“La suave Patria” quedó fundida en su molde permanente dos meses antes del tránsito del poeta. Por las fechas en que sufrió la agresión de la implacable enfermedad, Ramón estaba corrigiendo las pruebas de su poema.
Fiebre, cansancio y sensación de asfixia agobiaban a nuestro paciente; se prohibieron las visitas porque la angustia respiratoria se agravaba cuando tenía que hablar por algún tiempo. Una de sus últimas conversaciones fue con Agustín Loera y Chávez. Agustín me pidió que yo lo introdujera a la estancia de Ramón, quería no solamente saludarlo sino al mismo tiempo hacerle entrega de su sueldo devengado como redactor de la revista El Maestro. Fue el último empleo que tuvo Ramón, lo aceptó gracias a la insistencia afectuosa del licenciado José Vasconcelos. Él no quería puesto visible en el gobierno, tenía sus razones de orden político.
Con gesto amigable Vasconcelos lo comisionó en la redacción de El Maestro para que se dedicara a escribir sobre lo que él quisiera. Loera y Chávez, jefe de redacción de la revista, gran amigo y fiel admirador de López Velarde, le dispensó no solamente el trato considerado, sino que con todo respeto lo dejó en libertad para hacer su trabajo. […]
Al vernos a Loera Chávez y a mí, Ramón se puso de pie y se acomodó en un sillón. Durante casi todo el curso de su enfermedad se opuso a guardar cama, como se dice en México… Le hicimos señas de que no hablara… Tengo presente como si esto hubiera sido ayer que las palabras que dirigió a Loera y Chávez fueron para “agradecerle su eficacia”, y para preguntarle: “¿Ya vamos a salir?”. Se refería al número de la revista que estaba en prensa; él era como un artesano en la tarea y solicitaba saber si el trabajo iba en marcha… Esta escena ocurrió la víspera de su muerte, pocos días después apareció por primera vez “La suave Patria” en el número de turno de la revista El Maestro. Vasconcelos nos había pedido a Jesús B. González y a mí que tuviéramos al tanto de la marcha de la enfermedad de Ramón. Cuando le comunicamos el desenlace nos pidió que solicitáramos permiso de la familia de López Velarde para que fuera velado en el Paraninfo de la Universidad y se le hicieran honras fúnebres como tributo del Estado. El gobierno tiene obligación de rendir este homenaje al poeta más grande de México contemporáneo, nos decía el licenciado Vasconcelos. Su madre y sus hermanas se resistieron un poco, querían tenerlo todavía bajo el techo de su casa de la avenida Jalisco* número 71. Algunas horas después dieron su consentimiento para que fuera trasladado a la Universidad.
El duelo de los intelectuales y de los poetas de México fue unánime. Profesores y estudiantes de la Escuela Nacional Preparatoria en la que él había sido profesor, redactores de los periódicos en los que él había colaborado, maestros suyos en la Facultad de Altos Estudios desfilaron ante sus restos con emocionada reverencia.
En el Panteón Francés, Alfonso Cravioto, a quien Ramón tanto quería, dijo una soberana oración fúnebre; en esa hora Cravioto glosó las propias palabras que López Velarde dedica a Cuauhtémoc, cuando le llama el joven abuelo. El amigo que hoy nos arrebata la muerte artera, dijo el oficiante, será para siempre el joven abuelo de los poetas mexicanos.
*Actual Avenida Álvaro Obregón, en la Ciudad de México.
Tomado de 'Ramón López Velarde. Obra poética', edición crítica y coordinación de José Luis Martínez, Conaculta, 1988 (pp. 735-737).
AQ