La muerte reciente de Tongolele (el pasado 16 de febrero) cierra uno de los episodios más intensa y prolongadamente debatidos en la historia del espectáculo en México. Debutó con ese nombre artístico el 25 de julio de 1947 en el legendario y hoy desaparecido teatro Tívoli de la Ciudad de México. Desde entonces y durante más de 40 años de carrera, fue motivo de admiraciones multitudinarias y, también, de airados rechazos de quienes veían en sus danzas y vestimenta una incitación al libertinaje, un atentado —para usar el lenguaje de los censores de la época— contra la moral y las buenas costumbres.
Yolanda Ivonne Montez Farrington nació el 3 de enero de 1932 en Spokane, ciudad del estado de Washington, Estados Unidos. Hija de Elmer Montez, de ascendencia sueca-española, y de Edna Farrington, de ascendencia inglesa-francesa. La confluencia múltiple de sangres en el proceso remoto y prolongado del mestizaje esculpieron su belleza irrefutable: la suave armonía de su rostro, la mirada profunda de sus ojos azules sutilmente rasgados, sus labios pulposos, su melena negra flameada con un mechón blanco y su cuerpo ceñido por su bikini característico, el que la convirtió en objeto de deseo de miles de admiradores y escandalizó a los sectores más conservadores de la sociedad mexicana.
Los ritmos que fueron la base de sus danzas los conoció durante su infancia, escuchando viejos discos de su abuela materna, hija de franceses con alguna remota ascendencia tahitiana. Antes de convertirse en Tongolele, Yolanda tuvo apenas tiempo de ser niña. Aún era adolescente cuando descubrió su vocación por el baile. Después de algunas actuaciones en recintos de Estados Unidos, en 1946 entró a México por la frontera de Tijuana. Dos años después comenzó su reinado en la capital del país.
Noche a noche, a las puertas del Tívoli, los revendedores representaban la última y onerosa esperanza para verla bailar. A la entrada, lujosos autos negros delataban a políticos y millonarios que inundaban su camerino con suntuosos regalos-carnada para la mujer más admirada y deseada de México. La capital del país se desvelaba y amanecía invadida hasta el aturdimiento por las extrañas y juguetonas resonancias de una palabra: Tongolele. Tongolele en los periódicos. Tongolele en las portadas de las revistas. Tongolele multiplicada en cientos de carteles que se disputaban los muros de la ciudad con los anuncios de box, corridas de toros y lucha libre.
En tiempos sin internet, ni teléfonos celulares, ni redes sociales, el nombre de Tongolele iba de boca en boca por cafés, restaurantes, cantinas, fiestas, reuniones; desde las marquesinas de los teatros a las de cabarets y carteleras cinematográficas. Se había desatado el tongolelismo y ya nada lo detendría. En vano, las autoridades eclesiásticas repartían volantes a las puertas de los teatros o los arrojaban desde una avioneta sobre la ciudad para advertir que sería excomulgado todo aquel que cometiera el mortal pecado de ver y aplaudir a Tongolele.
Así como tenía apologistas y admiradores, también surgieron virulentos detractores. En las planas editoriales de Excélsior, la articulista Catalia publicó un texto contra la bailarina del mechón blanco. Con agallas de exorcista ante el demonio, Catalia escribió: “Alzo mi voz y me dirijo abiertamente, ya que se trata de un asunto de incumbencia pública, a una artista llamada Tongolele, que parece ignorar por completo que el papel de la mujer es ayudar a los hombres a elevarse espiritualmente como seres racionales que son, no a descender, a semejanza de bestias irracionales, al nivel de las mismas, revolcándose como cerdos en el pestilente fango de la inmoralidad, de la deshonestidad y de la lujuria, a las cuales pasiones más despierta la vista de una mujer que no pone reparos en ser piedra de escándalo y tentación viviente para las almas que le costaron sangre a Jesucristo, a quien producen náuseas todos los pecados de impureza”.
Por su parte, el cómico Palillo, puntual cronista de la farándula, advierte del fenómeno en su columna “Astillas” del periódico El Redondel: “En todo el norte como también en todo el sur, se habla de quién será esa mentada Tongolele... ¡La que armaste chaparrita! ¡La que armaste! (...) Ahora que esa condenada Tongolele tiene enorme mérito: nadie desconoce que ella es la que tiene sobre su nombre y sus cualidades el ‘movimiento’ teatral de México. Porque qué caray, palabra que movimiento sí lo hay... Anoche era una de tumultos en los pórticos del Tívoli y el Follies, que daba gusto. Y claro, la berrendita es la que ha sacado a la gente de los cines, para morbosa o curiosamente ir a conocer sus cualidades (...) ¡Es la época tongolélica y tenemos que tongolelizarnos, qué caray!”.
Ante la magnitud del éxito de Tongolele, los grandes empresarios del espectáculo se la disputaban o trataban de crear sus propias “Tongoleles”.
Debido en parte a su escaso dominio del español, en esos momentos Yolanda Montez no tenía idea clara de lo que sus danzas y su imagen provocaban. Con el paso del tiempo, se fue enterando con asombro de todo lo que ocasionó.
