El trabajo de un escritor es solitario por necesidad y por vocación. El sueño de cualquier novelista es trabajar en un cuarto perdido, en algún lugar de preferencia desagradable, para que no sea tentador. El paraíso consistiría en no tener teléfono ni internet, y estar lejos del ruido, es decir en un silencio que les permita balbucear y con suerte hablar a los personajes del libro que uno escribe. Las ferias del libro son, en cambio, ocasiones para que el escritor salga de esa soledad dura y paradisiaca para encontrarse con los lectores y los colegas.
Hace poco, estando en una feria del libro, mientras veía las colas que se formaban frente a los escritores, recordé una historia de Borges. Según el relato, el escritor argentino se encontraba firmando ejemplares de sus libros en la feria de Buenos Aires junto a Adolfo Bioy Casares. Al ver la larga fila de lectores frente a ellos pidiendo sus firmas, Borges le comentó: “Bioy, ¿usted se imagina el valor que tendrá en el futuro un ejemplar no firmado por nosotros?” Por su parte, en Literatura y Fantasma, Javier Marías cuenta la historia de una sesión de firmas compartida con Álvaro Pombo. Cuando Pombo veía que los transeúntes compraban una novela de Marías y no una de las suyas, empezaba a gritar: “Pero cómo es posible que le compre usted a él su novela y no se lleve la mía. ¡Pero por favor! ¡Pero qué enorme disparate! ¡Pero qué error!” También he escuchado la anécdota de un escritor español que recibió una petición insólita de un lector: “Dedique este libro a Inés, que tiene las mejores piernas de todo Málaga”. El escritor le devolvió el libro diciendo que eso no le constaba. Entre los escritores y escritoras hay de todo: aquellos que hacen dibujos en las dedicatorias, aquellos que ponen solo su firma (una costumbre entre los ingleses) y aquellos que escriben algo especial sobre la vida de su lector. Lo más raro que me ha pasado cuando firmaba libros en una feria es que una señora me dijo que estaba sorprendida de verme. Yo pensaba que usted estaba muerto, agregó. ¿Qué le había hecho pensar eso? Pues que mi hijo estudia su obra en el colegio, y allí solo se estudian a los muertos, me explicó.
Un tema aparte son las dedicatorias de los escritores en sus libros. Es conocida la de Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte: “Dedico esta edición a mis enemigos que tanto me han ayudado en mi carrera”. Recuerdo también la entrañable de Alfredo Bryce en La última mudanza de Felipe Carrillo: “A Luis León Rupp. A quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano”. La más bella que conozco es la dedicatoria de Borges en La cifra: “Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio”. La magia de los nombres permanece en las frases que salen del corazón.
AQ