Las espléndidas minucias

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Ciertos objetos reclaman ser observados, como si su sola existencia bastara para transformarlas en imanes dignos de conservación.

Piezas de una memoria. (Fotos: Jorge Esquinca)
Jorge Esquinca
Jalisco /

En diversos lugares he leído una idea. Quizá, mejor que una idea, se trate de una imaginación más próxima a la fábula que al concepto. El universo, prodigiosa maquinaria, habría necesitado de nosotros para verse. De ahí que no dejen de despertar nuestro asombro la aparición de un nuevo volcán en Islandia o la simétrica telaraña descubierta por la tarde en el jardín. “En el principio de los tiempos —escribe Borges—, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no habría cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico”. Y ese todo incluye, en un orden semejante, a la galaxia de Andrómeda y al pulido guijarro que se demora en el lecho del arroyo.

Coleccionista de espléndidas minucias voy, de un tiempo a esta parte, deteniéndome ante el encuentro de aquellas que se me ofrecen de pronto, al andar por las calles del pueblo, o que se instalan en cualquier otro sitio, como si su sola existencia bastara para transformarlas en imanes que reclaman ser observados. Las he recogido y las conservo, sin el propósito de construir con ellas una Wunderkammer, una cámara de maravillas donde, explica Umberto Eco, “algunos pretendían recoger sistemáticamente todo lo que hay que conocer, otros coleccionar lo que tuviera aspecto extraordinario e inaudito, incluidos objetos extravagantes o hallazgos sorprendentes”. En todo caso, mi azarosa colección, tiene que ver con aquellas cosas que privilegiábamos en la infancia, como si se tratara de curiosos talismanes que podrían, a la vez, protegernos de algún enemigo invisible y convertirse en mediadores de un encantamiento.

Así, por ejemplo, la roja granada [1] que olvidé en un estante de la alacena y que con el paso de los años se volvió de piedra, me remite ahora al relato de Perséfone, la muchacha indecible, protagonista de los misterios que los antiguos oficiaban en el santuario de Eleusis en Grecia y de los que estaba prohibido, bajo pena de muerte, hablar. O cómo es que esa pieza de una certera ingeniería mecánica [2] me hace pensar en “El cohete”, uno de los cuentos de Ray Bradbury que prefiero, donde un invencible papá consigue, con recursos limitados, fabricar un simulador de vuelo para dar a sus hijos la experiencia real del viaje al espacio.

1. Granada de piedra y 2. Pieza "bradburiana"

Hay una hoja de cinco puntas [3] que, como una suerte de estrella vegetal, expuso al secarse la nueva noticia de los colores que había conservado muy dentro, como si fuera el tiempo mismo quien, con mano paciente, la pintara. Un trozo de mosaico en tonos azulados [4] podría, de igual manera, conducirme a los ceramistas de Delft o de Puebla, así como a los empeños de una familia por revestir el piso doméstico de una flamante dignidad.

3- Hoja de cinco puntas y 4. Trozo de mosaico

Los restos de un panal abandonado [5], lejos de la repetición minimalista de sus perfectos compartimentos hexagonales, me regresan al intrigante comienzo del tercer capítulo de un libro, El filósofo y la abeja, donde sus autores, los Tavoillot, se preguntan: “¿Cómo explicarnos que la abeja divina, celeste, eterna, símbolo privilegiado de filósofos, místicos y poetas, un buen día se haya encontrado desempleada? ¿Cómo entender el repentino silencio de esta mediadora privilegiada entre lo humano y lo divino, entre la tierra y el cielo, entre lo sensible y lo inteligible, entre la oscuridad y la luz?”

5. Vestigio de un panal

Termino con dos imágenes de la levedad: la pluma de un pájaro carpintero [6] y el ala de una cigarra [7].

6. Pluma de pájaro carpintero y 7. Ala de cigarra.


ÁSS

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