Lars von Trier: el arte de la depresión

Cine

En la obra del cineasta danés, amado y odiado con la misma pasión, el fondo está más lejos de lo que aparenta en el espejo retrovisor de la forma.

Lars von Trier, director danés. (Laberinto)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

Más que una cinta, Antichrist (2009), uno de los largometrajes más controvertidos del danés Lars von Trier, constituye una experiencia. Me explico: siempre he creído que, a diferencia del grueso de sus colegas actuales, Von Trier (1956) diseña una obra que no se ve en el sentido convencional sino que ante todo se experimenta. Igual que una sensación, sí, e incluso que un malestar: “Más que películas bellas, películas necesarias”, reza el postulado de Robert Bresson que también ha seguido el alemán Michael Haneke y que implica la urgencia de rescatar el fondo en un orbe eminentemente visual conquistado por la forma. Y aunque Von Trier sabe dar con el justo medio entre ambos extremos, pese a haber sido llamado extremista en varias ocasiones —no lo ayudan los desplantes megalómanos como el que lo llevó a autonombrarse el mejor director del mundo—, lo cierto es que en su cine la forma (cómo se cuenta la historia) acaba por rendirse al fondo (qué historia se cuenta). Esteta consumado y omnívoro que maneja distintos formatos y fundador de Dogma, movimiento que pone en práctica los principios establecidos entre otros por Bresson, Von Trier es el agente provocador por excelencia: un infiltrado en la industria fílmica que induce actitudes y reacciones que normalmente no se encuentran en el espectador.

Ese efecto tiene Antichrist, que más de alguno ha visto o más bien sentido como una bomba colocada en el seno del buen gusto. Fruto de una honda depresión, como el propio director ha confesado, la película es en un primer nivel la extensión de las ordalías de personajes femeninos —y de las actrices que los interpretan— que hemos atestiguado y/o padecido en Breaking the Waves (1996), Dancer in the Dark (2000) y Dogville (2003), para poner los tres ejemplos más famosos. Bess McNeill (Emily Watson), Selma Jezkova (Björk) y Grace Mulligan (Nicole Kidman) hallan un relevo insuperable en la mujer sin nombre encarnada —encarnar: un verbo duro que aquí llega a sus últimas consecuencias— por Charlotte Gainsbourg, ganadora del premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes de 2009. En un segundo nivel, Antichrist es el relato de fuerte filiación psicoanalítica sobre una pareja claramente alegórica (Ella y Él: Gainsbourg y Willem Dafoe) que busca lidiar con la pérdida de su único hijo, que cae de la ventana de su habitación en medio de una nevada mientras ellos protagonizan una de las escenas eróticas más memorables del nuevo siglo. Es en el tercer nivel donde la trama se adensa y complica al exhibir el filón religioso que atraviesa la obra de Von Trier: las cosas, como sucede con David Lynch —un referente que aquí se antoja insoslayable—, no son lo que parecen ser. Dicho de otro modo: el fondo está más lejos de lo que aparenta en el espejo retrovisor de la forma.

Hay, no obstante, una clave para acceder sesgadamente al misterio que encierra Antichrist, nutrido por una sexualidad y una violencia sin cortapisas: la dedicatoria final a la memoria de Andréi Tarkovski. Fiel a las inclinaciones literarias de su homenajeado, y como ha hecho otras veces, Von Trier divide su cinta en capítulos completados por prólogo y epílogo. Pero va más allá: el tránsito del blanco y negro al color remite a El sacrificio (1986), el hermoso testamento fílmico de Tarkovski, en cuyo cine —señala Fredric Jameson— “la naturaleza parece revivir, proliferando gracias a sacrificios humanos y extrayendo su sangre de la extinción de lo humano, como si libre al fin de los parásitos planetarios, se hubiese restablecido una floración primigenia, rica y arcaica”. Justo con esta floración se topan los personajes de Antichrist en el bosque cercano a Seattle donde se exilian en un intento por remontar el duelo que redunda en un estallido de brutalidad vigilado —¿bendecido?— por los tres mendigos mitológicos trocados en tres animales totémicos: una cierva que da a luz a una cría muerta, un zorro cuyo cadáver resucita para enunciar uno de los dictums de la película (“Reina el caos”) y un cuervo desenterrado de una cueva que funge como útero. Convertida en bruja tarkovskiana, oficiante de la Iglesia de Satán que es la naturaleza, la mujer encarnada por Charlotte Gainsbourg exige una ofrenda para encauzar el apocalipsis de la humanidad: el otro lado de la moneda que se juega en El sacrificio. Esta nueva bruja ignora, sin embargo, que tal ofrenda terminará por ser ella misma: la catarsis que Von Trier ha ideado para purgar sus demonios y dejarlos vagar por el mundo en un desfile de horror tan bello como necesario.

