree en Jesucristo y sueña con Afrodita”. Es la misma disyuntiva que López Velarde ilustra constantemente, de distintas maneras. Por ejemplo:


Yo reconozco mi osadía

de haber vivido profesando

la moral de la simetría.


Y también:


¡Oh Psiquis, oh mi alma: suena a son

moderno, a son de selva, a son de orgía

y a son mariano, el son del corazón.


En crédito de la teoría de Jung puede observarse, como ya lo hizo Paz, la presencia inseparable de esa psiquis o anima en su poesía. Sagrada y profana, intocada y poseída, invisible y material, solo disolviéndose en el arquetipo de la Amada, la Muerta o la Virgen, el ánima reabsorbe en sí la dicotomía de su devoto.


Orlan mi bautismo, en alma y carne vivas

las ráfagas eternas entre las fugitivas


Esa dualidad llevará siempre al poeta a la doble transgresión de una línea que quiere dividir de modo irreconciliable lo eterno y lo fugitivo, lo espiritual y lo carnal. Y aunque el conflicto es la fuente de su inspiración y donde vibran más nítidamente todas las cuerdas de su alma, finalmente su poesía es la lira donde armoniza las tensiones opuestas y disuelve la dualidad. El juego de claroscuros de su “corazón leal” no solo se amerita en la sombra sino en la luz. En otro registro, dijo, al igual que Nerval:


en la lira de Orfeo pulsé alternadamente,

los suspiros de la santa y los gritos del hada.

En parte, este texto está construido sobre el capítulo dedicado a López Velarde en 'Los dos jardines: mística y erotismo en algunos poetas mexicanos' (Ediciones sin nombre/ Conaculta, 2003).

​AQ

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