Erróneamente, suele incluirse a Tongolele en el gremio de las rumberas, pero ella no lo fue en ninguna de las acepciones del término. Ni en la original que se refiere a las bailadoras de rumba, danza popular emblemática de Cuba, ni la acepción que por un fenómeno de eponimia es más difundida y aceptada en México: la que adoptan y popularizan Amalia Aguilar, María Antonieta Pons, Meche Barba, Ninón Sevilla y Rosa Carmina. Al margen de sus respectivas etapas formativas, todas ellas son básicamente producto del cine. A diferencia de estas rumberas, Tongolele surgió y trascendió desde teatros y centros nocturnos. En tanto que las rumberas son una referencia cinematográfica, estereotipo que nace y vive en y por el cine.
Amalia Aguilar y María Antonieta Pons, sobre todo, tuvieron exitosas temporadas teatrales, pero es el cine el que las deifica y las mantiene presentes en la memoria colectiva. La asombrosa paradoja de Tongolele es haberse proyectado en el tiempo a través de una de las artes más efímeras: la danza, que existe solo mientras se ejecuta. Así, durante varias décadas, la bailarina llevó su arte a los recintos más prestigiados de México (el Tívoli, el Waikiki, el Teatro Blanquita... La lista es inmensa).
De los bailes de Tongolele, películas como Mátenme porque me muero, El rey del barrio, Han matado a Tongolele, Chucho el remendado, por mencionar algunas, conservan secuencias antológicas de sus bailes. Y aunque varias de ellas son consideradas de culto, ella no se debe al cine. Este le sirve solo como vehículo promocional.
También, de manera equivocada, suele equipararse el movimiento de caderas de Tongolele con el de las rumberas. Pero en estas, el contoneo de piernas, rodillas, cadera, cintura y hombros, es resultado de un mismo impulso cinético. En Tongolele había distintos movimientos simultáneos o, uno solo, el movimiento fragmentado, particularidad que la pone en contacto con la tradición africana, uno de cuyos principios —anota Phyllis Rose en la biografía de Josephine Baker— “es el movimiento simultáneo de varias partes del cuerpo según los diferentes ritmos de la música. Las manos y los pies pueden moverse al ritmo de un tambor, mientras el torso se mueve al de un segundo tambor, y el trasero al de un tercero”.
Hasta entonces, no había espectáculo en México que se pareciera a lo que hacía Tongolele. De ahí que se le empezara a identificar como una bailarina exótica que, en sentido estricto, lo era. Ante la imposibilidad de que cada teatro o centro nocturno tuviera su propia “exótica”, surge una cauda de imitadoras que en su afán de igualarla o superarla, trastocan el significado de la palabra “exótica”. En el vocabulario de la noche y el espectáculo, “exótica” deja de ser la distinta, la singular, y pasa a ser la que enseña, provoca, la que no baila pero grita, se toca o gime. Malentendieron que de eso se trataba. El tiempo demostró que la bailarina del mechón blanco era harina de otro costal.
En el prólogo al libro biográfico No han matado a Tongolele (de mi autoría), Carlos Monsiváis sostiene que “en sentido estricto, Tongolele siempre baila en honor de los dioses, a quienes les ofrenda la exaltación del deseo que es también pasmo estético. Al bailar, Tongolele evoca los pactos con las deidades primigenias, la consagración de la primavera, los tiempos de la fertilidad, la conversión de la lujuria en tributo a los pies del sol y de la luna. De manera tan indefinible como precisa, Tongolele baila y apacigua al volcán, salva a la comunidad, evita la destrucción de la gran aldea.”
Vistas desde el presente, las danzas de Tongolele ya no tienen ese efecto escandalizante y resultan hasta candorosas. Somos otra sociedad, otro México, un México al que, de acuerdo con Monsiváis, Tongolele contribuyó a modernizar: “La tongomanía es mucho más que la fama ubicua y súbita de una bailarina de afrotahitiano. Es la técnica que una sociedad aplica, sin saberlo pero no sin quererlo, para subrayar una vez más, y estruendosamente, el imperio de la secularización en el terreno de la moda. Los regaños de los conservadores nacen muertos y no importa para el caso el apoyo de la censura. Una corriente de la industria cultural está al tanto del cambio de los tiempos y se burla sin límite de la mojigatería, de las beatas calcinadas en la murmuración de los Caballero de Colón que persiguen el revoloteo de la frivolidad. Son numerosas las películas que le oponen al inmovilismo social argumentos tan irrefutables como el mambo, las rumberas... y Tongolele. Sin imaginárselo siquiera, y sin que lo perciban enemigos y fanáticos, una 'exótica' pone a prueba algo más sensacional y sensacionalista que la amplitud de criterio: el apetito de modernidad.”
Ha muerto Yolanda Ivonne Montez Farrington: larga vida a Tongolele.
Arturo García Hernández
Autor de 'No han matado a Tongolele', Ediciones La Jornada, 1998.
AQ