Melancholia (2011), el portentoso filme apocalíptico que junto con Antichrist y Nymphomaniac integra lo que el propio Lars von Trier ha llamado la Trilogía de la depresión, cuenta con algunas de las imágenes más emblemáticas del arte visual del siglo veintiuno, debidas al cinefotógrafo chileno-danés Manuel Alberto Claro. Más allá de la indiscutible obra maestra que es, pésele a quien le pese; más allá de la extraordinaria erudición cultural que evidencia y que involucra en el aspecto musical a Richard Wagner y en el pictórico a Pieter Brueghel el Viejo, Michelangelo Merisi da Caravaggio, John Everett Millais y Kazimir Malévich, entre muchos otros creadores clásicos; más allá de ser una de las proyecciones recientes más demoledoras y a la vez hermosas sobre el fin del mundo, esta película constituye un estudio puntual justamente del padecimiento depresivo y sus dolorosos lastres, concentrados en el hilo de lana gris que Justine (la espléndida Kirsten Dunst) admite venir arrastrando desde tiempo atrás en una de las charlas que sostiene con su hermana Claire (Charlotte Gainsbourg, la intrépida actriz que también figura en Antichrist y Nymphomaniac). Dado que volví a ver Melancholia en medio de la angustia que ceñía a la sociedad en el punto más álgido de la pandemia del covid-19, y dado que libré mi propia lucha contra el perro rabioso de la depresión, he podido identificar con claridad varios síntomas de este trastorno, representados por el planeta que bautiza la cinta y que va mudando del negro hipocrático al azul conforme se acerca a la Tierra para impactarse catastróficamente contra ella. Oculto detrás del sol, es decir del temperamento diurno o luminoso, Melancholia se hace notar solo cuando decide acabar con una humanidad entregada a ritos vacuos que Von Trier resume en la boda fallida de Justine, la doliente que paradójicamente resulta ser la única capaz de contemplar de frente la posibilidad de la aniquilación total mientras los demás se refocilan en una ceguera banal y cómoda. Abrir los ojos a la enfermedad, sugiere Von Trier, es un acto de valentía en una época en la que todos parecen tenerlos plácidamente cerrados.

Pocos cineastas contemporáneos se han especializado en la provocación con el ahínco, la habilidad y la malicia de Von Trier. Considerado no en balde el director más ambicioso y propositivo de su país después de Carl Theodor Dreyer, quien colocó el cine de Dinamarca en el mapa mundial, Von Trier crea película a película una obra en la que fondo y forma entablan un diálogo siempre tenso, nunca complaciente, a veces decididamente incómodo. Esta incomodidad nace en el espectador por la manera en que temas que tienden hacia lo polémico —la pena de muerte y el sadomasoquismo, por poner ejemplos desarrollados en Dancer in the Dark y Antichrist— se presentan con un fascinante y hermoso empaque visual, y se expande hacia lo extracinematográfico gracias al interés de Von Trier por levantar ampolla con sus desafiantes declaraciones públicas y las estrategias de promoción de sus filmes. (En ocasiones, hay que decirlo, estos campos pueden llegar a confundirse: ¿dónde termina el reto y empieza la táctica propagandística?) Quizá más que ninguna otra de las cintas del danés, Nymphomaniac (2013) —fraccionada en dos volúmenes como para seguir los pasos de Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003 y 2004), donde también trabaja Uma Thurman— alistó el terreno para su estreno con un inteligente despliegue de publicidad que subrayaba dos rasgos primordiales: sexo explícito y verídico y perspectiva femenina del vértigo carnal. Ambos rasgos aparecen en Nymphomaniac, pero trazados de un modo distinto al que sugerían los avances de la película. La historia de Joe, una mujer cuyo arco de lujuria va de la juventud (Stacy Martin) a la madurez (Charlotte Gainsbourg), es el pretexto para explorar sin tapujos una nueva manifestación del síndrome de Sherezada: el acto de contar (fase oral) que antecede al acto sexual (fase fálica). Como hace de un tiempo a la fecha en sus filmes, Von Trier divide Nymphomaniac en capítulos para acentuar su coqueteo con la narración específicamente literaria.

El sustituto del sultán Schariar, el celoso decapitador de Las mil y una noches, es Seligman (Stellan Skarsgård, uno de los actores fetiche de Von Trier), un hombre que honra su apellido al llevar una vida beatífica y ascética que resulta alterada por la irrupción de Joe en circunstancias que poco a poco se aclararán. Esta aclaración constituye no solo el núcleo de la trama sino otra arma de seducción de Joe, que encuentra en Seligman a un escucha paciente y dispuesto a ilustrar y nutrir su relato con apostillas en las que se alternan la sucesión de Fibonacci y la pesca, Edgar Allan Poe y Johann Sebastian Bach. Pese a tratarse de una matrioshka que comulga con la pasión digresiva de Las mil y una noches, y aunque su forma de representar el sexo se desliza por momentos hacia la pornografía, Nymphomaniac es curiosamente una de las cintas menos complejas y perturbadoras del director. Esto no quiere decir que el pulso narrativo de Von Trier haya decaído: por el contrario, parece haber dado con un cauce inédito para desenvolverse con mayor naturalidad y transparencia. Secuencias como el duelo erótico que la joven Joe y su amiga B (Sophie Kennedy Clark) idean a bordo de un tren para obtener en recompensa una bolsa de chocolates, o la reunión del cónclave de ninfomaniacas que evoca el filón hechicero de Antichrist al entonar una letanía (Mea vulva, mea maxima vulva) que luego pone en entredicho la propia líder del grupo (“El amor es el ingrediente secreto del sexo”), o el drama de la mujer (Uma Thurman) que en compañía de sus tres hijos entra en el departamento de Joe para encarar al esposo que acaba de abandonarla, evidencian a un artista que ha pulido su visión ácida e inclemente del género humano. En Las mil y una noches no se muestra qué ocurre en la cama de Sherezada al cabo de cada historia contada; Lars von Trier, por su parte, se ha atrevido a imaginar los derroteros lúbricos de la oralidad.

AQ

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