A la hora de la comida, sentadas a la mesa, las cinco contemplaban boquiabiertas el bloque obligatorio de noticias en las pantallas murales de su palapa maya. Alvarito jugaba en el piso de cemento con una Barbie hermafrodita. Si se oprimía un botón, de la rendija del juguete salía expulsado un bebé muñeco igualmente andrógino. El niño presentía que algo no encajaba en la habitual atmósfera familiar. Levantó la mirada hacia la abuela Ramona y la escuchó decir:
—Entonces no se trata de un falso rumor, como creíamos. Ya es oficial.
—Qué barbaridad —la secundó Lidia, su esposa, desde la otra cabecera—. Con el daño que nos han hecho.
María era la hija de Ramona y Lidia. Inés era la nuera, mujer de María. Carla y Alvarito eran los hijos de María y de Inés, nietos de Ramona y Lidia. De adulto, Alvarito tendría que formar por ley una nueva familia con otro varón. Las cinco movieron reprobatoriamente la cabeza. Era cuestión de minutos.
Antes de que los heterosexuales fueran expulsados a Marte, Mérida era un abigarrado conjunto de paseos coloniales, casonas, rascacielos levantados al buen tuntún y monumentos cívicos. Había también bicirrutas improvisadas que compartían el carril con los microbuses, lo que provocaba un alto índice de atropellamientos y mortandad. La sobrepoblación y la especulación inmobiliaria, una interminable oleada de epidemias víricas obligaron a quien a la sazón era el alcalde, el heterosexual Renán Barriga, a edificar un muro en torno al centro histórico —lo que enfureció particularmente a los ciclistas— y a prohibir cualquier nueva construcción que no se ciñera a la sencillez arquitectónica de los trazos de las antiguas casas indígenas. Por eso la ciudad tenía en la actualidad dos murallas, igualmente inútiles: una que aislaba una amplísima área en torno a la catedral, por donde nadie pasaba más. Y otra que protegía a la península de los pasados flujos migratorios del Caribe y Centroamérica. Los ricos ya no vivían en mansiones coloniales sino en amplias casas de piedra y techos de guano. La clase media también; y los pobres, aunque sus habitaciones eran pequeñas. Y todos eran felices. Cuando ocurrió la crisis planetaria a causa de los gobiernos dirigidos por el patriarcado, tras la victoriosa revolución mundial homosexual, los heterosexuales fueron confinados al planeta rojo, donde siguieron guerreando y matándose entre ellos. No sin antes detonar en la Tierra varias bombas atómicas, lo que ocasionó la atropellada huida de los homosexuales, a bordo de cohetes, a Macrogema, un planeta habitable cercano a Kepler 22-b. Por alguna razón desconocida, el bombardeo indiscriminado activó un misterioso escudo magnético en el cráter de Chicxulub, creándose un domo de energía cuántica que blindó durante décadas a la Península de Yucatán. Nada podía dañarla, pero nadie podía salir sin ser electrocutado por una descarga. Los heterosexuales que no consiguieron marcharse a Marte y quedaron atrapados en Yucatán, aun cuando fingían ser conversos del otro bando, fueron expuestos y ajusticiados sumariamente. Los homosexuales que permanecieron en territorio peninsular constituían los únicos especímenes humanos que quedaban en la Tierra. Fundaron una sociedad basada en la colaboración comunal y el mutuo respeto entre familias monoparentales. Familias de ellas, ellos o elles. Había reglas sencillas, que todos obedecían a rajatabla. Y una sola máxima, inviolable, so pena de muerte: no aparearse ni tener relaciones íntimas con un ejemplar de otro sexo, bajo ningún concepto. Desde luego, la ciencia había avanzado increíblemente. La reproducción no era ya un problema de diferencias genéricas. Si uno quería un bebé, acudía a una de las máquinas expendedoras autorizadas, metía una moneda en la ranura y el compartimento inferior expelía —como la Barbie de Alvarito— a una criatura saludable que sería criada y alimentada por sus iguales. Si la persona obtenida no era del sexo deseado (solía ocurrir que se agotasen existencias en la dispensadora), cuando creciera se integraría a su grupo natural.
La abuela Ramona tapó la olla donde hervía la sopa, se secó las manos con un trapo y caminó hacia la puerta principal entre los resplandores de las paredes televisión. Luego las otras cuatro la siguieron y todas emergieron de su vivienda, arrastrando tras de sí a Alvarito, que no soltaba a su muñeca. Muchas familias monoparentales abandonaron sus propias casas para congregarse en la calle. Inés y María hacían una visera con la mano para observar el cielo. Ramona buscaba pararse sobre su propia sombra para protegerse del sol. Lidia rumiaba su rabia, repitiendo no puede ser, no puede ser. La gente salía de los restaurantes, de los cafés y los hoteles. Alvarito miraba alternativamente el objeto que tenía entre sus dedos, a sus parientes, las escasas nubes que parecían difuminarse recortándose contra un resplandor de blancura celestial. Todos atisbaban la límpida bóveda celeste con una mezcla de expectación y temor. Carla preguntaba una y otra vez qué está pasando. Contenían el aliento ante la posibilidad inminente de que en cualquier momento apareciese ese maldito puntito negro, la nave que —según el telediario de Yucatán— habría de traerlos. Eran los últimos de su especie, como los homosexuales en la Tierra. Habían tenido que salir de Marte de emergencia. Con tanta destrucción, se había vuelto inhabitable.
—¿Cómo es un heterosexual? —preguntó Alvarito, con la vista en el cielo.
Al principio nadie parecía estar dispuesta a contestar. Hasta que la otra abuela, Lidia, carraspeó y dijo:
—Son unos cretinos. Prepotentes. Hasta hace poco, antes de que se largaran felizmente de la Tierra —¿cuánto haría de eso, 20, 30 años?—, querían imponernos su estilo de vida, sus estereotipos.
Su falso modelo de vida: niña se casa con niño y luego tienen hijitos, y perros y gatos, y viven felices para siempre, hasta que hijito o hijita encuentra a otra niña o niño, se casan y así sucesivamente.
—¿Te imaginas, Alvarito, qué asco? —añadió Lidia.
—¿Tenían perros y gatos en sus casas? —se extrañó Alvarito—. Pero si eso está prohibido. Lo mismo que los circos y cualquier tipo de maltrato a los animales.
Alvarito había oído decir que a muchas mujeres les gustaba ser porristas de los partidos de futbol americano. Que se exhibían como si fueran changuitos de ferias, moviendo un bastón, con una playera ombliguera, dando pataditas al aire en botas y minifalda.
Enceguecida por la densa luminosidad del trópico, Carla, la hermana de máquina de Alvarito, se tapaba las cejas con el antebrazo.
Ni el lenguaje inclusivo, ni las aguerridas manifestaciones contra el pacto patriarcal, habían conseguido acabar con la violencia ejercida por el régimen heterosexual sobre mujeres y homosexuales —mujeres y hombres—, a quienes los más machos (muchas veces ellos mismos los homosexuales más musculados y reprimidos) no dejaban de hostigar. Era verdad que el feminismo logró notables avances en materia de derechos políticos, cívicos y laborales. Aun así, la humillación sistemática se extendía a travestis, transgénero, bisexuales, intersexuales, asexuales, queers. Pero con la revolución ese panorama cambió. Los heterosexuales tuvieron que marcharse a Marte, donde continuaron siendo unos primitivos salvajes. Y ahora… ahora retornarían a la Tierra.
AQ