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Las buenas historias son como las buenas mujeres.
Ésa ha sido la gran verdad de mi vida. Y la mayor de mis desgracias.
Porque con las buenas historias siempre me ha pasado lo mismo que con las buenas mujeres. O ya las había contado otro o se me escapaban antes de que pudiera contarlas yo. Por eso nunca he llevado en la bolsa más que unas pocas cantigas de versos pobres, y por eso no he encontrado más amores que los de barraganas de puerto; cómodos y cálidos, pero falsos como cruces de tres brazos.
Hay quien jurará que yo mismo he labrado mi suerte por mi mala cabeza. Y puede que lleve algo de razón. He de admitirlo: no he sido un santo, pero no todo fue culpa mía. La triste verdad es que las pocas veces que las rondé, a las buenas historias o a las buenas mujeres, me encontré de repente con una daga en los riñones o una cuerda al pescuezo.
Y uno es pobre, de los que han tenido que apañárselas con un mendrugo de pan y mucha hambre en el camino, pero siempre le he tenido cariño al pellejo. Que mejor es verse pidiendo limosna en la plaza de la iglesia, que bajo una lápida sin nombre en algún camposanto perdido de la mano de Dios.
Las buenas mujeres y las buenas historias.
Ambas han sido mi perdición.
Y, pese a ello, nunca dejé de buscarlas; ni a las unas, ni a las otras.
Así fue como acabé por enterarme de una que nadie había contado aún. La de unas perlas que debían de haber terminado en un relicario de la vera cruz en Ponferrada. Perlas que, en vez de acabar en manos de un orfebre, habían llegado hasta San Paio desde los mismos eriales de la Palestina.
Me pudo la tentación, como al ver el escote de la tabernera que se agacha sobre la mesa con las jarras de vino. Quedé anzolado como un pescado cualquiera. Me bastó intuir que había allí una gesta, como la del mismo Sigfrido, con mujeres tan bellas como la incomparable Crimilda, con hazañas que habrían de recordarse.
Tuve que porfiar. Tenía que escuchar esa historia. Para escribirla, para contarla, para que los copistas la repitieran una y otra vez, para guardarla por siempre en pergaminos bien enlucidos a los pies de mi nombre.
Me llamo Martín. Nací en Vigo el año antes de que en las Navas de Tolosa se rindieran los moros. Mi padre mercadeaba con pescados en salazón y yo, desde chico, supe que mi camino habría de ser otro. Soy trovador.
Trovador, y también algo más.
Lo reconozco.
Hechizado por los dados, rufián de medio pelo, vividor de ilusiones, enamorado del vino, soñador de historias, deudor de cualquiera, ladrón a veces, nunca santo, espabilado siempre y, más que nada, ofuscado por las faldas que se deslizan rápido por piernas impacientes.
Más de una vez perdí hasta los dientes de leche. Y más de una vez lapidé una fortuna entre jarros de figón y dedos que desataban esos mismos calzones que estaba a punto de apostar.
Ahora solo soy un viejo. Un anciano con bastón que disfruta escuchando las notas que aún puede arrancar a las cuerdas de la cítola. Un vejancón arrugado que sueña a las buenas mozas que conoció cuando la lujuria no era un recuerdo. Pero antes de que me lleve la parca quiero contar la historia que conocí cuando iba camino de Santa María de Sobrado en los tiempos en los que Afonso acababa de ceñirse la corona de Castilla tras conquistar a las bravas Murcia y Sevilla. Antes de que acabase solo, despojado de sus títulos y con el hijo desheredado.
En aquellos años aún nadie le decía eso de El Sabio y no hacía tanto que se había criado con sus ayos en los montes gallegos. No, en aquel entonces muchos lo llamaban el Gibelino por mor de su madre, la de Suabia.
Hace ya mucho de todo aquello. Eran los días en que llegaban lejanas noticias de que los tártaros mogoles habían hecho hincar las rodillas a los magiares después de pasar a sangre y fuego la Rus de Kiev. Muchos miraban hacia el levante temiendo que a los perros mahometanos les salieran aliados.
Ha pasado el tiempo.
Me basta ver mis manos sujetando la pluma. Están manchadas por la edad, cubiertas de arrugas. Se han ido muchos años desde aquellos días, muchos, y ha llegado el momento.
Prometí guardar silencio. Pero ya se cumplió lo pactado. Ya no estoy atado por el juramento que hice. Ahora puedo contar esa historia.
Me bautizaron Martín y me dicen Códax.
Y ésta es la gesta del halconero.
ÁSS