Hay dos razones para ver La viuda. Son razones de cinéfilo. La primera es Isabelle Huppert. El de La viuda es un papel escrito para ella, pues ¿qué actriz cuenta con más registros de locura? Además, la de Huppert no es una manía cualquiera. Es la del ser humano que deambula como zombi en ciudades de este siglo. En realidad ella es como la tía neurótica que todos tenemos y que, en el peor de los casos, somos nosotros. Enfermos de soledad que podemos llegar a los horrores de lo que pasa aquí. Pero no nos adelantemos.
La otra razón para ver esta película es Neil Jordan. Como otros afamados directores (me viene a la mente Tornatore), Jordan no pudo superar la fama que le dio un solo gran éxito. Juego de lágrimas es, por supuesto, muy superior a La viuda, pero su trabajo dirigiendo actores no está nada mal. La cámara está siempre en su lugar y Nueva York se luce en sus multitudes llena de una tristeza sórdida.
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La historia, más allá de lo dicho, resulta poco espectacular. ¡La hemos visto tanto! Comienza así: una mesera de aspecto angelical vuelve a casa en metro cuando descubre que alguien ha dejado una hermosa bolsa de piel sobre uno de los asientos del vagón. La chica, muy moral, busca el lugar adecuado para devolverla, pero en Nueva York (como en México) de esta clase de lugares uno espera lo peor. Además, la chica angelical se encuentra con que hay colgado un letrerito de “vengo luego” en la oficina de objetos perdidos. Se lleva la bolsa, lo cual sirve a Jordan para introducirnos con la amiga rubia, rica y frívola con la que nuestra heroína comparte departamento en Manhattan. Se establece entre las dos cierta química a todas luces erótica. Además, una quiere el dinero en la bolsa para un tratamiento que incluye meter jugo de espárragos en el sitio por el que normalmente tendría que salir y la otra duda. No. Hay que buscar a la dueña de la bolsa.
Es así que aparece Greta, La Viuda, Isabelle Huppert. Y como en otras películas de paranoia estadunidense (Mujer blanca soltera busca, por ejemplo, o Atracción fatal), lo que empieza siendo una bonita amistad en la que se escucha a Liszt, se bebe café bien hecho y se toman vinos blancos en una mesa bien aderezada, se transforma en una pesadilla que tiene varios niveles de lectura moral. El más notable es éste: “niña, no hables con extraños y si encuentras una bolsa con dinero devuélvela al departamento de objetos perdidos aunque sospeches que ellos la robarán”.
Con todo, es aquí, en esta locura creciente, que Huppert resulta más adorable que nunca. Es una mala por soledad, mala de tanto haber visto. Huppert se ha convertido, me parece, en la actriz que representa el hartazgo de las clases altas en los países ricos. Ni el arte ni el dinero pueden darle felicidad. Sufre de tanto tenerse a sí misma. Como tanta gente en las grandes urbes del siglo. Es así que, a pesar de los horrores que están por suceder a la chica angelical, uno quiere entender a la mala.
Y es que uno intuye que la sonrisa de La Viuda se congeló en estas calles en que se vende belleza imposible, en los escaparates en que se elogia la estupidez. Y ella, mujer que toca a Liszt y que llegado el clímax de la película baila en puntas a Chopin, está decidida a hacer que el mundo se parezca más a ella que a toda esta frivolidad. Así, aunque hemos visto esta historia, no lo hemos hecho con una actriz así. Ni siquiera Glenn Close pudo transmitir en Atracción fatal la locura de la sociedad que hemos construido.
ÁSS