Los protagonistas de lo que se conoce como la edad dorada de la piratería (siglos XVII y XVIII) se han apoderado del imaginario colectivo con un poder de fascinación que hace que la historia y lo ficticio se imbriquen en planos indistinguibles. Piratas de mentira como John Long Silver de La isla del tesoro (1833) de Robert Louis Stevenson, el Capitán Garfio de Peter Pan (1904) de James Mathew Barrie o, más recientemente, Jack Sparrow de la franquicia cinematográfica Piratas del Caribe, con Johnny Depp en el papel estelar, se han vuelto tan reales en la cultura popular como Francis Drake o Henry Morgan, auténticos corsarios que se convirtieron en la pesadilla del imperio español con sus atracos en alta mar, sus saqueos en los bajíos y ensenadas de las Indias Occidentales o sus incursiones en las colonias desprotegidas. Entre esos íconos globales de la piratería —incluidas algunas mujeres como Mary Read y Anne Bonny—, la figura del temerario Barbanegra es sin duda una de las más cautivadoras.
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Se sabe que Barbanegra, cuyo nombre verdadero era Edward Teach o Thatch, según reportan algunos historiadores, nació en Bristol y navegó algún tiempo por Jamaica en barcos corsarios al servicio de la reina Ana, durante una serie de guerras entre Gran Bretaña y Francia por el control de Norteamérica que concluiría con el Tratado de Ultrecht en 1713. Tres años más tarde, Teach se daría a la piratería cuando Benjamin Hornigold le entregó el mando de una balandra, fijando su base de operaciones en New Providence, una de las islas de las Bahamas. Merodearon juntos por la costa americana, apresando varias embarcaciones; luego de limpiar en el litoral de Virginia, como se decía en la jerga pirática, se apoderaron de un barco francés que, procedente de la Guinea africana, se dirigía a Martinica. Teach rebautizó ese navío como el Queen Ann's Revenge y lo armó con 40 cañones. En él encontraron oro, joyas y esclavos. Ahora Teach cenaba con gran estilo banquetes servidos en vajilla de plata, acompañado de músicos. Refieren las fuentes que aceptó a unos cuantos voluntarios, pero tomó por la fuerza a médicos, carpinteros, un piloto y hasta a un trompetista negro. A partir de ese momento, Hornigold y Teach se separaron. El primero volvió a New Providence a entregarse al gobernador para acogerse al Acta de Gracia de 1717 recién promulgada por el rey Jorge I de Gran Bretaña, que prometía el perdón a los piratas que voluntariamente se arrepintieran. Edward Teach, por el contrario, se consagró de lleno a la rapiña, convirtiéndose en un azote para el comercio de Virginia y Delaware, y para las embarcaciones que surcaban las Antillas.
Son variopintas las anécdotas relacionadas con la vida del pirata Barbanegra. En el trayecto de una de sus correrías, topó con una balandra capitaneada por Stede Bonnet, un próspero hacendado metido a pirata que no sabía nada de marinería, a quien Barbanegra confiscó su embarcación y lo llevó a la suya en calidad de reo huésped. Mientras Bonnet se paseaba en bata por cubierta y se encerraba a leer libros en su camarote, Barbanegra se apoderaba cada vez de más barcos y goletas, vendía mercancías de contrabando, cobraba portazgos a otros navíos. Una vez avistó el barco Protestan Caesar, que antes había humillado a Bonnet en una escaramuza. Teach izó su enseña negra y disparó un cañonazo. El capitán del Protestant y sus hombres huyeron a tierra en bote. Teach saqueó la nave y la quemó, prometiendo hacer lo mismo con cualquier barco de Nueva Inglaterra, pues en octubre de 1717 seis piratas habían sido ahorcados en Boston. Después de enseñorearse de la bahía de Honduras y Belice, Barbanegra largó velas hacia Charleston, en Carolina. Ahí permaneció fondeado por varios días cerca de la barra. Se apropiaron de un barco con destino a Londres en el que viajaban ilustres ciudadanos de la colonia; de otra nave al salir de Charleston, y de dos pesqueros que entraban en dicho puerto. Como necesitaban medicina, Barbanegra mandó a la ciudad a uno de los prisioneros con una comitiva de piratas, exigiendo un botiquín al gobernador. La población estaba aterrorizada, pues otro pirata, Vane, acababa de asolar el sitio. Cuando Barbanegra estaba por ejecutar a los cautivos, se cumplió su petición y los liberó. Luego enfiló hacia Carolina del Norte y, con el mayor descaro, se entregó al gobernador Charles Eden, que le condonó todos sus crímenes. En Bath, la capital, los plantadores más ricos lo agasajaban en sus francachelas. Se dice que tuvo catorce mujeres, y que las obligaba a prostituirse con sus colegas. La carrera de Barbanegra no finalizaría ahí. Una vez hundió sus propios barcos y abandonó a sus hombres en un islote para huir en una escampavía y quedarse con el botín. En otra ocasión, cruzó los brazos debajo de una mesa y disparó a la suerte dejando lisiado de por vida a Israel Hands, su fiel servidor. Le gustaba encerrarse con su tripulación en la bodega y quemar azufre, para demostrar quién aguantaba más. Cuando sus abusos se volvieron insostenibles, el gobernador Spotswood de Virginia mandó al teniente Maynard a darle caza. En una de las batallas navales más violentas que se recuerden, tras embarrancar ambos en la caleta de Ocracoke, en medio de la humareda de granadas lanzadas por Barbanegra antes de abordar a Maynard, Edward Teach, furibundo, murió al recibir veinticinco heridas. Su cabeza fue colgada en el bauprés de la corbeta del valeroso teniente.
Las barbas negras de Barbanegra eran horripilantes. Le cubrían la cara entera como un espantoso meteoro; como las vedijas selváticas de un morueco bajo el sombrero con mechas chispeantes prendidas del ala. Llevaba una bandolera con muchas pistolas y puñales en el cinto. Los que tuvieron la fortuna de enfrentarlo y sobrevivir, aseguran que era el mismísimo diablo quien les sonreía burlonamente.
ÁSS