La xenofobia tiene clase

Ensayo

Los extranjeros que realizan el home office en algunas colonias de Ciudad de México han comenzado a provocar una ola de intolerancia entre los antiguos vecinos de esos lugares.

Ciudadanos estadunidenses en un restaurante de la CDMX. (Foto: Octavio Hoyos)
Carlos Illades
Ciudad de México /

En distintos sectores, registros y circunstancias los mexicanos son racistas, clasistas y xenófobos. Blancos y mestizos racistas respecto de los indígenas y casi todos en relación con los afrodescendientes. Los grupos económicamente privilegiados clasistas hacia el pueblo llano. Las clases populares xenófobas en determinadas coyunturas. La novedad es que las clases medias, urbanas y globalizadas, parecen compartir esta fobia ante la avalancha de nómadas digitales de los Estados Unidos (también de algunos jubilados) que, superado el confinamiento, realizan un placentero y “barato” home office en la Roma, la Condesa y Polanco, colonias donde crecen los anuncios en inglés dirigidos hacia los nuevos moradores.

Si se trataba de europeos y estadunidenses las clases adineradas eran más bien xenófilas y no desperdiciaban la ocasión de blanquear su descendencia. Los chinos, avituallados con la adormidera, eran sumamente rentables para la empresa privada en las faenas agrícolas y en el tendido de las vías férreas, pero la laboriosidad y el ahorro los condujeron en unas cuantas generaciones a nichos económicos mejor remunerados. Para los inmigrantes blancos la movilidad social la garantizaba el color de la piel, pedigree que no requería otra acreditación.

Los ataques a los chinos en el norte del país durante la Revolución, de quienes el Partido Liberal Mexicano exigió en 1906 prohibir su emigración porque deprimían salarios de por sí bajos, y a los españoles (tenderos, capataces, dueños de cantinas y de giros negros) por parte de las fuerzas revolucionarias en múltiples lugares del territorio nacional mostraron que en condiciones críticas la ira popular puede ser incontenible cuando de saldar cuentas pendientes se trata. Más simbólico que concreto el “mueran los gachupines” de cada 15 de septiembre es el resabio de un sentimiento añejo que la historia patria y la novela romántica coadyuvaron a fijar en el imaginario colectivo.

La disputa por el empleo, el espacio o el mercado es un incentivo poderoso para activar la xenofobia y deslindar el “ellos” del “nosotros” de manera más o menos automática. La indiferencia de las clases medias con respecto de los inmigrantes centroamericanos que piden limosna en las colonias cool, contrasta con el malestar hacia los nómadas digitales. Si acaso, aquéllos producen incomodidad o temor, aunque de ninguna manera significan una competencia por el trabajo, el espacio o el acceso a los servicios. Quienes realizan el home office en “sus” colonias sí: perturban su bienestar, encarecen la vida y amenazan con deportarlos a barrios menos amables.

La fisonomía, los patrones de consumo y los habitantes de estas colonias han cambiado considerablemente en lo que va del siglo XXI. Los gobiernos de la ciudad y de las respectivas alcaldías cedieron a los desarrolladores inmobiliarios la configuración del espacio urbano, en tanto que el Estado se encargó de otorgar los permisos mediante corruptelas, de reforzar la vigilancia y embellecer el entorno (la actual administración capitalina los confrontó en el primer año de su gestión, pero la atonía económica provocada por la pandemia no solo la hizo dar marcha atrás sino también obsequiar banquetas y calles a los restauranteros). Menguaron en un par de décadas los talleres, las tienditas y los pequeños negocios, en favor de restaurantes, bares, antros y condominios de lujo. Con la “gentrificación” aumentaron los costos y los propietarios de aquellos giros e inquilinos de mediano poder adquisitivo fueron desplazados por personas de mayores recursos. Los últimos reclaman un derecho de antigüedad que nada valió a sus predecesores menos afortunados.

En correcto inglés se leía hace unos días en un cartel en la Colonia Roma: “¿Nuevo en la ciudad?, ¿Trabajas desde casa?, Eres una maldita plaga y la gente local te odia. Vete”. La contundente invitación a abandonar el país rápidamente se viralizó en las redes. La nueva invasión estadunidense debería de combatirse en virtud de la disparidad salarial, que genera una competencia desventajosa de los nacionales por los bienes y servicios, por la defensa indispensable de “nuestras costumbres” y porque se trataba de una “gentrificación extranjera”. “Gastan poco” para todo lo que ganan, por lo cual la derrama de los nómadas digitales les sabe insuficiente y peyorativa: vienen a México no a gastar sino a ahorrar mientras que nosotros vamos de shopping a los Estados Unidos no a ahorrar sino a gastar. “Caminan descalzos” les suena un agravio a las costumbres vernáculas, más si ignoramos cómo calzan los indígenas o los pobres de las costas nacionales. Desplazan a “decenas de habitantes nacionales”, les parece a todas luces inadmisible porque la prerrogativa de marginar es competencia exclusivamente nuestra. Dicho todo esto por un segmento poblacional que nació, vive y respira en la globalización resulta paradójico por decir lo menos. Mejor sería pronunciarse en serio y con argumentos sólidos acerca de qué ciudad queremos y cómo incluir a los realmente excluidos para que ese “nosotros” nacional no englobe únicamente a quienes son como yo.

Carlos Illades

Profesor distinguido de la uam y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Escribió, con Rodolfo Suárez, 'Patricios y plebeyos. Crónicas del clasismo mexicano' (Akal/UAM, 2022).

AQ

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