No por sanguinario ni morboso sino porque “todas las noticias que se publican son las que presentan más directamente un panorama moral de nuestro tiempo y ciertos aspectos del ser humano que para el hombre común y corriente son en general desconocidos”, Jorge Ibargüengoitia leía regularmente la nota roja. Los domingos compraba Le Monde y The Guardian. Su deporte favorito era contrastar los estilos con que las mesas de redacción francesas e inglesas comunicaban los asuntos criminales. Los adjetivos, verbos, ciertas expresiones con que los redactores se cuidaban de linchar a los involucrados o de atizar la furia o el horror de los lectores.
Ibargüengoitia clasificaba lo que ocurría en Francia como delitos terroristas, pasionales o crímenes herméticos, mientras que los casos de Inglaterra le llamaban la atención por el velo de misterio que enmarañaba las investigaciones. Siguió de cerca el expediente de Peter Sutcliffe, el Destripador de Yorkshire, e incluso, en una corta estadía en Londres con su mujer, la pintora Joy Laville, Ibargüengoitia atestiguó el hallazgo policial, frente al departamento que ocupaban en Elgin Crescent, del auto que conducía una chica reportada como desaparecida. Una semana después, leyó en el diario que habían encontrado su cadáver, desnudo y semienterrado en un bosque a cincuenta kilómetros de la City, y que detectaron un abrigo con manchas de sangre del mismo tipo de la víctima, que el posible asesino abandonó en la tintorería a la que Ibargüengoitia y Laville llevaban su ropa. Nunca supo si aquel feminicidio de 1977, se resolvió.
La nota roja, en efecto, determina el pulso moral de nuestro tiempo y esboza regiones ignotas de lo humano. Expone la dimensión implacable de la muerte, la tragedia, esa oscura belleza que el fotógrafo Enrique Metinides concibió a través del obturador, aquello que Baudelaire describió como “la verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida”.
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En la época en que Ibargüengoitia leía Le Monde y The Guardian, Metinides registró una imagen emblemática. Era 1979, y tras un choque, un Datsun arrolló a la periodista Adela Legarreta Rivas en avenida Chapultepec. Quedó prensada entre un trozo de concreto y un poste de luz, mas lo insólito es que su rostro, sereno y de mirada firme, irradia dignidad, resignación. Las emociones que Susan Sontag exploró en Ante el dolor de los demás (el sobresalto, la piedad, la indiferencia, la ira), se diluyen en la sola idea de lo efímero, lo frágil de estar vivo. La composición de Metinides, en la que el brazo derecho de la señorita Legarreta reposa sobre el bloque de piedra y en la muñeca lleva una pulsera dorada y luce un impecable manicure, mientras los ojos se dirigen al cielo y su cabello rubio cae sobre sus hombros, ese preciso instante en que un paramédico está a punto de cubrirla, taparla como se dice aquí, confirma el asombro que le inspiraban los retratos ajenos a Roland Barthes: “la vida está hecha así, a base de pequeñas soledades” (La cámara lúcida).
La foto de Metinides ha sido homenajeada en dos películas recientes. Amat Escalante la usó como decorado de una habitación, a todo lo largo del muro y al pie de la cabecera de la cama, en Perdidos en la noche (2023). Luis Javier Henaine es más explícito en Desaparecer por completo (2022), actualmente en cartelera, en la que el fotógrafo Santiago (interpretado por Harold Torres), capta una instantánea igual, con el auto asesino golpeado en el costado derecho, e incluso, le pide al paramédico que tape a la fallecida.
Sobre esto, volvamos a Roland Barthes: “llamo ‘referente fotográfico’ no a la cosa facultativamente real a que remite una imagen o un signo, sino a la cosa necesariamente real que ha sido colocada ante el objetivo y sin la cual no habría fotografía”. Eso que en cuestiones narrativas, Ibargüengointia señaló que muestra aspectos que la gente común y corriente desconoce.
AQ