Las maletas de Walter Benjamin

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Una maleta es insuficiente para alojar una vida, pero quien lleva un equipaje ajeno tiende a imaginar que transporta una porción vital del genuino propietario.

Detalle de portada de 'Manifiesto incierto', de Frédéric Pajak, con Walter Benjamin en portada. (Cortesía: Errata Naturae)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

En los relatos breves “Historia silenciosa” y “La muerte del padre”, Walter Benjamin le confiere importancia capital a una maleta: el primero cuenta el bochornoso malentendido de un estudiante que vuelve de Suiza a la universidad. Molesto por los días lluviosos que le impidieron disfrutar el fin de semana y harto de la incomodidad del vagón de tercera clase, el repentino encuentro con una chica de la que está enamorado aligera su ansiedad por llegar al campus. Sin proponérselo, el estudiante sigue los pasos de la chica que hace malabares con una enorme y fea maleta. Toma el mismo tranvía que ella, aunque no es su línea, y se interna hasta una oscura y distante latitud que empeora su aspecto debido a un súbito aguacero. El estudiante se recrimina a sí mismo lo que considera una estúpida esclavitud por una mujer para la que él ni siquiera existe, y aparte, bajo una cruel caída de agua, pero cuando ella desciende del tranvía, sin pensarlo siquiera, le arrebata la maleta al conductor y la arrastra unos cien pasos hasta la puerta en la que la joven desaparece sin mirarlo, sin darle las gracias. Perplejo, el estudiante se hunde en la acuosa noche con las manos en los bolsillos y una sola palabra en la cabeza: “Maletero”.

El segundo es un relato consanguíneo: un telegrama inesperado orilla a Otto a claudicar del placentero asueto en la Riviera y de los brazos de una mujer casada. Su padre ha muerto, debe volver a la ciudad en que nació. En la residencia familiar, Otto elude el ánimo luctuoso en la ingente y desordenada biblioteca paterna, conversando con su madre o evitando el pésame de los extraños, hasta que halla con quien embellecer “la angustia mezquina de esos días de duelo”: la joven sirvienta rubia, a la que besa una noche en el pasillo silencioso, y con la que una tarde se recuesta en el diván en que el difunto pasó sus últimas horas. Dos días después de ese íntimo episodio, Otto decide volver a la universidad. La sirvienta lo acompaña a la estación, ahora es ella quien arrastra la maleta. Y como en el andén hay mucha gente, Otto se despide con un glacial saludo de mano. En el vagón, antes de dormitar, se hace una pregunta: “¿Qué diría mi padre?”

Es complicado determinar el origen y la época de muchos de los textos de Walter Benjamin. Se dice que la mayoría de sus trabajos narrativos los escribió en Ibiza, entre 1932 y 1933, no sólo su primer exilio del nazismo sino la isla en la que trabó amistades y cosechó ciertas enemistades, donde se enamoró y experimentó, donde enfermó. Tras Ibiza, la maleta iba a ser su infausta compañera cuando fue a Svenborg, Dinamarca, a casa de Bertolt Brecht, y luego a San Remo, Italia. Cuando decidió abandonar Berlín definitivamente y alcanzar París, y durante los duros traslados de septiembre de 1940, ese periplo fatigoso que culminó en una habitación del Hotel Francia en Portbou, España.

Una maleta es insuficiente para alojar una vida pero quien lleva a cuestas un equipaje ajeno es proclive a imaginar que ahí transporta una porción vital del genuino propietario. Una maleta, sugiere Benjamin en esos cuentos, concede a quien la arrastra la ilusión de remolcar al otro, mas lo cierto es que de lo único que tira es del ínfimo depósito de objetos personales, indefinidos, misteriosos, quizá entre estos se halle el instrumento o la sustancia para hacerse a un lado de este mundo (como acaso sucedió con el propio filósofo y ensayista alemán). A fin de cuentas, no hay lugar a equívoco: la maleta advierte una permanencia momentánea, la irremediable despedida.

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