Naciste o más bien te nacieron el 29 de marzo de 1934 en una casa de apartamentos de la calle santanderina de Mies del Valle al parecer así nombrada porque en muy lejanos tiempos por ese lugar entraban a la ciudad las carretas de trigo: calle ahora corta, de una sola manzana, transversal a la Alameda Segunda y conocida más tarde por ti en uno de tus viajes de los años ochenta, cuando recorrías la ciudad en compañía de tu amigo el cineasta santanderino Paulino Viota; y calle sin gracia, hasta algo opresiva porque ahora la cierra al fondo un muro gris, negando el paso a los fantasmas de las carretas trigueras, trajineras.
Y algo después de tu nacimiento, siendo tú apenas un niño que gateaba, en esa casa de esa calle ocurrió la historia de la medalla, uno de los grandes hechos de la pequeña historia familiar que te han contado tus padres y muchos de tus parientes Colinas o Gurrías.
La medalla de la Virgen, de quién sabe cuál de todas las vírgenes, era una pequeña pieza pesada y gris, octogonal, de plomo, cubierta con una leve capa de plata, que tu madre, para tenerla fuera de la vista de tu padre, por sumiso respeto a su ateísmo, guardaba en uno de los cajoncillos de la máquina de coser, entre carretes de hilos, retazos de telas y patrones de costura. Tú no sabías que esa medalla te acechaba desde ese escondite, y un día, en un recorrido a gatas por la casa, descubriste el cajoncillo, revolviste su contenido, te llamó la atención la medalla, y, confundiéndola tal vez con un caramelo envuelto en papel de estaño, te la llevaste a la boca, la tragaste, se te atoró en la garganta, comenzó a asfixiarte. Tu madre entraba en la habitación y al verte pálido, ojiabierto, boqueando y tosiendo, te tomó en brazos y te sacudía gritando para que alguien viniera a ayudarla, y el tío Marcelino que estaba de visita, esperando que llegara tu padre, acudió, intuyó que algo se te había atragantado y, tomándote a su vez, cargándote y poniéndote bocabajo contra un hombro, salió de la casa, bajó las escaleras, echó a correr por la calle Mies del Valle arriba y luego por la Alameda Segunda arriba, en busca de un establecimiento médico.
(Quien esto escribe ve la escena como un momento de película muda: el tío Ramonín corre por la calle atropellando a asustados transeúntes, cargando al niño que abre mucho los ojos y la boca y agita los brazos como un muñeco de guiñol, mientras al pie de la pantalla el pianista de la sala, aburrido y con ganas de fumarse un cigarrillo, cosa prohibida en las salas de cine de la época, pianotea una transcripción de la airosa, airada aria “Di quella pira”, de Il trovatore.)
Llegados el tío y tú a un consultorio, el médico se asomó a tu boca abierta, te habían vuelto los colores a la cara, el ritmo normal a los pulmones, solo te quejabas, lloriqueabas, hipabas, y resultó que tenías la garganta excoriada, ensangrentada, pero cualquier cosa que se te hubiera atragantado, dijo el médico, ya no estaba allí, estaba fuera de tu organismo o todavía en tu estómago, de donde habría que esperar sería expulsada en unas horas por salva sea la parte. Al bajar las escaleras hacia la calle, una mujer del edificio llamó a tu tío desde la puerta de su apartamento, abrió la mano, mostró en ella algo aún con baba sanguinolenta, dijo: Esto lo ha echado el chiquillo por la boca, y era en efecto la medalla, expulsada seguramente cuando Marcelino, subiendo a trancos la escalera y fatigado de cargarte sobre un hombro, te puso bocabajo en un movimiento brusco.
Cuando tu padre, que volvía de la imprenta y a quien, en un ataque de histeria, tu madre había mal informado de lo ocurrido, salía de casa en busca del hermano y el niño, los encontró subiendo ya la misma escalera y vio la medalla que Marcelino le mostraba diciendo: Esto es lo que se había tragado, la tomó, la examinó, la arrojó al suelo y soltando fuertes palabras
(en esta escena se vería la conveniencia de que la película fuese silenciosa, porque no se oirían los mecagüendioses e impías alusiones a la Virgen proferidas por Jenaro de la Colina)
la pisoteó furiosamente, hasta convertirla en una pequeña e informe masa de plomo.
(Muchos años después, ya marcada la familia con la doble equis en la frente, la del Exilio y la de México, y tras haber contado tu madre el episodio de la medalla a un matrimonio mexicano amigo, y comentado la señora visitante que la Virgen habría hecho el milagro de sacarte aquella pieza de la garganta, el pisoteador de la medalla decía: “Pues vaya con el amuleto de la milagrosa Virgen, ya hubiera sido milagro más que suficiente no habérsele metido a Novel en la boca”. Y tú, desde que, muy niño aún, oíste esta historia, quedarías convencido de que tus anginas y otros males de la garganta, que te aquejaron en los siguientes años de la infancia, habían sido generados por aquella invasión pía de tu espacio interior.)
AQ