La vocación del genocidio

Los paisajes invisibles

Las matanzas en Texas y Ohio son signos del patrón mental de un segmento amaestrado históricamente para detener la ficticia invasión al territorio.

Un altar a las afueras del supermercado donde ocurrió el tiroteo de El Paso. (Foto: AP)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

El mundo está saturado de cerebros faltos de raciocinio y sobrados de idiotez. Elijamos uno al que desde las primera fases cognitivas se le siembra basura ontológica y se educa para reaccionar ante cualquier tipo de amenaza externa pero omitiendo la aplicación esencial de un esquema defensivo: la protección ante las agresiones de sí mismo, o sea, la incapacidad de detectar un fallo crítico que podría volcar las reacciones hostiles contra el propio usuario. Un cerebro con este tipo de defectos es de riesgo limitado, se circunscribe al entorno personal, ya que el punto neurálgico de la disfunción se vuelve el objetivo. Quizá es por eso que David Foster Wallace señaló que la mayoría de los suicidas elige destruirse la cabeza.

Ahora tomemos un montón de sesos con las mismas características pero con el programa antisacrificio, y sometámoslo a una insana dieta de bazofia moral, cultural, ideológica y política. Mal nutrido, contaminado por cantidades ingentes de toxinas, ese manojo de materia será susceptible de concebir un instinto criminal dirigido a espantajos selectivos. Para ello, basta un potaje cotidiano hecho con una porción de miedo, una porción de mitos, una de inmundicia patriotera y cuatro porciones de odio. El usuario de ese órgano está listo para “defenderse” aniquilando: con un arma, exaltado por la sublime sensación de poderío mas no en el sentido de superioridad sino en la noción de consumar todo tipo de salvajadas porque puede, añadirá un capítulo en el relato de la infamia. Y no hay que confundirse: el portador de ese cerebro no padece de locura. Sólo es un imbécil moldeado por un resentimiento irracional. Ese es el perfil del supremacista, del estúpido hombre blanco (Michael Moore dixit). Esa es la carne de cañón de los políticos que explotan la imbecilidad y, sobre todo, la clientela de la industria bélica y de organismos como la Asociación Nacional del Rifle de Estados Unidos.

Las matanzas del pasado fin de semana en el Walmart de El Paso, Texas, y la de Dayton, Ohio, no sólo se suman a la estadística de tiroteos en Las Vegas, en Pittsburgh o en diversas preparatorias y universidades, pues son signos del patrón mental de un segmento colectivo amaestrado históricamente para detener la ficticia y perenne invasión al territorio, persuadido para devastar física y emocionalmente a las minorías. Los policías montados que, también en Texas, exhibieron a un afroamericano esposado y atado a una cuerda en las calles de Galveston, personifican el espíritu del racista y el xenófobo perfecto, simbolizan la nostalgia por lo atroz y despiadado como en una escena de Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, o la rudeza de los KKK de Spike Lee o la inhumana esclavitud física y, principalmente, psicológica, de la novela Beloved, de la fallecida Toni Morrison, o una lista inagotable de oscuros ejemplos. En Estados Unidos, el negocio bélico se apoya en la Segunda Enmienda constitucional que garantiza el derecho de portar armas para defensa personal pero a falta de enemigos verdaderos, algunos empistolados recurren a adversarios marginales: judío, negro, homosexual, latino, ateo, musulmán, discapacitado o extraterrestre.

El discurso de odio, ahora con énfasis antiinmigrante (años atrás fue antibeatnik, anticomunista, antihippie y antietcétera) de Donald Trump, es solo un eslabón de la correa ideológica que fomenta el genocidio, ideal que, a fuerza de repetirse, se ha vuelto una vocación. Clasificar a los asesinos masivos como simples chiflados o desadaptados es soslayar la inquebrantable continuidad de una doctrina deletérea.

ÁSS

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